
Imagen: Fragmento del póster de “El Pocho”, en luisomarmontoyarias.blogspot.com.
El tema migratorio ha cobrado especial relevancia en la región últimamente, esto principalmente por el fenómeno de la caravana migrante proveniente de Centroamérica.
México desde hace unas décadas ha tenido bien afinada su postura y discurso con respecto a la migración, posicionándose tradicionalmente en el lugar de quien exige respeto hacia sus ciudadanos migrantes ante el poderoso vecino del norte. De alguna manera se ha sentido cómodo en ello y ha obtenido beneficios políticos para negociar una serie de asuntos dentro y fuera del país.
En el contexto del arte y la cultura es claro que del abanico que integran los asuntos de los Derechos Humanos, las estructuras oficiales se han decantado por el tema migratorio más que otras problemáticas internas como la violencia, la represión o la desaparición forzada, tópicos que les son más incómodos tal que existe mayor reticencia para abrir espacios de denuncia y reflexión, o apoyar proyectos académicos y artísticos, contrario a lo ocurrente con la migración.
El papel de víctima ha sido rentable, sumado a que una de las principales fuentes de divisas del país proviene, precisamente, de los millones de mexicanos que trabajan duro en los Estados Unidos y que envían recursos a sus familias en México.
Pero no siempre fue así. Si analizamos el discurso a través de algunas películas desde la década de los cincuenta podemos ver que la postura que hoy conocemos por parte de la oficialidad mexicana ha ido variando.
En la llamada época de oro del cine mexicano la migración se refería con más frecuencia a un fenómeno interno, aquellos habitantes de zonas rurales que motivados por la falta de oportunidades o problemáticas personales migraban a la ciudad en busca de un mejor futuro, enfrentando la agresividad de un modo urbano que les era ajeno.
Pero el tema de la relación con el vecino del norte se trató con mayor cuidado. Por un lado se buscó el aspecto anecdótico del contraste cultural, como ejemplo podemos remitirnos a la cinta Primero soy mexicano, dirigida por Joaquín Pardavé en 1950: Don Ambrosio, un ranchero acomodado, espera la llegada de su hijo Rafael a quien ha enviado a estudiar medicina a los Estados Unidos. El muchacho regresa despreciando las costumbres “atrasadas” de su país y cuestionando los valores morales tradicionales, lo que causa una serie de conflictos en su entorno que se revertirán contra él mismo, su pertenencia e identidad. Pero la pulsión mexicana en su interior termina venciendo y lo lleva al camino correcto.
Este melodrama, con sus toques de comedia, es un ejemplo del tema migratorio utilizado para una reafirmación nacionalista en tiempos donde la inercia post revolucionaria seguía muy presente, con su postura por un nacionalismo monolítico e imperturbable.
Pero poco después surge un filme muy importante, viéndolo es perspectiva: Espaldas mojadas, dirigida por Alejandro Galindo en 1953. La trama gira en torno a Rafael Améndola, quien cruza la frontera hacia los Estados Unidos pagándole al “pollero” Frank Mendoza, socio del inescrupuloso estadounidense Sterling en el nuevo negocio que abría la migración ilegal. La vida de Rafael es una contante zozobra, siendo indocumentado, explotado, víctima del racismo, sin poderse adaptar al estilo de vida norteamericano.
Esta película abría un abordaje serio hacia la dinámica violenta de una frontera norte agreste y policial. No fue recibida con el agrado de la oficialidad al presentar el tema desde una perspectiva que en aquel momento era soslayada y casi invisible en los medios nacionales para evitar tensiones con el vecino del norte.
Aquí es necesario remitirnos a una película capital en este contexto que se hacía prácticamente al mismo tiempo pero al otro lado de la frontera, que fue La sal de la tierra, realizada por un grupo de creadores y productores norteamericanos disidentes encabezados por el director Herbert J. Biberman y el productor Paul Jarrico en un esquema independiente y de verdadera guerrilla, sorteando los intentos oficiales para detener el rodaje (la actriz protagónica, la mexicana Rosaura Revueltas, fue expulsada del país y se tuvieron que terminar sus escenas en México).
Aquí se narraba un hecho real: El difícil emplazamiento a huelga por parte de trabajadores mineros, mayoritariamente de origen mexicano, ante la empresa Empire Zinc Company en el estado de Nuevo México, Estados Unidos, denunciando malas condiciones laborales, especialmente en cuanto a seguridad, además de un trato diferenciado respecto a los empleados anglosajones. Esto ocurrió en 1951.
Este filme empezó a evidenciar la discriminación étnica como parte estructural de las instituciones norteamericanas. Fue enlatada allá y, para vergüenza propia, también en México. No solo eso, fue el principal motivo que descarriló la prometedora carrera de Rosaura Revueltas, en aquel momento una talentosa joven actriz quien fue vetada del ambiente cinematográfico nacional.
Este fenómeno evidencia la postura oficial de México en aquel momento con respecto al fenómeno del que estamos hablando. Pero fue en la década de los sesenta que un talentoso comediante, como lo era Eulalio González “Piporro” ya consolidado en el ambiente cinematográfico nacional, empieza a interesarse por esa zona atípica que podríamos definir como frontera. Del norteño recio, brusco y dicharachero que encantaba en el centro del país fue explorando la identidad del chicano, del mexico-americano.
En 1970 realiza un proyecto que ahora definiríamos como personal: El Pocho. Definirlo así porque, como el mismo don Eulalio me comentó en una entrevista que le hice a finales de los noventa, fue una experiencia total para él, donde escribió, dirigió, produjo y actuó, ante la imposibilidad de encontrar quién apostara por este proyecto.
El Pocho narra la historia de José Guadalupe García, un niño que perdió a sus padres cuando intentaban cruzar el río Bravo y la corriente se los llevó. El chico crece en un orfanato de El Paso, Texas, donde se le rebautiza como Joe Garsha (el referente anglófono de José García). Joe crece en el ambiente norteamericano y trata de ser un ciudadano estadounidense más, adoptando sus valores y dinámicas, sin embargo, su entorno constantemente le recuerda que no es uno de ellos al recibir desplantes racistas y discriminatorios por su origen.
Al llegar a una situación límite, Joe decide cruzar a México buscando su lugar, pero lo que encuentra es la hostilidad de una sociedad que le restriega no ser un “auténtico mexicano.” Le resta el único espacio que es suyo, que lo recibe sin discriminación ni violencia: en medio de las aguas de río Bravo.
Hasta ese momento el tema migratorio desde una perspectiva crítica parecía algo soslayado por el discurso oficial mexicano, si no es que censurado. Pero hay algunos fenómenos que empiezan a cambiar las cosas. Primero que la comunidad de mexicanos en Estados Unidos crece substancialmente, gana estabilidad y representa tanto un mercado como un polo de influencia política trasnacional para México, además del ingreso de divisas anteriormente señalado.
Por otro lado, es a inicios de la década de los setenta que el gobierno de Richard Nixon declara la “guerra a las drogas” iniciando la atroz política bélico-policíaca relacionada al narcotráfico impuesta por el gobierno vecino que seguimos padeciendo hasta ahora. El gobierno mexicano encontró en la migración, que tanto preocupa a los norteamericanos, un tema para negociar y un contingente social en donde apoyarse.
La visión de las cosas cambió, entonces el cine y las artes en general fueron vehículos para expresar, con toda razón, hay que anotar, el fenómeno migratorio mexicano desde posturas críticas denunciantes. La oficialidad mexicana ha sido muy hábil en apoyar esta inercia y sortear al mismo tiempo la enorme parte de responsabilidad que tiene en este fenómeno: la falta de oportunidades que millones de mexicanos padecen y que les obliga a migrar.
En las últimas tres décadas hemos tenido obras cinematográficas muy destacadas, como la reafirmación del orgullo chicano incluida en la inteligente comedia Santitos (Alejandro Springall, 1999) o bien la alta expresividad y aguda denuncia en obras como La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013).
Ahora mismo, el masivo éxodo que ocurre de Centroamérica hacia los Estados Unidos, inevitablemente cruzando por México, país que se va convirtiendo también en receptor de migrantes, marca un punto de inflexión en la política y discurso que generará nuestro país y su sociedad sobre el fenómeno migratorio. ¿Nos convertiremos en esa Norteamérica que tanto hemos criticado en su trato a los migrantes mexicanos o haremos legítima la misma denuncia en el caso de ciudadanos centroamericanos en su paso o estancia en México?
En otras palabras: ¿Tendremos una política migratoria propia, ajustada a los Derechos Humanos y a la empatía o dejaremos que nuestro país siga siendo el indigno cadenero al servicio de los intereses estadounidenses vigilando lo que el vecino considera su primera frontera, la de su traspatio, es decir, el río Suchiate?
Ante esta definición estamos, ante esta perspectiva es que el cine y las artes deben ser un vehículo de reflexión que propicie el mejor discurso, la mejor política para construir una sociedad democrática, coherente y digna.
*Imagen de portada: Fotograma de “La sal de la tierra”, en http://historiasilenciada.blogspot.com.