Presentación.
“Desde mi infancia deseaba eternizar las cosas, me angustiaba que la vida cambiara”, escribió hace unas semanas Aristeo en su muro de Facebook. Este ha sido también el medio por el que, recientemente, ha compartido breves crónicas ficcionadas. Al igual que gran parte de su internacionalmente reconocida labor fotográfica, estas historias son una mirada a las décadas recientes del nocturno inframundo regiomontano y a las diversas fuentes que, desde toda la región noreste lo alimentan.
En esa matriz de imágenes —ese mundo de cantinas, congales, barriadas y callejones oscuros— Aristeo se mueve cotidianamente. Sus narraciones están, por ello, libres del morbo y de la exotización con la que el extraño suele asomarse a la vida de los marginados. Amablemente, accedió a que en Levadura se reprodujeran algunas de estas narraciones. A continuación presentamos una selección de ellas.
Juan Sordo.
1.
A principios de los años noventa el bar El Wateke —antes se llamaba Jardín Cerveza— se fue transformando, de ser una cervecería frecuentada por albañiles y obreros, a un lugar de vestidas de todas las clases sociales y de conecte de drogas.
A finales de los años setenta existía por la calle Reforma, a dos cuadras de ahí, el bar Los Magueyes, donde había shows de travestis que imitaban a cantantes de moda. Por Colegio Civil hubo un lugar llamado La Alemana; era Sodoma y Gomorra en Monterrey; el sexo se hacía en las mesas y los baños, a la vista de la clientela. Luego, si caminabas por la Calzada Madero y dabas vuelta al sur por Guerrero, llegabas a La Espuma, una cantina de muros de sillar y clientela de clases bajas. Yo recuerdo haber visto a algunos obreros y albañiles ponerse una peluca y maquillarse en los baños y luego ligar con otros hombres, sobre todo los sábados por la tarde.
Si algún trasnochador osaba pasar por la avenida Juárez y Tapia, de un callejón oscuro aparecía una atractiva rubia que medía casi dos metros, jalaba a los clientes al interior del callejón, les ponía una chinga y los dejaba sin dinero ni para el camión. Este travesti era conocido como El Marlboro y tenía una ayudante a la que le decían La Jarocha. La fuerza de dos gendarmes no era suficiente para someterlo. Se necesitaba todo un pelotón para poder esposarlo y subirlo a la patrulla, pero a la siguiente noche ya estaba otra vez ahí parado, fumando un cigarro y a la espera de otro cliente cachondo. Hace algunos años me topé con El Marlboro en una cantina y me platicó algo de su vida; estaba enfermo de azúcar y caminaba con dificultad, andaba vestido con un saco brillante, algo desgastado, y unas botas de vaquero.
Hacia el norte de Colón por la calle Guerrero y Marco Polo, existió en los años ochenta El Suárez, un bar de variedades y shows travestis. Había un hombre que imitaba genialmente a Juan Gabriel y, después de ponerse un vestido y peluca rubia, se transformaba en Marisela. El bar Las Mariposas estaba por la calle Arteaga y Emilio Carranza, pero duró poco porque los hombres que ahí se travestían eran muy salvajes con los parroquianos y después de desvalijarlos los arrojaban al paso de los camiones urbanos.
El Güichos está por Colón y Juan Méndez y su ambiente es algo más pesado que El Wateke. La cervecería La Pantalla está por Aramberri y Guerrero; ahí hay música vallenata en vivo y algunos travestis que frecuentan el lugar te cobran por pieza bailada. El Betos y El Chaac Mol son cantinas que están cerca del Mercado Juárez; huelen a mota y los parroquianos toman caguamón. Son lugares donde la cerveza es barata. Dicen que son lugares violentos, pero, para mí son para chicos fresas con poco dinero. Violentos son los bares que están al norte de Monterrey, por la avenida Julio A. Roca hasta los márgenes del Río Pesquería. Si lo dudan, dense una vuelta un fin de semana para que sepan lo que es amar a Dios en tierra ajena.
2.
Muchos batos que conozco desde hace treinta años o menos, andan ahora metidos en la política de izquierda: son artistas, escritores, dirigen causas ecológicas y sociales, o tienen su periodiquito digital. El Vaticano pronto los llamará para santificarlos. Pero la colota de tlacuache yo aún se las veo: fueron orejas de la Secretaría de Gobernación, ratas que robaron a lo bestia cuando tuvieron su hueso en el gobierno, traficantes de mujeres para table dance, pasquineros que recibían su cochupo o traidores de los movimientos populares. No digo nombres porque es muy probable que se comporten como nalguitas talqueadas de bebé en las redes sociales y me pongan una madriza en la vida real. Aparte, qué flojera estar todo el día haciendo la lista.
- La Carmina
A Carmina la mataron de la manera más cruel imaginada, la sodomizaron con un palo de escoba, igual que a Muamar el Gadafi.
Yo la conocí en Los Cuartos Verdes, un congal de mala muerte cerca del Aeropuerto del Norte. De adolescente, ella lavaba los mingitorios y la ropa de las prostitutas. Un día el dueño la violó y pasó a formar parte de un grupo de niñas reservadas para clientes especiales, esos que pagan buen billete por carne joven. Carmina no era su nombre real, así le decían porque sus labios siempre los traía pintados con un intenso color carmín. Rostro hermoso, de figura delgada, túrgidos pechos y nalgas saltonas.
—Aristeo, amo con locura a mi papi chulo, tanto que no dejo que trabaje. Capaz y me lo roban las viejas triponas. Por eso puteo, para que no le falte para sus guamas y cigarros. Algunas veces se me escapa, sobre todo cuando me vengo al congal en busca de un cliente con quien ocuparme. Aristeo, ya es tarde y aún no hago la cruz, no quieres ir conmigo al cuarto, te hago de todo papito, hasta que vacíes todas tus ganas dentro de mí. Cobro doscientos con todo y condón. Es más, hoy por ser Viernes Santo te lo dejo en ciento cincuenta—.
Esto me decía Carmina bajo una nube de humo y el maldecir de los clientes alrededor. Ese día le conté diez entradas al cuarto.
Muchos años después me encontré a Carmina en La Coyotera. Ya no era la misma de antes, la belleza la había abandonado, sus pechos y nalgas desaparecieron al igual que sus esperanzas; su rostro acumulaba la tristeza de la humanidad; ligeramente encorvada llevaba el pesar como se lleva una culpa.
—No me veas Aristeo, me da vergüenza. Te la puedo chupar sólo con la luz apagada. Dame lo que sea, para comprarme unos tacos de trompo y una coca, tengo hambre—.
Esto me dijo Carmina mientras tomaba una caguama y de vez en vez inhalaba Resistol5000 en una bolsa de pan Bimbo.
Tiempo después, era el mes de febrero —preludio de Semana Santa—; el viento cubría con polvo la ropa que colgaba de los tendederos, movía con violencia las ramas de los árboles y levantaba las faldas de las mujeres y travestis que a esa hora de la mañana ya estaban parados en la puerta de sus cuartos esperando hacer la cruz con la llegada de algún cliente cachondo. Esto yo lo observaba desde la ventana en el bar de la Felipa.
—Aristeo, se nos fue la Carmina, su padrote le enterró un palo de escoba en el culo—.
Me dijo la Felipa mientras pasaba el trapo por la barra. La encontró en su casa cogiendo con un bato, en el propio lecho de amor. Carmina estuvo tomando el día anterior en El Avispón. Jamás llevaba hombres a su casa, quién sabe que se le metió, creo que andaba muy peda. Rosalío, su padrote, no logró matar al amante, sólo le propinó un navajazo en el bajo vientre. Éste huyó encuerado agarrándose las tripas que le colgaban, como matador de toros. Su figura se perdió entre los muladares y los perros callejeros matutinos. No se supo qué le pasó al Rosalío: unos dicen que se fue pal norte; otros, que anda de policía.
…
Veinticinco años antes, una joven sirvienta dio a luz a un niño de labios rosados. La había embarazado su novio, un soldado raso de la Séptima Zona Militar. Sus padres la habían corrido de la casa. Contrariada y afligida por la desazón, fue a tirar el fruto a unos basureros cerca de la huesera, allá por El Carmen. Ese niño era Carmina.
- El padre Roberto Infante
Un domingo al mediodía del mes de febrero de 1970, el ferrocarril de pasajeros Águila Azteca se detuvo en la estación de la colonia Industrial. Sebastián y Sixta eran aún muy jóvenes y ya cargaban en sus espaldas seis hijos. Bajamos tres petacas con ropa y mi mascota: un pájaro pitacoche encerrado en una jaula de carrizo. No conocíamos Monterrey y nos quedamos parados una hora en la plaza que está enfrente del ferrocarril. Mi padre me mandó buscar una casa de renta en las cercanías. Caminé varias cuadras y me detuve enfrente de una iglesia; un cura que estaba parado en la entrada me preguntó si tenía hambre, le contesté que sí. “Acabamos de llegar de San Luis Potosí, mis hermanos y mis padres están en la estación, no tenemos dónde dormir”. “Pues ve por ellos, niño. Córrele, tráelos a comer”. Caldo de res, mole con arroz y atole de maicena fue lo que nos dieron ese día. Un viento helado comenzó a soplar y el señor cura nos hizo pasar a una bodega donde había ropa de invierno. “Tomen lo que necesiten. Aquí pueden venir a comer y cenar las veces que quieran, ésta es la casa de Dios, aquí todos son bien recibidos. Soy el Padre Infante, párroco de esta iglesia”. Veinte años después comencé a fotografiar el barrio de La Coyotera y durante varios días dormía en casa de La Felipa. Un día decidí visitar al Padre Infante y me presenté como fotógrafo de un periódico local. Mandó asar unos bisteces para la ocasión y del refrigerador saco un six de Tecates rojos. En otra ocasión lo vi triste y le pregunté el motivo. “Muchacho, a veces sufro para llenar las ollas de frijoles y arroz, pero siempre hay, a veces más, a veces menos”. “¿Sabe, padre? Cuando tenía ocho años, usted nos recibió a mis hermanos y a mis papás, nos alimentó y nos abrigó el día que llegamos a Monterrey, usted es el cordón umbilical que me ató a esta ciudad”. Esa tarde ese hombre bondadoso, el padre Roberto Infante, lloró conmigo.
5.
Desde hacía dos días no trabajaba la Pancha. No abría la puerta de su cuarto. Dicen que está enferma, que las tripas le resuellan por la noche, como una vaca a punto de parir. Antier estuvo sentada en un viejo sofá, caguameando desde muy temprano. La vi por una rendija de la pared de tablas, cuando fui a preguntarle si ya había almorzado. Me contestó con estas palabras: “Atanacio, por qué me traicionaste, culero, por ese joto inyectado. Vas a ver cuando te encuentre, perro”. Luego se quedó dormida y empezó con la resuellada. Yo creo que hablaba del viejo campanero del camión de la basura, el único hombre a quien no le cobra cuando viene a fornicar con ella; se encierra con él por horas.
Ayer se levantó muy temprano chiflando la canción “Yes Sir, I Can Boogie“, con su boca desdentada. Luego se puso a barrer la banqueta y echó agua a sus plantas de estafiate, romero y epazote que cultiva para usarlas en sus males del intestino. Al mediodía se acomodó en la vieja silla de plástico a esperar clientes, pero no llegó nadie. Como a las tres de la tarde mandó traer dos bolsas con Resistol5000. Una hora después la venció el sueño. Ni las moscas que besaban sus labios pintados de rosa mexicano, ni el sol que calentaba como un cazo chicharronero, lograron despertarla. A las siete comenzó a soplar un aire frío y fui a taparla con una cobija, ahí en el piso de cemento donde se quedó inmóvil, como un tronco de sabino seco.
Hoy muy temprano vino el abonero a cobrarle las colchas y las sábanas que usa en su cama. La encontró en el mismo lugar donde la dejé anoche. Un hilito de sangre le escurría por la boca, me lo vino a decir el cobrador. “Ya no echa aire por la nariz Felipa, y en cada ojo tiene una mosca verde”. Pero yo conozco a la Pancha, primero nos morimos nosotros antes que ella. Agarré una cubeta con agua y se la arrojé encima. La Pancha saltó como un muñeco de resortes. “Muy muerta, puta. Muy muerta, culera”, le alcancé a decir antes de correr a su cuarto y encerrarse.
6.
Don Malaquías era un fotógrafo ambulante que recorría las empedradas calles del barrio de Santiago, en la ciudad de San Luis Potosí. Llevaba un carretón estirado por una mula y sobre éste las escenografías y fondos de paisajes y arquitectura gótica que usaba en sus retratos. Lo conocí una tarde en la alameda potosina, cuando revelaba una fotografía blanco y negro dentro de un trapo oscuro. Una semana después le ayudaba a subir a los niños al caballito de madera y les colocaba un sombrero de charro o vaquero según el gusto del infante. Mi papá me consiguió el trabajo para que no anduviera de holgazán matando urracas y colgándome de los camiones urbanos, aunque me divertía más arrebatar los algodones de azúcar a los paseantes del centro de la ciudad y huir a toda velocidad; me divertía más que ser ayudante de un fotógrafo. Tenía ocho años.
- Sístole y Diástole
Vicente Bueno conoce la muerte, toda su vida le ha respirado en la nuca. Desde los seis años ayuda a su padre a degollar cerdos y borregos, que más tarde se convierten en barbacoa, morcilla, carnitas, costillas. Morir es el principio de la inmortalidad, alimento transformado en hombre y excremento. Por la madrugada salía con su padre a las rancherías cercanas al pueblo de Calera y regresaban cuando las piedras de tepetate ardían en el camino, bajo el sol inclemente; es decir, cuando la tarde caía, arreando el ganado comprado. Don Sebastián Bueno, su padre, era diestro para finiquitar la vida. Con los puercos usaba un picahielos que hundía varias veces en el corazón palpitante; en menos de un minuto la bestia dejaba de resollar. Para sacrificar borregos y chivos pasaba un filoso cuchillo cebollero por el cogote. Un borbotón de sangre salpicaba su camisa vaquera, luego algunos pataleos y gemidos para que quedara tieso en el suelo; todo esto ocurría mientras Vicente le daba vueltas con una cuchara a la sangre que caía en un recipiente para que no se coagulara.
“Ahora vamos a buscar la ‘bilis’ para que no pudra la carne”. Ésta era una de las enseñanzas que su padre le inculcó allá en su amado Zacatecas. Años más tarde Vicente Bueno las aplicaría en el rastro de Monterrey. Era el encargado de matar más de cien puercos al día. Luego, seis ayudantes pelaban y sacaban las vísceras para dejar las canales listas para llevarlas a las carnicerías. Un día se cansó del aroma del fluido sanguíneo. Sin más, renunció, así como se deja de andar un camino.
Años después buscó trabajo en la funeraria Zapiáin. El dueño le asignó una camioneta cerrada y tenía que estar de guardia en el Hospital Universitario esperando el deceso de algún enfermo para ofrecer los servicios funerarios. Preparaba los cuerpos, drenaba los líquidos corporales, inyectaba formaldehído y otros químicos que retardaban su descomposición. Al final los maquillaba; parecían actores de teatro chino. Solicitaba a sus familiares que trajeran las ropas más dignas del muertito para ataviarlo y meterlo al ataúd. Una tarde, en la cantina El Nuevo Bristol, conoció a un hombre que, ya ebrio, le presumió como hacer dinero fácil y rápido: “Mato gente por encargo, cobro veinte mil por cabeza. Este mes despaché a dos; uso una pistola 38 Commander”.
Una semana más tarde se vieron en La Eternidad, un salón de mala muerte, donde las putas cobran cien pesos por mamada. “El domingo pasaré por ti, te traeré una fusca como la mía; tengo un rancho en Pesquería, ahí te enseñaré a usarla”. La sangre llama. Hoy Vicente Bueno lleva 13 muescas en la pistola, tiene tres hijos, una esposa que lo ama y un futuro por delante.
8.
Le salían gusanos por la boca al hombre que encontré una mañana tirado en un baldío camino a la escuela. En la radiola de una cantina cercana se escuchaba una canción de Juan Salazar; una perra recién parida llevaba en el hocico el cadáver de un perico. Una mujer despechada maldecía a su amante, que caminaba unos metros más adelante con el pantalón embarrado de excremento. Yo no traía zapatos y sentía el frío de la candelilla que había quemado muchos árboles y plantas. El director de la escuela primaria Nicolás Bravo me entregó ese día un diploma que me distinguía como el mejor alumno del plantel. Monterrey 1970, Colonia Moderna.
- El Tío Tom
“La única cultura real que hay en Monterrey es la de hacer billetes. Chingar al que se deje, así sea mi abuelita o mi compadre”. Estas palabras se las escuché en el año 1986 al Tío Tom, un lenón y tratante de blancas que buscaba jovencitas en las rancherías de la Huasteca Potosina ofreciéndoles trabajar en las casas ricas de San Pedro. Para convencer a sus familiares les soltaba un fajo de billetes de varios miles y firmaban un contrato espurio con el abogado que lo acompañaba, que en realidad era un matón a sueldo contratado por maridos ricachones para deshacerse de los amantes de sus esposas. El Tío Tom manejaba una camioneta Suburban donde cabían ocho pasajeros. Cuando ya tenía la carga completa, le tomaba fotos a cada mujer. Ya de regreso en Monterrey, visitaba a sus clientes, la mayoría de San Pedro. A las más feas las vendía para que sirvieran en el trabajo doméstico. Con las que tenían un rostro bonito y buen cuerpo hacía un trato aparte, porque quien las adquiría era para convertirlas en amantes. Pero él se quedaba con una o dos que ofrecía a los dueños de los congales de aquella época. Casa Saúl, el Alfredos, Casa Blanca, el Mala Noche No, entre otros.
El Tío Tom también era agiotista y sus clientes eran los obreros de Hylsa, Cementos Mexicanos y Keramos. Les prestaba por semana y el sábado los esperaba en la puerta de la fábrica para cobrarles. Si el préstamo era de quinientos pesos les cobraba setecientos cincuenta. Pero yo lo conocí en otro negocio que tenía a orillas del río San Martín. “Este changarro lo tengo para despistar al enemigo”, solía decirme ya pedo, y empezaba a insultarme: “Ustedes los jodidos siempre estarán jodidos porque son huevones, son unos indios ladinos. Deben aprender de nosotros los sampetrinos, que cuando nos jodemos a alguien nos curamos del pecado cuando se lo platicamos a otro sampetrino, quien nos da una palmadita en la espalda, que es el signo de la aprobación”. En ese lugar tenía una bodega construida con blocks y techo de madera y láminas; vendía cervezas mexicanas y gringas. El lugar, que era atendido por meseras muy jóvenes y guapas, sólo funcionaba por las noches los fines de semana. Lo empecé a frecuentar cuando conocí a Carmela, una espigada mujer con una preciosa cabellera negra que le llegaba más abajo de la cintura; por eso soportaba las pendejadas que me decía el Tío. Al lugar acudían albañiles, obreros y hombres sesentones que iban en busca de carne joven.
Una madrugada lo vi discutir con dos hombres trajeados. Se escuchaban muchas maldiciones, pero un insulto dirigido al Tío Tom se repetía con frecuencia: “Rata asquerosa”. La siguiente semana que acudí al lugar, lo encontré cerrado. A Carmela me la encontré dos meses después en El Dengue, un congalillo que apestaba a mierda, sobre Juan Méndez y Reforma. Pero ya tenía otro novio. “Le dicen El Rigo, Aristeo. Es el sacaborrachos de aquí y es luchador, pero yo te sigo queriendo, amor; si quieres nos podemos ver en otra parte”. “No, gracias, Carmela, no me gustan las sobras”, le contesté y abandoné el lugar.
Al Tío Tom lo volví a ver el día que estaba con mis hermanos en una funeraria de San Bernabé velando a mi padre. En la lista de los difuntos que esa noche estaban en las capillas decía:”Tomás de La Garza Tijerina”, de setenta años, su nombre real. Fui a ver el féretro y sí, era él.
- José Cuernitos
Don José vendía cuernos de toro en las cantinas cercanas a la Arena Coliseo, pero en realidad eran de vaca vieja. Los adquiría en el rastro de la colonia Del Norte y los montaba en una tabla forrada con terciopelo rojo carmín. Le compraban los borrachos que ya no distinguían la diferencia entre el tamaño de los de la hembra y los del macho. En invierno cambiaba de oficio; con pedazos de tablas que le regalaban en una carpintería, elaboraba carritos, aviones y submarinos que pintaba de colores negro, rojo, cobalto, blanco, morado, amarillo y verde. Le compré muchos. Me recordaban la obra de Joaquín Torres García y la Escuela del Sur; era un artista.
A veces me lo encontraba caminando por todo Bernardo Reyes, descalzo, sin cinto y a veces hasta descamisado. Le daba un aventón hasta el barrio y me decía: “Jugué al cubilete y ahora perdí, pero mañana me repongo”. En la colonia le apodaban José Cuernitos. Era un gran lector; le gustaba leer a Mariano Azuela, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Payno, Ernest Hemingway, Elena Garro y a Octavio Paz. Yo era el encargado de la biblioteca escolar en la secundaria nocturna número 14, pero daba servicio a todo el público.Cuando hubo la división entre los líderes del movimiento popular Tierra y Libertad, don José, decepcionado por la violencia en que terminaban ambos bandos, se regresó a San Pedro de las Colonias. Ahí tenía cinco hectáreas de temporal donde sembraba sandías y melones.
En el año 2000 empecé un proyecto de fotografiar los pequeños circos de carpa que deambulaban por el desierto de Coahuila. Una tarde, en Viesca, supe de un circo que daría por la noche función cerca del panteón municipal.Le puse película blanco y negro a mi cámara.El circo se llamaba Galáctico. Cuando terminó el show de los dos osos negros, bebiendo cerveza, se me acercó un hombre maquillado de payaso y me abrazó.Quise retroceder pero él me dijo:“Soy José Cuernitos, Aristeo. Estoy muy emocionado de volver a encontrarnos”. Dos días después se desmontó la carpa para dirigirse a Parras, a la Feria de la Uva.Al despedirse, me dijo:“Tengo setenta años, aquí quiero morir en el desierto; si no pueden pagar mi funeral, quiero ser sepultado bajo la sombra de una yuca”. Sacó una libreta amarillenta y desgastada y me la entregó. “Son cuentos que escribo en las noches, después de la función. Te los regalo, Aristeo. Ojalá algún día puedas leerlos y, si te gustan, publícalos. El título debe decir Cuentos desde el circo y el autor José Cuernitos”. Tengo un año buscando la libreta, pero no la encuentro.
Hoy por la mañana me encontré en una calle de la colonia Tierra y Libertad a El Chapulín, encargado de la imprenta donde aún se hace publicidad impresa relativa al movimiento Tierra y Libertad. Siempre lo he conocido solo por el apodo. El Chapulín es un hombre ya pasado de los sesenta años, delgado, de tez blanca, pelo canoso y con una sonrisa eterna, es un legendario activista social miembro del Partido Rojo, de inclinación comunista, al que también pertenecen el Dr. Héctor Camero e Ignacio Staines. Ellos no se vendieron al gobierno ni se han hecho millonarios como el otro grupo que se formó en el movimiento urbano popular de la lucha por tener un terreno propio, que comenzó a principios de los años setenta. Hablo de Alberto Anaya y su partido familiar: Partido del Trabajo.
El Chapulín, lo recuerdo muy bien, me mandaba a repartir volantes con propaganda socialista a la entrada de La Cervecería Cuauhtémoc, La Vidriera, Galletera Mexicana y Aceros Planos. Esto era por la madrugada, yo tenía 13 años y no tenía miedo, por la simple razón de que no entendía muy bien la doctrina comunista, basada en el pensamiento del líder chino Mao Tse-Tung. Varias veces me pescaron los guardias, aparte de quitarme los volantes me interrogaban sobre la persona que me había enviado a repartirlos, yo sólo contestaba las instrucciones de El Chapulín: “Diles que un señor te pagó 20 pesos por hacer eso y que tú en realidad eres vendedor de periódicos”. Lo que no sabe El Chapulín es que los guardias varias veces cortaron cartucho y me apuntaron con la pistola a la cabeza. Una vez los vigilantes de La Cervecería me secuestraron dos horas, porque a fuerzas querían que los llevara con el autor del pasquín… Silencio total… Y después, una amenaza: “Si te volvemos a ver repartiendo propaganda subversiva te tiramos a matar. Y al otro día ahí me tienen repartiendo los volantes y viendo para todas partes; tan pronto veía un carro acercarse, echaba a correr. Varias veces me han disparado balas, pero ésta es otra historia, sólo adelanto que fueron en la época de mi juventud universitaria y que fueron izquierdistas intolerantes los que lo hicieron.
- Se nos casa Calixta
Diecisiete mil trescientos setenta y seis palitos dibujó Calixta con sus lápices para delinear las cejas, en ese cuartucho de paredes de tierra, láminas y madera. Ese es el número de hombres con los que fornicó durante los veinte años de putear en La Coyotera. Los fue apuntando cada día desde 1998, cuando llegó de un pueblo del desierto de Coahuila, luego de que cerraron la fábrica de sal de donde se mantenían sus habitantes. Tenía 17 años. Ya no era virgen y su primer cliente aún la visita. Hoy fue su último día de trabajo. A las tres de la tarde se ocupó con un taxista, salió un cuarto de hora después. En el patio de la vecindad —de cuyos muros cuelgan plantas de julietas, romeos, lavanda y geranios en viejos botes de pintura y latas de chiles jalapeños— se puso una mesa cubierta de un mantel de plástico floreado. Sobre ella estaba un pastel casero de color azul cielo con veinte velitas en forma de penes y muchas botellas de refresco y brandy. Los vecinos de la calle Valentín Canalizo y algunas compañeras de trabajo fueron invitados a la fiesta de despedida. Hace veinte años, el barrio de la prostitución ya había pasado sus mejores tiempos, pero se quedaron los más viejos. Otros murieron y muchos emigraron a la frontera del norte. Calixta tiene una tía, con ella comparte el cuarto, la cama y a veces hasta los clientes. La Felipa le organizó la fiesta. En tres hieleras hay veinte cartones de cerveza y muchas caguamas. Fui invitado por Calixta, soy su amigo y me pidió de favor que no tomara fotografías. Pero se nos casa en agosto, y seré su fotógrafo.—El nombre real de ella en este texto lo he cambiado—.
Fotos: Aristeo Jiménez.
¿Cómo en que año te graduaste de artes visuales UANL? Porque en el archivo de la UANL no encuentro ningún título con tu nombre. Saludos.
M.S.D.
Me encantó tu relato,, quedé fascinada y a la vez muy agradecida de no haber vivido una vida tan fea como las de estas personas.
Excelente, recién acabo de encontrar estás historias y me parecen fascinantes.
Felicidades por tus anécdotas amigo.
Buen dia, acabo de leer tus azañas y me declaró tu fans. Número 1.
Siempre e admirado esos trabajos de investigación social y real de los personajes de esta vida, q están ahí y si no es por gente como usted , no los conocerían más que sus clientes que los disfrutaron.
Admiro su trabajo y e querido hacerlo pero soy débil.
Saludos ..
yo recuerdo el siglo xx1 allá por les 70s cuando apenas se formaba tierra y libertad yo visitaba desde matamoros Tamaulipas donde también Ania barrios cabrones en ese tiempo como El Barrio de la capilla y la popular entre otros no menos cabrones ….!!!! Saludos