
Imagen: www.imdb.com.
En 1965, Salvador Elizondo escribía: “Pavese —al igual que su epígono cinematográfico, Antonioni— se ha propuesto la encomiable tarea, casi siempre fracasada, de demostrar que el tedio es entretenimiento”.
Las parrafadas siguientes parten caprichosamente de un motivo que es, definitivamente ineludible: Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni fallecieron hace 11 años el mismo día, 30 de julio. Este pseudo leitmotiv no es mera gratuidad: el presente texto no se aprovecha de una simple coincidencia para erigir un discurso de la nada, sin asideros; es, en realidad, la búsqueda en la memoria de un cine que ya no se hace (o bien se intenta muy poco), y la celebración del mismo a través de ésa búsqueda.
Y ocurre que en el afán de esa búsqueda, damos con el digno leitmotiv que nos abra la puerta para pensarlos a un mismo tiempo. Es el tiempo que va, aproximadamente, de 1960 al 63, en que ambos realizan diversos filmes que, por sus elementos, pueden ser reunidos en respectivas trilogías. Si Bergman está filmando su reconocidísima “trilogía de cámara” (A través de un vidrio oscuro, Los comulgantes y El Silencio), Antonioni por su parte realiza una trilogía que es atravesada, digamos, por el imponente rostro de Monica Vitti (La Aventura, La Noche, El Eclipse).
Contrastar las cintas mencionadas con la producción más reciente nos conduce nuevamente a la pregunta: ¿Qué es el cine? Una pregunta que habría que hacerse más seguido y con todo rigor. En los tiempos en que pareciera todo lo determinan “la red social” y Netflix, valdría la pena preguntarnos quién está viendo hacia el interior: quién está contando la evolución de los sentimientos, el duelo entre culpa y liberación o las arremetidas que la neurosis asesta al alma. Es ahí donde las motivaciones de los dos grandes cineastas se encuentran: ambos se han olvidado de los exteriores para volcar la cámara hacia el interior del ser humano: close-ups, paneos, campos y contracampos del espíritu.
Es por eso que he comenzado con la cita de Elizondo: en aquellos años la crítica apenas despertaba a lo que era un rompimiento con el cine “de aventuras” que solía hacerse. “Nuevas historias requieren nuevos medios”, dijo Bergman, y esa era su búsqueda y las respectivas trilogías la ilustran perfectamente: ambos son indiferentes a la enorme-costosa producción, y eligen la realidad del espacio corriente más un mínimo de detalles; cine frugal, no podría ser de otra manera si lo que se filma es un estado anímico (¡o místico!), pues el presupuesto técnico puede resultar ruidoso.
Quieren que se escuchen los latidos de esos “tiempos muertos”, esos momentos en apariencia secundarios, donde “no hay acción”. ¿Y cómo es la intensidad, cómo suena o cómo se pinta la intensidad de los dramas que Bergman y Antonioni quieren filmar? Filman “los espacios interiores”, uno atormentado por la presencia o ausencia de Dios; el otro rastreando qué le queda al hombre que intenta negar la posguerra.
Curioso es recordar que justamente al escribir sobre la cinta A través de un vidrio oscuro, José de la Colina, para reivindicar el conflicto bergmaniano, aclaraba: “no estamos aquí frente los dramas de salón de Antonioni”; dramas —podría haber agregado el maestro— que consisten en conversaciones y más conversaciones, largas aunque llenas de silencios, igualmente largos, que rompen todo desarrollo convencional, además del poder que ejerce el ambiente: es maravilloso, por ejemplo, el inicio de El Eclipse, pues los primeros personajes que se nos presentan las cosas (muebles, un cenicero con colillas, el teléfono, bebidas), indicios de que ha habido una discusión extensa y cansada, pero a la que hemos llegado tarde, y la cámara ha agotado ese momento yendo una y otra vez de un objeto a otro.
En Bergman hay una intención y una gramática fílmica similar. Precisamente, el término “…de cámara”, indica ese constreñimiento del espacio cerrado, y las convulsiones del espíritu en el ir y venir de conflictos ya antiguos. Porque a excepción de A través de un vidrio oscuro, tanto en Los comulgantes (también conocida como Luz de invierno) como en El Silencio, llegamos a conflictos que vienen echando raíces de tiempo atrás, si no es que han detonado ya muchas veces; sólo llegamos a contemplar —quizá— su punto de quiebre. Aquí también, la frugalidad es concomitante al conflicto, pues el ambiente sólo importa en tanto refleja y refracta el clima anímico de los personajes.
Si la problemática bergmaniana es herencia innegable del carácter religioso del padre (el peso tanto de la cosmovisión judeocristiana como del temperamento familiar), Antonioni explora el alma de lo que aún podemos llamar “hombre contemporáneo”: a qué aspira en un mundo en el que todo parece perdido o superado, frente a la tecnificación, el culto a la modernidad y el avasallamiento cultural norteamericano; por qué se aburre tanto, por qué sucumbe ante el tedio, por qué hasta en su forma de amar es gris y a veces incluso renuncia antes de empezar. Aunque nacieron en contextos muy distintos, algún crítico trasnochado podría acusarlos de “burgueses”, pues se ha dicho que sólo los burgueses tienen tiempo para dedicarle a su depresión, el obrero en cambio está muy ocupado trabajando.
La introspección como forma de ocio, disponible sólo para algunos. ¿En qué momento pensar y sentir se convirtieron en lujos, exclusivos de una sola clase? En cambio, Bergman y Antonioni rescatan todo ello como potestad irrenunciable del hombre: hay una sensación de aridez cálida en el tono de ambas direcciones; el rescate amoroso de ese resquebrajamiento del alma y en el que hacen participar tanto a sacerdotes o industriales adinerados, como a campesinos y obreros.
Un recurso les es común: la mirada. La mirada que es captura del momento y comentario a la vez, elusión o punto final. A menudo se habla de la lente como mirada, pero el caso de Bergman y Antonioni es insuperable y no admite comparaciones. Nadie como ellos ha convertido al cine en voyerismo del alma, bisturí que palpa todo terreno vital. No hablo cuantitativamente, por supuesto: hay más cineastas, pero las creaciones de estos dos se distancian de la tradición para establecer su propio nicho y precedente. Pienso en los planos-secuencia de Antonioni (antes que Tarkovski), maravillosa técnica instintiva creada para filmar, registrar qué: no otra cosa que esas largas caminatas de Jeanne Moreau, densas por el silencio tan significativo. Pienso en los rostros de las actrices de Bergman, cuestionadas y penetradas por la lente, alumbrados por la luz expresionista que parece llevarlos a estridencia, el palpitar de sus ojos a punto de reventar.
Hay que volver una y otra vez a la obra de estos dos grandes artistas, como alma que baja al río sólo para darse cuenta que, tanto el agua como quien se sumerge en ella, son y no son ese mismo devenir que no claudica: esa crisis del alma y de los sentimientos.
*Imagen de portada: Svensk Filmindustri (SF) press photo. Source: Svenska filministitutet.
Es admirable que Antonioni y Bergman hayan logrado hacer cine con autenticos actores, cinematógrafos y compositores, manteniéndose cada uno sobre su misma línea sin regalar una sola escena para el público. Estas películas son ensayos sobre la sociedad y como dice el autor de este texto “disponibles sólo para algunos”. Kiarostami, Haneke, Wenders y muchos más quedan en deuda perpetua con estos autores del séptimo arte.