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Seré breve, pero categórico: El teatro es un espacio vacío que se debe llenar de sentido. El sentido es un proceso fisiológico que nos permite percibir los estímulos que captan nuestros órganos visuales, auditivos, olfativos, táctiles, gustativos. También es la habilidad que desarrollamos los primeros meses de vida para luchar contra la gravedad y mantener el cuerpo erguido. Finalmente, sentido es el entendimiento que tenemos de la vida y del mundo, al que accedemos por medio de la razón.
En este orden de ideas llama la atención que en las escuelas de teatro no se impartan nociones de física, biología y arquitectura para resaltar que la representación de la tragicomedia humana es un acto físico y biológico que tiene lugar en un espacio concreto. Desde el siglo XVII hay estudios epistemológicos sobre la ontología del teatro. La novedad en el siglo XXI es que los fundamentos del ser del teatro ya se analizan y discuten en español y en argentino a partir de poéticas propias. Los interesados en la Filosofía del Teatro deben consultar los libros de Jorge Dubatti sobre el tema porque aquí, para hablar sobre la profesionalización del teatro en la agridulce provincia mexicana, tomaré la palabra como un modesto artesano del teatro, como tantos cómicos de la legua que llegamos al drama y a la escena por cuenta propia, si así se le puede llamar a la teoría de la práctica que parte de la imitación de la vida que enseñó Aristóteles, persona non grata para el teatro actual.
Estas consideraciones sobre el agobio que sufre el espectador entrenado ante la falta de sentido de tantos estrenos provincianos, responde a las interrogaciones que planteó la doctora Elvira Popova en la red: “¿Cuándo una puesta en escena está lista para presentarse ante el público? ¿Es el estreno el fin de los ensayos?”
Comencemos con las disculpas. En México no se pagan los ensayos. Caben en el dedo de una mano los estados que ofrecen estímulos económicos para producir un montaje y esos apoyos suelen ser de una modestia escandalosa. Si tomamos como estadística el número de estrenos que registra Alejandra Serrano en los Anuarios de Teatro en los estados, los grupos que se postulan para recibir apoyos del Fonca, y la cantidad de membretes que aspiran a presentar sus producciones en la Muestra Nacional de Teatro, diríamos que hay al menos 700 grupos dramáticos en nuestro territorio. Bullshit. No pasan de 70 los colectivos que merecen tal nombre porque tienen un método de trabajo, una producción constante, una filosofía, una ética y una estética que se refleja en sus montajes.
En mi experiencia, el principal obstáculo para la profesionalización del teatro en México es la ausencia de políticas públicas que propicien un mercado laboral que permita el ejercicio remunerado de la actividad para la que se preparó el demandante de la plaza. ¿A qué se enfrenta el actor que termina sus estudios universitarios, o equivalentes? A un mercado saturado por los egresados que lo precedieron. A una cola inmensa en la ventanilla de las instituciones que apoyan la producción escénica. En la mayoría de los estados esa ventanilla no existe. Lo que hay es falta de espacios para ensayos, falta de teatros, falta de estímulos, falta de difusión, falta de público.
Queda la opción de formar un grupo con los compas que comparten el mismo desamparo. Ideas no faltan, lo retador es hacerlas físicamente posibles. En Más pequeño que el Guggenheim, Alejandro Ricaño hizo la sátira de esa pandilla de baquetones que escogieron al teatro como medio de vida, con tal tino que la burla de sí mismos les dio fama y trabajo. No fue gratuito. Había un texto que dio en el blanco en forma y fondo, y a pesar de todas las peripecias que se suscitan entre una bola de talentosos hijos de perra, abrieron telón con un montaje limpio, bien resuelto, imaginativo, que cautivó a una audiencia de teatreros que puede ser nefasta como público.
Los maestros de las nuevas generaciones no sólo en el aula sino en el escenario, se formaron en la tiranía del director de escena y el acto de fe en el teatro. En los años 70 los ensayos podían dilatarse un año, a veces por el método del teatro laboratorio que diseminó Grotowski por el mundo; otras, por falta de recursos económicos, alcoholismo colectivo y otros accidentes existenciales. En provincia el teatro era literalmente cosa de locos y de hombres desviados en su sexo y en su mente, porque siendo más cultos y capaces que sus congéneres de clase, se dedicaban al teatro.
Salvo en aquellas capitales de los estados en los que el teatro universitario inició la profesionalización de sus cómicos, hasta el año dos mil de la era cristiana el teatro en provincia era de aficionados. Fui testigo en esos años de numerosos estrenos fallidos a lo largo y ancho del país, porque un día antes del estreno la actriz joven renunció ante el ultimátum de su novio: el teatro o yo. Lo que quiero señalar es que la profesionalización del teatro en los estados es joven, y se nota.
El salto que ha dado el teatro regional en los últimos años es de albañilería, forma malvada de referirme a los espacios arquitectónicos que han dedicado diversos gobiernos de los estados a centros culturales y de educación artística, todos espectaculares, impresionantes, divinos, envidiables. Lo notable es que en San Luis Potosí, por ejemplo, que fue la entidad pionera en la restauración y dedicación de esos espacios para la actividad artística, el grupo emblemático de la entidad es aquel que no utiliza esas instalaciones porque tiene la propia: Rinoceronte Enamorado.
Si el hábito no hace al monje, una de dos; los castillos no hacen príncipes y los fabulosos Centros Regionales de Educación Artística no detonan talentos por sí mismos, o es que teniendo la mesa servida (en caso de que así sea), se quita el impulso suicida del hambriento. Siempre que toco el tema resuenan para mí las palabras de Margules: “Lo que yo quisiera saber es cuál es el método de enseñanza de esas escuelas, y de dónde sacan a los maestros capaces de esa tarea pedagógica”. Si la respuesta está en las obras inconclusas que estrenan los cómicos del siglo XXI, la crítica sería para el sistema de educación artística, público y privado. Pero me temo que haiga sido como haiga sido, cuando uno es nombrado caballero del teatro, la obligación está en tu espada, mejor dicho, en tu pasión por el filo.
Sin pasión no hay teatro. Si montar en tu juventud una obra de teatro no es una revuelta, una detonación, un compromiso de vida, cambia de oficio. La pasión no basta, cierto. Por eso está la disciplina, la obligación, la responsabilidad de llegar a tiempo al ensayo, de leer el texto —si lo hay—, con cuidado, con ojo crítico, de pasarlo a la memoria, de irlo rumiando, de no fingir nunca que no finges, de respetar de entrada a tus camaradas, de abandonar en lo posible la importancia personal. Todos queremos estar en el primer plano de la fotografía. Pero si el teatro es en verdad un trabajo colectivo, primero hay que hacer trabajo de grupo.
La creación colectiva del teatro latinoamericano del siglo XX nos mostró que la honesta división de trabajo es mejor que la simulada anulación del paternalismo. Pienso en Enrique Buenaventura, el teórico marxista de la creación colectiva que terminó maldecido por los actores que pasaron 30 años bajo su dictadura disfrazada como democracia del proletariado artístico. Acompaño a Rubén Ortiz en su condena a la jerarquización de la producción escénica en la que el director es el Padre freudiano, más que guía, tirano del proceso creativo y su resolución escénica. En el teatro provinciano el director sigue dando la primera y la última palabra de un montaje. Ergo, él es mayormente responsable de que tantos estrenos salgan crudos al escenario.
En los años grotowskianos llegar tarde a un ensayo o no estar dos horas antes de la función para “entrar en trance” era motivo de expulsión. Parece que esta mística se ha relajado y con ello se ha perdido el fervor de una profesión que honraron incluso los comediantes del teatro privado que por siglos fue el único teatro profesional reconocido, por la sencilla razón de que aquellos farsantes sí vivían del teatro. No quiero culpar a nadie, pero si en el acto amoroso no te entregas por completo a la tara del amor, jamás conocerás la plenitud del deseo. Con los años puedes alcanzar la maestría del deseo que pone al amor en segundo plano para alcanzar la Aurora. Por lo pronto, joven amante, no seas un eyaculador precoz en lo que al teatro se refiere, porque uno goza como espectador el trabajo de seducción, la conquista, la rendición del objeto amado.
En la cama y en el teatro hay que saber manejar la tramoya, la iluminación correcta, el vestuario adecuado, las palabras indispensables, el tono preciso, la emoción real aunque inventada: tener una meta y alcanzarla, tener un anhelo y cumplirlo. No importa que no lo logres a la primera. Lo importante es que pongas lo mejor de ti para intentarlo. El fracaso es lo de menos cuando le pusiste el pecho a las balas. Lo engreído, lo lamentable es hacerlo con un chaleco blindado. El riesgo se corre, el engaño se paga. En el mundo simulado que es el teatro la verosimilitud de la experiencia humana hace la diferencia. Y en el acto de inventar una realidad alterna no sólo cuenta el poder de la imaginación sino el dominio de los elementos físicos y biológicos que conforman una puesta en escena.
Para dominarlos hay que conocerlos. Comenzando con el instrumento central del teatro: el cuerpo. La imagen es vieja pero precisa: un violín. ¿Quién que no quiera hacer el ridículo se trepa al escenario a tocar un violín sin saber hacerlo? ¿Cuántos actores has visto que aparecen en escena con el cuerpo desafinado? (*) La capacidad de un actor para hacer real lo ficticio es uno de los misterios del teatro. Agregar que es un don no resuelve la intriga. Podemos especular que hay mentes cuyo aparato psíquico les permite encarnar las emociones básicas del ser: el dolor, la perversión, la generosidad, la ambigüedad de la criatura humana. Si no hay ese regalo de los dioses, hay que chingarle. Afinar la mente, la emoción, la voz, la mirada, la percepción, el movimiento. Ser un honesto artesano de la condición humana.
El teatro formal tiene una limitación muy concreta: el espacio. Con Alejandro Luna aprendí que una de las deficiencias de la crítica era su ignorancia de la invención escenográfica, lo que él llama: la organización del espacio. Y no sólo de la crítica, también de los directores, actores y demás agentes de un montaje, sobre todo de aquellos que se inician en la profesión de hacer caber el mundo en un foro de 10 por seis metros cuadrados (para no hablar de las minúsculas dimensiones de los foros alternativos).
En cierta ocasión le pregunté al maestro de la iluminación que es Luna: ¿cómo hace usted esas iluminaciones prodigiosas? Me respondió, el ojete: primero que nada, prendo la luz. Es fama que los directores sin experiencia llegan al teatro con aires de tenerla, para muina de los técnicos del teatro que a partir de ahí les harán ver su ceguera.
Lo mismo pasa con el vestuario, la música, el atrezo. Trabajar con María y Tolita Figueroa te enseña que vestir a un actor es un arte, un oficio, una maestría que comienza con saber que en el teatro el percal puede ser más vistoso que la seda. La música. La partitura sonora fue en el origen tan importante como el drama. El teatro nació de la danza y la danza del ritmo. La melopea. El teatro lírico. Nada en el teatro es ocurrencia. Digo. En la obra artística (dejando a un lado por esta vez las objeciones al concepto). En la invención ficticia del mundo que es el teatro no se pueden ignorar las leyes de la física del mundo real. Se pueden aplicar de otra manera, que es distinto. Mas para hacerlo hay que estudiarlas.
Me temo, Elvira (doctora Popova), que el problema central de tantas obras provincianas que abren telón sin estar listas no es por la precipitación de sus productores sino por la falta de conocimiento del proceso dramático y escénico y la ausencia de rigor al ponerlo en práctica. Vuelvo al acto carnal del amor porque es el símil que conecta a los chavos con su interioridad. Se puede coger por intuición y sentir que la libraste. Pero si el Amor es la verdad encarnada, si el Amor es lo que nos salva de nosotros mismos, si el Amor es la única manera de vencer a la Muerte, si amamos al teatro, en suma, le debemos una devoción tan intensa, tan profunda, que jamás abriremos telón sin haber tenido en los ensayos por lo menos uno, dos, tres orgasmos reales, no ficticios. Entender que la ficción es la que le da a la explosión orgásmica su sentido de realidad, es un buen comienzo para mejorar nuestro sentido del teatro.
(*) La noción del cuerpo ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Desde la puesta en crisis de la jerarquía y el concepto de belleza en la danza clásica y contemporánea, hasta la descolonización del cuerpo viviente. El baile, sostiene Silvia Federici, es necesario para “descapitalizar” nuestra estructura molecular, para cambiar la utilidad de cuerpo como objeto de trabajo por el disfrute de nuestra naturaleza original. El baile debería ser una asignatura obligatoria en las escuelas de teatro y en los ensayos. El baile individualiza al sujeto y permite que esa singularidad sea compartida con otra, con otras, en una explosión de júbilo.
*Imagen de portada: Imagen: festivalcervantino.gob.mx.