Desde los años adolescentes, desarrollé un peculiar gusto por nuestra historia regional. Siempre he atendido las informaciones, conversaciones o lecturas que amplíen mi percepción del pasado norestense. Con el tiempo se fue afirmando esa identificación con la tierra de mis ancestros y en la que vine al mundo; soy seguidor de sus leyendas y creencias, cultivo sus tradiciones y costumbres, de tal manera que soy norestense de vida y tiempo completo.
Haber nacido en el noreste de México implica ciertas peculiaridades. Hablo por los que rebasamos el medio siglo de edad y combinamos nuestra formación con la experiencia rural y la educación urbana. Se haya nacido en la pobreza o la opulencia, en el campo o la ciudad, desde la cuna fuimos enseñados a vivir en la austeridad. Herencia sefardí tal vez, pero también aprendizaje cotidiano. Ha costado tanto esfuerzo hacer la vida, que se asimila inmediatamente la importancia de valorar hasta lo más exiguo.
Somos gente de contrastes en tierra difícil. La poca mezcla de razas que se dio en el norte, propició la configuración de ciertas costumbres y formas de vida que hemos acuñado desde nuestro nacimiento, tal vez inconscientemente, y desde muchas generaciones atrás. Apreciamos y atesoramos los logros de nuestros antepasados, por simples o sencillos que parezcan, y consideramos a la historia regional como una piedra filosofal de nuestra cultura.
Creo que fue hacia 1952, a mis diez años de edad, cuando escuché a un tío paterno radicado en Nuevo Laredo, expresarse acerca de la gran importancia del Río Bravo en la historia de Estados Unidos y México. Casi todas las vacaciones de verano las pasaba yo en Nuevo Laredo en casa de mis tíos. Un día, mientras cruzábamos el puente internacional hacia Texas, mi tío Luis, me habló de la grandeza del río, de toda la historia que guardaba.
Con el paso del tiempo, me decía, ha perdido mucho de su caudal, pero durante el siglo XIX fue una gran ruta comercial con paquebotes de carga y de pasajeros… Fíjate que esa ruta de barcos funcionaba desde Camargo hasta el delta, más allá de Matamoros…
Señalaba mi tío hacia el oriente, parado a la mitad del puente de los dos Laredos.
Y después de Matamoros, al llegar al delta del río, ¿dónde desembarcaban?
Lancé la pregunta con timidez, imaginándome a pasajeros y estibadores descender de una rampa hacia las dunas encharcadas…
Bueno —contestó mi tío Luis—, lo que pasa es que entonces existió un puerto llamado Bagdad, a muy poca distancia de la desembocadura…
¡¿Bagdad?!
Sí… Bagdad, Tamaulipas… El puerto que tuvo Matamoros… durante su funcionamiento llegó a contar con todo lo necesario para que llegaran los barcos procedentes de Europa de Estados Unidos o de La Habana y con ellos muchos productos de importación; pero también había un fuerte movimiento de pasajeros procedentes de Tampico, Veracruz y Progreso.
La confusión geográfica en que creí que había caído mi tío, al mencionar el nombre de Bagdad, o tal vez el temor de aparecer ignorante, me impidió seguir interrogándole. Y la historia se quedó pendiente en la memoria hasta que años más tarde en la Universidad, un compañero oriundo de Matamoros, me aclaró la confusión.
Así, me enteré de que hacia el año 1845 y hasta fines de siglo XIX existió en el delta del Río Bravo, una población que fue la causa directa para que durante más de medio siglo, el comercio y la riqueza fluyeran en esa zona: un puerto fluvial y marítimo donde la cultura universal tuvo un acceso franco y continuo al noreste mexicano. Todo el noreste mexicano, pero particularmente Tamaulipas y Nuevo León, recibieron durante casi sesenta años la influencia directa del mundo, sin necesidad de aduanas o escalas en el centro del país.
Ese acceso fue Bagdad, en Tamaulipas… Un puerto que llegó a tener un tercer lugar de movimiento marítimo en el país; que fue construido sobre pilotes y puentes de madera, y que en su tiempo de esplendor llegó a tener más de
15,000 habitantes.
Pero además del comercio, Bagdad, como puerto de gran movimiento internacional desarrolló otro tipo de actividades. Algunos cronistas y escritores norteamericanos de su tiempo, en tono muy moralista —pues no señalan por qué— la denigran junto a Matamoros, comparándolas con Sodoma y Gomorra, ciudades anatemizadas por la Biblia. Yo no creo que Bagdad o Matamoros presentaran esa vocación de gaudeamus.
Imagino a Bagdad como una ciudad en avanzada y de vanguardia en pleno siglo XIX. La concibo como fuera de lugar, como recreando el aspecto de otros lares, como importando su perfil desde otro continente, con un intenso movimiento comercial y con actividades de diversión muy sui generis; actividades de diversión y entretenimiento que satisfacían a la anónima y numerosa población flotante —especialmente de género masculino— que pernoctaba en ella durante todas las épocas del año.
Esas actividades, no solo de comercio sexual, también de entretenimiento, de baile y música, de bares, de juegos, que deben haberse dado con profusión en Bagdad, han sido prácticas comunes en grandes ciudades, en todos los países y todas las épocas del hombre civilizado. Por eso, yo percibo ese supuesto, en caso de ser cierto, como una de tantas vocaciones que ejerció en su tiempo Bagdad, la mexicana. Una vocación que han ejercido todos los puertos del mundo, desde que el hombre comercia entre ellos.
Bagdad se me figura como una población mítica, poblada por seres de aventura, muy diversos; la gran mayoría de extracción extranjera con residencia eventual, y una parte menor ya avecindada en el lugar. La imagino con viajeros internacionales en busca del negocio y la transacción. Hombres de negocios que alejados de sus familias relajaban un poco su conducta y disfrutaban plenamente de las diversiones que ofrecía el puerto; aventureros que sabían ser gourmets y degustaban vinos internacionales. Viajantes que pernoctaban a miles de kilómetros de sus tierras de origen y se divertían en el anonimato de teatros de burlesque y en restaurantes o bares que proliferaron en la época de esplendor del puerto. Hombres que buscaban placer, lejos de sus hogares, con mujeres —que también procedían de remotos lugares— de libre conducta y definida profesión.
Bagdad… Un puerto mexicano que fue naciendo repentinamente de la nada y gradualmente desapareció hacia la nada.
El recuerdo de Bagdad, como una mítica población perdida en el espacio y en el tiempo, surge de vez en cuando en pláticas, en coloquios de historia; entre conversaciones de ancianos nativos de Matamoros y otras poblaciones fronterizas, pero casi siempre ese recuerdo aparece fragmentado, reconstruido a través de anécdotas o matizado con leyendas más que con referencias y rigor histórico. Es, sin embargo, la nostalgia y el recuerdo eventual de Bagdad por parte de unos cuantos románticos de la historia, lo que ha mantenido a aquel legendario lugar en la memoria de la gente.
Bagdad vive en todos aquellos matamorenses que, pasado el momento del huracán o el ciclón, acuden como optimistas gambusinos a buscar entre las arenas restos de aquella grandeza y su recuerdo ha estado presente hasta nuestros días, gracias al esfuerzo de historiadores e investigadores que han encontrado y difundido la poca información que existe sobre ella.
Para preservar su historia, debemos sacarla de las dunas, desenterrarla, revivirla del tiempo perdido. Es necesario que intentemos desentrañar su Génesis y su Apocalipsis. Para ello se requiere localizar el dato fidedigno, comprobar el hecho, fundamentar la hipótesis, documentar la afirmación.
Es urgente recuperar la historia de Bagdad la mexicana.
*Imágenes tomadas de: https://sites.google.com/site/ernestogmsite/articulos-y-ensayos/logistics/puerto-matamoros-en-mezquital-2015/el-antiguo-puerto-de-bagdad-en-matamoros