*Texto leído en el Foro sobre cultura de Nuevo León,
convocado por el Gobierno Federal 2018-2024.
Sin duda, compartir un análisis que distinga la inequidad de la participación del Estado mexicano para promover el arte y la cultura en México, así como construir modelos transformadores y autosustentables, requiere de más espacio de lo que proponen estas líneas. Me esforzaré, sin embargo, en enfatizar algunas variables que darán una mejor perspectiva de los diagnósticos y una mayor posibilidad en los tratamientos vistos en la medida en que el Estado mexicano implemente una política cultural eficaz y sin intermediarios entre los agentes, las comunidades culturales, los hacedores de arte y el Estado mismo.
Desde esa perspectiva, es menester partir de la necesidad de un reordenamiento y descentralización de las plataformas para la promoción y la difusión de la cultura y las artes a quienes menos pueden (consíderese que no incluyo aún el valor monetario de las personas, sino el acceso a tales plataformas), es decir, a quienes habitan los polígonos de marginación cultural y artística en Nuevo León, como una forma de remediación transversal que confiere estrategias vinculantes de cultura de la paz, aprovisionamiento y reforzamiento identitario, así como el progreso entendido en su dimensión cualitativa, que no cuantitativa.
Como parte del diagnóstico, es claro que en Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila aún prevalecen formas más o menos estables de promoción de la cultura y las artes más propias del siglo XIX que con un entendimiento horizontal y democrático. Acaso los presupuestos de cultura impliquen sobre todo un cambio radical de los actores e instituciones locales que siguen implementando recursos federales con esa óptica de confección eurocéntrica basada en las bellas artes grecolatinas. Ello pasa por el reconocimiento de nuevas formas de interpretación de la cultura y las artes vistas desde los barrios, las colonias populares, las zonas suburbanas, que median el tráfico de apropiaciones entre lo rural y lo urbano.
Por otra parte, hay que redefinir la instrumentación de políticas públicas culturales a zonas cuya etnicidad está en construcción: no es menor señalar que en el área metropolitana de Monterrey hay actualmente alrededor de 200 mil integrantes de los pueblos pertenecientes al menos a cinco etnias y que se adaptan y establecen con la cultura regia dominante. Estos grupos, sin embargo, se concentran en asentamientos más o menos regulares: lo que sí, nadie los ve ni los escucha, como nadie establece puentes para la implementación de políticas públicas de cultura con los más de 3 millones de personas que viven fuera del ámbito de los núcleos divulgadores, patrimoniales y de oferta cultural. Para este efecto, tengo que aclarar que más del 90 por ciento de la infraestructura cultural en el área metropolitana de Monterrey se concentra en el primer cuadro de la ciudad, es decir, en una extensión de no más de 20 calles.
Sin duda, la reasignación de los espacios culturales para las artes ha sido una meta que no cumplió su propósito, puesto que el espacio cultural y artístico es justo aquel caracterizado por su condición móvil, imperecedero, no mobiliario, que la comunidad asigna para expresar prácticas, saberes, conocimientos, estéticas. Este punto ha sido clave en los modelos de éxito de la distribución de la riqueza cultural en otros países.
Para ello, hay dos acciones imprescindibles, por una parte, la desconcentración de la oferta cultural a través de la reasignación desde centros nucleares de las comunidades vistos como centros de reordenamiento y difusión de las identidades, los barrios y las colonias a través de concejos culturales organizados como formas de apropiación democrática e intercultural. Por la otra, es imprescindible la activación de grupos de promotores utilizando el enorme recurso humano en los estados: los artistas; solo un porcentaje muy bajo de los artistas y escritores en México viven de su trabajo estético, esta cruzada cultural implica utilizar esa inteligente, sensible e infrapagada mano de obra para la activación de procesos culturales y artísticos; ello derivaría en trabajos más dignos y al menos estables que les permitieran tener acceso a la seguridad social, a la vivienda, etcétera.
Del mismo modo, es importante redefinir los espacios culturales comunes, como edificios, museos, etcétera, en tanto centros reorganizadores para la formación de promotores, encuentros y congresos, y no solamente como divulgadores de una supuesta alta cultura (que vista desde una verdadera crítica, ni es alta y más bien linda con lo kitsch) y por lo tanto desconectada con el sentir y vivir de la población.
Enormes desafíos
Sin duda, una plataforma horizontal, democrática, participativa, incluyente tanto de grandes mayorías expulsadas del desarrollo cultural y artístico, como de minorías acostumbradas al silenciamiento, implica un reordenamiento de la política cultural que pasa, fundamentalmente, por la participación de estados y municipios, ejidos, comunidades, colonias, barrios, y por mecanismos de autogestión directa y relación directa con los presupuestos. Hace un par de años estuvimos en el Congreso del Estado, citados por los representantes populares, y les dijimos a las autoridades entrantes de cultura que si seguían despreciando el tema de la cultura y las artes como un instrumento vertebrador del desarrollo humano, social y económico, seguirían repitiendo viejos esquemas donde la canonjía, lo decimonónico y el elitismo, concentrarían las migajas que los órdenes de gobierno destinaban a la cultura. No puede ser que construir un puente en Nuevo León implique más gasto que todo el presupuesto cultural asignado en un año. No puede ser que quienes tienen la autoridad para la gestión, sigan privilegiando formas de promoción y difusión que nacen de la exclusión y donde la etiqueta es premiada.
Un programa que integre mecanismos de construcción de agendas culturales y artísticas de los barrios y las comunidades que se conecten con los grandes centros inmuebles de promoción y difusión, y que establezca estrategias dinámicas de desarrollo a partir de la cultura de las personas, no solo privilegiará formas de participación novísimas, sino orgánicas y tradiciones vivas, aunque dinámicas. El viejo teorema de llevar cultura y arte a las comunidades y barrios sigue vigente en al menos el noreste de México, un teorema que lastima la cultura y las artes emergentes de dichas comunidades, que lacera la apropiación de formas de producción identitaria de los pueblos, y que distancia la participación colectiva en las decisiones del país.
Privilegiar modelos más microgeográficos sobre la estandarización de diagnósticos culturales de grandes grupos sociales, nos llevará al integramiento de decenas de visiones, prácticas, estilos, cosmovisiones.
Los espacios pueden ser los que la comunidad destine, como las plazas, los centros comunitarios. La interacción de la cultura también pasa por la brecha digital en México, que nos separa de nuevas áreas de conocimiento. Si las experiencias internacionales en modelos de inclusión y participación cultural y artística son innumerables, la falta del cambio se debe al acomodamiento y a la inercia.
Una burocracia cultural enquistada en viejos procederes, en inequitativas implementaciones, en hacer creer que la cultura es un lujo y no un papel central de Estado mexicano y de la sociedad misma, debe ser desmontada. El Estado debe participar como articulador de actores, la sociedad civil como productora de saberes y de expresiones, la iniciativa privada como una verdadera exponenciadora del intercambio y el fomento de prácticas.
A través de diversos laboratorios donde conectamos las tradiciones culturales y artísticas con el desarrollo económico, político y social, hemos aprendido que si se toma a la cultura como elemento vertebrador, el desarrollo se incrementa de manera notable. Para ello es importante adecuar la correspondencia de las 300 zonas geográficas económicas que plantea el gobierno electo con las zonas o áreas culturales.
Un modelo de política pública de desarrollo cultural y artístico debe ser repensado si se pretende que ese mismo desarrollo sea integral y no implique la imposición de modelos de desarrollo económico alienantes y que atenten contra la integridad cultural y visión de los pueblos. Es inminente repensar que una política cultural dinámica, adaptable, incluyente y diversa, debe regir sobre normativas y disposiciones de presupuesto, dado que muchas veces son estas mismas normativas las que impiden el ejercicio de los recursos federales, cuando no por la ignorancia de burocracias culturales ajenas, poco entrenadas en la diversificación de expresiones y visiones culturales distintas a las predominantes.
Una política pública cultural y artística debe, a mi parecer, privilegiar el diálogo de propuestas como instrumento de construcción del edificio siempre interesante de las expresiones, los comportamientos y los productos culturales.
Reorientar el presupuesto público a las periferias, entendidas como zonas no nucleares con subejercicios presupuestales y de gestión, puede ser una gran tarea transformadora para capitalizar el enorme activo cultural que tiene este país que es de todos y todas.
Los microcentros culturales son una manera de aterrizar estas líneas, vistos como el resultado de una red de relaciones culturales que pueden ser la base de un desarrollo integral. Suponer que economía y cultura son aspectos que inequívocamente se alejan, es errar el camino y alejarse de una verdadera visión holística, de la que depende la autonomía de cada individuo y cada comunidad, para caminar su propio destino.
*Imágenes: Internet Archive Book Images, en www.flickr.com.