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sostener ante el espíritu el instante de diamante
que es a la vez la idea y la Cosa, el umbral y el fin.
Valéry, Monsieur Teste.
I.
Matías Blumfeld, recientemente jubilado, toma pastillas periódicamente por una migraña que lo acosa desde la infancia. Vive solo en un departamento. Durante el día pone atención a ciertos detalles, imágenes y hechos que luego apunta en una libreta, con la intención de “aumentar la conciencia de su mal”, de acercarlo, así, a la cura. Esa libreta de notas primero es una larga lista de hipótesis, de digresiones sobre lo que Blumfeld ve; obsesivamente intenta fijar el sentido de las cosas, de registrarlas, de detallarlas y en ocasiones lograr “otorgarle una nueva cualidad a las cosas”. El afán de reconocer y de apropiarse de lo que sucede. La condición que Sartre señala en su ¿Qué es la literatura?: “una vez que se entra en el mundo del significado, no se puede hacer nada para salir de él”.
La ocasión en la que se rompe el estado natural del personaje es cuando observa por la ventana lo siguiente: por una calle desierta, un muchacho con una mochila camina hacia una casa, toca el timbre y abre una mujer arreglada con una bata roja con macacos japoneses en su estampado; el muchacho saca de su mochila un folleto y se lo da a la mujer, quien después de haberlo visto, lo corta en pedazos y los suelta al aire. Matías, recordemos, está mirando desde la ventana, una ventana que, además, tiene cortina. Desde su posición no logra observar todo: “Se sintió impotente por no ver el rostro del muchacho. Sólo su espalda y la camisa a cuadros. Lo demás, como antes, en continuo anonimato”. Tampoco le es posible escuchar lo que dicen. Pero eso, aunque importante, no es lo esencial del pasaje: después de suponer una decepción en el rostro del muchacho, Blumfeld observa lo siguiente: “La mujer alzó la mirada y la dirigió a la ventana donde la espiaban, con suficiencia, como si siempre lo hubiera sabido. Después, con parco gesto, señaló a Blumfeld. La mano apuntó muy blanca, abierta, casi ala. […] Blumfeld se retiró de la ventana. Cerró las cortinas.” Blumfeld toma sus pastillas posteriormente, trata de sosegarse sentándose en un sillón. Luego, sigilosamente, observa por una rendija entre la cortina si continúan ahí la mujer de los macacos y el muchacho. Pero ya no están. Posteriormente, atento a otros espacios, identifica al muchacho junto a la reja de su edificio. Preso de una angustia no antes experimentada, al notar los pasos de alguien fuera de su departamento y su sombra proyectada por la rendija de la puerta, huye hacia su azotea y luego hacia la calle, después se va a hospedar a un hotel, para evitar contacto con el muchacho.
El carácter de esta acción es un eco y a su vez una distorsión de lo que Nietzsche señalaba que representaba Hamlet, en El nacimiento de la tragedia: para el filósofo alemán el conocimiento impedía que el personaje de Shakespeare actuara porque “no puede modificar en nada la esencia eterna de las cosas”, pero cuando éstas inciden en el observador (en el caso del personaje de Matías Blumfeld), actúa, precisamente porque están en movimiento, porque no las sujeta, porque no las conoce. A su vez actuar adquiere un matiz que parece decirnos que su mente, su posición como espectador, debe cambiar: escapar de una monotonía que le ayuda a darle una identidad muy clara a los fenómenos.
Al avanzar la novela notamos que no ha traído su libreta donde apunta lo que sucede en el transcurso del día, tampoco ha hecho notas sino que, basándose únicamente en las imágenes que retuvo su memoria, reconstruye la escena. Es decir, los detalles de la misma (por sus condiciones desde donde observaba) no están registrados y apenas pueden ser hipótesis. Además de ser la primera vez en la que él es observado al observar. Es consciente de dos situaciones que no había experimentado: “En la espera extrañó la libreta de apuntes. Muchas cosas habían quedado sin registro […]. ¿Cómo escribiría esos hechos a la distancia? Deformados, sin duda, poco a poco, por el tiempo. Y, a largo plazo sólo tendía imágenes en la mente. Después impulsos, una sensación y, al final, nada.”
Lo que trata de hacer a partir de ahí es reconstruir recolectado en sus bolsas y pegando los papeles del folleto que se van volando. Aprehender ese instante que no ha podido como otros en el pasado. Determinar la forma del muchacho y de la mujer de los macacos. Inicia el movimiento del espíritu por recuperar la unidad perdida.
Esta experiencia de la no fijación, del movimiento, incluso experimentado como “náusea”, está representado en las siguientes acciones: cuando Blumfeld está en el hotel, supone cómo estarían acomodados los objetos en el cuarto anteriormente, concluyendo que, a diferencia de en su casa, éstos podrían haber transitado de un lugar a otro e incluso pudieron haber desaparecido. Sólo cuando observaba lo otro como objeto, como pasivo, es que lograba explicar los hechos. Pero cuando aquello que observa ha estado o está en movimiento, está activo (e incluso inciden en él, como intercambio de papeles), no logra explicar los hechos. Supone y le genera migraña.
La testarudez por la reconstrucción del episodio que lo hizo salir de su departamento es notable cuando Blumfeld decide hacer un dibujo del edificio, de las calles y de la mujer de los macacos, con relación a que posibilitaría “una nueva aproximación”. Blumfeld encarna así el carácter no sólo de un enfermo, sino también la voluntad inteligente de hacerse de las cosas. De alcanzar, en la medida de los posible, una representación. Entre más lejanos estén sus recuerdos del objeto ideal, el drama aumenta y también su desenvolvimiento intelectual. El lugar que no alcanza a esbozar en su dibujo es la casa de la mujer: aún en ese intento hace falta algo.
El sentido de estar fuera del departamento: antes de que Matías mirara por la ventana la entrega del folleto a la mujer, el narrador nos dice: “solitario testigo en la ventana. Imagina su vida al otro lado de la calle.” Para Eduardo Sabugal (quien le dedicó un texto a la novela en el número 154 de la revista Crítica de la B.U.A.P.), que Blumfeld se hospede en un hotel tiene relación con “ser otro”, porque sus migraciones y su imposibilidad de regresar al departamento, “apuntan una trayectoria, un origen, un destino” que siempre es aplazamiento. Lo kafkiano adquiere su esencia ahí. El aplazamiento no es sólo las migraciones del personaje de Blumfeld, sino también “la mirada obstinada del viejo obsesivo y la realidad mirada”. El epígrafe de la novela, fragmento tomado de El innombrable de Beckett, anda por ese lugar. Esta experiencia de situarse como otro en su modo epifánico, Alejandro Badillo lo logra al hacer que Blumfeld suponga una conversación por teléfono desde su cuarto de hotel con un supuesto Blumfeld en su departamento abandonado, imaginando que es el muchacho de los folletos.
Siguiendo esa línea de interpretación, una mención a un pasaje de un cuento escrito por el mismo Kafka, de donde Alejandro Badillo toma el nombre de su personaje. El cuento, en la traducción de Valdemar, es Blumfeld, un soltero de cierta edad…, donde en las primeras páginas se nos dice que Blumfeld vive una vida monótona, solitaria y bastante penosa, que: “Blumfeld habría dado la bienvenida de todo corazón a cualquier acompañante, a cualquier espectador a esas actividades.” ¿Por qué le habría dado la bienvenida a un espectador? El Blumfeld de Badillo empieza a experimentar un conflicto cuando alguien lo observa y logra hacer que no esté completa su contemplación de los fenómenos. Al Blumfeld de Kafka su deseo de ser observado también le fatiga: en su cuento alguien introduce en su casa dos pelotas que lo siguen, rompiendo la naturalidad de su vida: “No es del todo fútil vivir como un soltero inadvertido, ahora alguien, es indiferente quién, ha descubierto ese secreto y le ha introducido en la casa esas pelotas extrañas.” El paralelismo de lo inaprensible de la naturaleza del folleto, de la mujer de los macacos y del muchacho, con las “pelotas extrañas” no es gratuito.
II.
Blumfeld, en el hotel, descube una grieta tras un cuadro colgado en la pared de su habitación, después de escuchar atentamente cómo una mujer entra al cuarto contiguo para visitar a un hombre. Por ahí observa su encuentro. Esa misma grieta, después, es posible que también le sirva al hombre para ver a Blumfeld con la mujer: “Aurora miraba siempre a la cabecera, concentrada en la grieta donde Blumfeld la había espiado antes.” La mujer es Aurora, quien introduce un juego de roles de contemplación (observador-observado) aún mayor que el que sabíamos antes, cuando Blumfeld es señalado al ver tras la cortina el pasaje del folleto.
Esta manifestación del cruce de miradas sucede por varios momentos, tema que nos conducirá a lo que Foucault llama heterotopía y, a su vez, a la comprensión del sentido de las palabras de Blumfeld: “Una forma pura, un nombre que no diría nada”, aparecidas casi al final de La mujer de los macacos. Y habría que detenerse en una sospecha que está al inicio de la novela, pero que después adquiere su sentido: “Blumfeld, en el sillón de piel, esa tarde, era quizás el único espectador, en primera fila, de la luz de los edificios de enfrente.”
El quizás es absolutamente una señal. Aurora, como nos enteramos más tarde, logra conocer a Matías tras abandonar un encuentro con una amiga, al pasearse para decidir si ir o no por una calle: “Alcé la vista y miré la luna en el crepúsculo, suspendida sobre un conjunto de edificios blancos. Estuve un rato así, sin pensar en nada, mirando, cuando destacó una figura en la azotea de los edificios. Eras tú y parecías huir de algo o de alguien.”
Aurora incrementa la sensación de perder la noción de quién observa a quién: al principio, Blumfeld en la venta, en su sillón, observando las calles; luego el revelador índice de la mujer de los macacos hacia Blumfeld; luego Aurora mirando a Blumfeld huir; luego Blumfeld mirando a Aurora y al hombre por la grieta del cuarto; luego el hombre mirando a Blumfeld y a Aurora en el cuarto, por la grieta; luego Blumfeld y Aurora intentando saber el paradero del muchacho, los rostros de los otros. La sensación del espectador perdido que, esencialmente, es una preocupación de Foucault en su ensayo sobre Las meninas: “este lugar inaccesible”, “¿Cuál es el espectáculo, cuáles son los rostros”, “la pregunta se desdobla: el rostro que refleja el espejo y también el que lo contempla; lo que ven todos los personajes del cuadro, son también los personajes a cuyos ojos se ofrecen como una escena que contemplar.”, “El cuadro en su totalidad ve una escena para la cual él es a su vez escena.”
Foucault, para intentar comprender este caos (el cual está fundamentado en la misma sensación de Blumfeld durante toda la novela), es utilizar nombres propios como referencias que asignarían ciertos papeles, roles que harían inteligible la pintura de Velásquez. Pero sabe que el nombre propio es un artificio, “permite señalar con el dedo”. A pesar de que describiendo con palabras la pintura no iguala la experiencia visual de la misma, esta experiencia tampoco está fundada absolutamente en lo visual y participa de una sintaxis. Para solucionar esto, introduce el concepto de heterotopía que surgió de una lectura de un texto de Borges.
La heterotopía sería aquel lugar con función de mantener lo más estrecha posible la experiencia del lenguaje y de lo visible (los fenómenos, las cosas): “Es necesario borrar los nombres propios y mantenerse en lo infinito de la tarea”. Las heterotopías serían también el lugar donde es sacudida la familiaridad del pensamiento: “Fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley, ni geometría”. Posibilitarían detener las palabras en sí mismas, inquietar en un sentido que inquieta a Matías Blumfeld: “Minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la sintaxis”. La pregunta de Foucault, en Las palabras y las cosas, pasa por lo que llama “la suspensión del sentido”.
El narrador de La mujer de los macacos nos dice que cuando Blumfeld era niño trataba de suponer los peores escenarios con la intención de no sorprenderse posteriormente, de “encontrar pronto un centro a pesar de lo imprevisto”. El centro, descubierto al final de la novela, es la heterotopía: “A estas alturas, la mujer de los macacos era un trozo borroso que se desgastaría aún más con el tiempo. Y tendría una mujer sin ningún atributo especial, una forma pura, un nombre que no diría nada.”
Paul de Man, en su ensayo El devenir y la poesía, establece dos momentos distintos de una actitud poética (que, él mismo, dice que no agotan la tradición poética, pero a nosotros nos haría avanzar): uno, donde el poeta capaz de autoconciencia siente un entusiasmo por el devenir, pero a su vez, cuando intenta recuperar al objeto, olvidado por el primer movimiento, “llega casi a obsesionarse en su preocupación por la realidad sensible”, así el lenguaje es capaz de alcanzar al objeto de forma inmediata (el primer Blumfeld, quien escribía hechos totalmente accesibles para entender su migraña, diariamente, sin trabas y sin ser observado; el Blumfeld que veía las mismas cosas: “La perspectiva, la tesitura similar en los objetos, el equilibrio, los volúmenes y formas”); el otro, es la del poeta que aprehende al objeto, pero “es el poder del espíritu es el que se le muestra como fin más deseable”, donde su lenguaje es un lenguaje de la autoconciencia y además donde el poeta se sirve de símbolos, para “expresar su pensamiento” (el movimiento del primer Blumfeld al segundo, el de la visión de que las características, los elementos que había reunido, no completaban la inaccesible figura de la mujer de los macacos y que al final, completaría no otra cosa sino “una forma pura, un nombre que no diría nada”).
Así, podríamos tomar a La mujer de los macacos, siguiendo el tono de Paul de Man, como la historia de una representación, no de una experiencia real, “sino de una proposición intelectual”, la de la proposición en la que concluye el poema de Wallace Stevens Estudio de dos peras: “Las peras no se ven / a voluntad del observador”.
La mujer de los macacos, de Alejandro Badillo. Libros Magenta. Secretaría de Cultura del Distrito Federal, 2012, 128 pp.
*Imagen de portada: www.uv.mx.