Somos tan inestables que terminamos por sentir
los sentimientos que fingimos.
Benjamin Constant.
La atmósfera de la Revolución Francesa imprime a la vida de Madame de Stäel y Benjamin Constant un vuelo romántico propio de la época.
Si Constant hubiera sido un habitante de las postrimerías del siglo XIX se hubiera dicho de él que fue un dandy y si hubiera habitado nuestros tiempos se lo llamaría un playboy. En cuanto a ella, su perfil no es menos provocativo. Germaine pasó a la historia como Madame de Stäel, no obstante, su severo apelativo esconde a la muchacha, luego la mujer, plena de erotismo y vitalidad. Teniendo por fondo el fragor de la guillotina y los cañones de Napoleón, se amaron con una intensidad de la cual dan prueba sus rupturas y reencuentros.
Conocí a uno y a otro por coincidencias lógicas de mis estudios. Mi maestra de literatura del siglo XIX erguía la cabeza para pronunciar el nombre de ella como si con ello expresara su alcurnia, y la inclinaba cuando se refería a Constant. Es que por aquel entonces yo no supe de otra Madame de Stäel más que la que había dado a conocer en Francia a Goethe y los poetas del Sturm und Drang. Su único talento según mi maestra, había sido su papel de promotora de las nuevas letras y los nuevos tiempos literarios. Como si otro papel que no fuera el de servir y propagar al igual que las primeras cristianas, fuera imposible concebir para las mujeres.
En cuanto a Constant hubimos de leer su Adolfo (1816) ejemplo de rigor intelectual y creativo. En este caso se trataba de un gran escritor y no de una simple intelectual que empujado por su amor de las letras alemanas las difundiera en Francia. En fin, que todo lo aprendí al revés. Pasaría mucho tiempo hasta que yo me encontrara con Germaine y Benjamín y sus locos amores que nada tienen de polillas y alcanfor como olía todo lo que dictaba mi antigua maestra.
Pero en mi búsqueda furiosa de creadoras, antes vine a dar con la Germaine que todavía no era Madame de Stäel. ¿Dónde la hallo? En las ardientes postrimerías del siglo de las luces y en el salón de su madre, Madame Necker, esposa del famoso ministro de finanzas del rey, sentada sobre las rodillas de D’Alembert, Diderot o Voltaire, qué importa. Tiene diez u once años y las respuestas que da a los sabios que la interrogan, como si se tratara de Sor Juana Inés de la Cruz, aquí en México en la corte de los virreyes, deslumbran a los enciclopedistas. No es que ella tenga un don milagroso sino que su madre la ha educado al igual que sus primos, con las mismas clases que reciben los hombres. Estudios clásicos, lenguas clásicas, teatro clásico y así todo. La muchachita se cría además, en medio de la sociedad más ilustrada e incluso recibiendo el aplauso de una comunidad masculina que la insta a leer a Rousseau, tanto como al resto de sus contemporáneos. Y con el aval de su padre, que la auspicia poderosamente. Lectura y escritura, cuando la lectura es apasionadamente absorbida, van juntas. Así que Germaine muy pronto se va a dar el lujo de dibujar con tinta sus ideas y ya a la edad de dieciséis años da a conocer su primera obra.
En cuanto a Benjamín, suizo al igual que Necker y su familia, de educación protestante también como Germaine, es un niño al que todo le es concedido por fortuna e interés del propio padre, símil en la cuestión de la educación de la madre de Germaine. Es él quien se ocupa de darle los mentores que la inteligencia del niño se merece. Y él quien lo insta a hacer estudios superiores. Pronto y a causa de muchos dolores de cabeza, su padre advierte la índole de Benjamín, sin embargo no se da por vencido. Porque el muchacho es disperso, va de sus amores al más acendrado misticismo y de la religión a la política tomando de aquí y de allá durante toda su etapa de formación, hasta desembocar en el hombre que puede jugarse la vida en los duelos una y otra vez, pasar de una amante a otra y a todas prometerles lo mismo, escribir sus diarios emulando a Chateaubriand con sus Memorias de ultratumba, y sobre todo perder cuanta fortuna se le pone al alcance de la mano en el juego.
Mientras en las calles de París comienzan los tumultos y se cambia a Dios por la Razón, al tiempo que el rey deja de ser divino y se vuelve un monigote, Germaine convertida ya en Madame de Stäel y casada con el embajador de Suecia en Francia, el barón de Stäel, emula a su madre con su salón literario donde se codean los líderes de la revolución en marcha, con los nuevos ricos burgueses en ascenso, y la más rancia aristocracia que en su corazón ella desdeña.
Constant por su parte, casi de su misma edad, no anda por los salones sino por los banquetes, las borracheras, los caminos de Inglaterra, Holanda, Bélgica, Escocia, y las mesas de juego.
Sin embargo, después de los tormentosos amores de Germaine con un militar revolucionario, Narbonne, perseguido por sus mismos camaradas, amores que concluyen cuando ella lo salva de la guillotina a costa de enormes riesgos para su vida y logra hacerlo escapar de la prisión al enviarlo a Inglaterra, se produce por fin el encuentro entre ella y Benjamin. Con el fondo de las cabezas que caen a diario en la plaza central y el espanto de saber que en cualquier momento los nuevos traidores de la Revolución pueden ser ellos mismos. En realidad lo son. Cada uno a su manera está de acuerdo con los cambios políticos, la República pero a la inglesa, con un parlamento democrático por un lado y la legitimación del rey, por el otro.
Por mi parte, aquel Adolfo de mi juventud creado por un prerromántico, con el correr del tiempo se convirtió en un raro espejo que refleja otra novela que me había sido escamoteada, la de Madame de Stäel, Corina. Una y otra no sólo se reflejan sino que dialogan. Primero fue Corina fuertemente criticada por el tipo de héroe que propone, no el típico amante viril y sin fisuras, sí un hombre ardiente y distraído, que ama y se olvida de sus promesas al instante, que va y viene sin rumbo cierto, y al que Corina, el personaje principal, tiene que domeñar pero sobre todo comprender. ¿Estamos reconociendo al mismo Constant, el amante de la escritora?
Este, por su parte, recibe las críticas a la novela de su amada con irritación y por ello mismo comienza la redacción de Adolfo cuyo personaje, tan disperso y contradictorio como él mismo, intenta justificar. Tampoco Constant va a trazar el héroe previsto. Tampoco él quiere para su personaje la idealización y lo absoluto. Se impone así, un duelo escritural en donde cada uno de los autores a través de sus personajes, se explaya, condena y perdona pero sobre todo, donde el diseño psicológico es tan preciso que el lector no puede menos que compartir y reconocer el retrato.
Pero vayamos a las verdades que proponen los paisajes y las atmósferas. El castillo de Coppet, la residencia en Suiza de Madame de Stäel, y su círculo de amigos famosos entre los cuales el mismo Chateaubriand, y como él, la mayoría, intelectuales exiliados de las políticas autoritarias que se yerguen en Europa y sobre todo en Francia. Todos enemigos de Napoleón, a quien la misma Germaine ridiculiza en sus escritos una y otra vez. El liderazgo que ella ejerce sobre una clase pensante que la admira y la procura la lleva al exilio porque de otra manera la persecución y castigo del emperador, serían definitivos.
Por su lado Benjamin, quien a pesar de haber intentado una posesión semejante que lo engrandeciera como la de Coppet a Germaine, ha tenido que vender sus propiedades a causa de las deudas de juego. En alguna parte de sus memorias apunta que ve de lejos la mole del castillo de ella, con nostalgia. Aunque Madame de Stäel quede viuda él no podría acceder a la baronesa, es un plebeyo.
Y luego los paisajes del alma y sus contradicciones. Por ejemplo, haberme topado con un mensaje que él envía a la que luego será su esposa Charlotte, donde le confiesa que Adolfo es la historia de sus amores con ella. Vaya contradicción, de la que sin embargo no puedo asombrarme teniendo en cuenta que se trata del mismo Benjamin, el que maldice a Napoleón durante su exilio, y a su retorno, durante el periodo que se llamó de Los cien días, el emperador lo nombra parte del consejo de Estado y él no sólo acepta sino que, por su encargo, redacta la nueva constitución que será promulgada el 22 de abril de 1815, tres meses antes del desastre de Waterloo que concluye con las aspiraciones imperiales. Ese es Adolfo, es también el Oswald de Corina, y por supuesto ni Germaine ni Constant lo ignoran.
No estoy segura que Benjamin haya sido el más grande amor de Germaine como tampoco puedo asegurar que ésta lo fuera en la de él. Demasiados amores jalonaron sus vidas, en donde para uno y para otro el encuentro erótico, la afinidad de la carne, a veces resultaba más rica que la del espíritu. De otro modo no puede entenderse que cada uno por su lado, se apasionara con parejas que de ninguna manera alcanzaban la entrañable condición poética de sus corazones. Lo que puedo no afirmar pero sí percibir, es que se reconocieron de inmediato. No eran dos criaturas sino dos personas de veintisiete años, los dos habían vivido romances plenos, dolorosos, intensos. Dicen que ella no era nada bella pero que tenía unos ojos febriles que enamoraban. Por su parte él, rubio y flaco, lucía ya el aire romántico que iba a ser moda con Chopin y Musset.
Su relación fue tan tumultuosa como sus propias vidas y el marco obligado de la misma Revolución Francesa, en donde los viajes, los exilios, las separaciones, los escondites, las fugas y las persecuciones eran el pan de cada día. También fue un tiempo sin leyes estrechas en cuanto a la moral y las costumbres. Las mujeres fueron dignificadas por un momento en sus libertades personales, hablaban en las tribunas, votaban a la par de los hombres, ocuparon el espacio público y hasta fueron coronadas como íconos de la revolución en marcha. Sólo un momento pero espléndido. Dejaría huella en nosotras y volveríamos a sacudirnos en nuevas aventuras sociales y políticas cuando la ocasión fuera propicia.
Fue un tiempo en que Las mujeres tienen el derecho de subir al patíbulo y también tienen el derecho de subir al estrado, proclamaba Olympia de Gouges contemporánea de Madame de Stäel en su Declaración de los Derechos de las mujeres, y luego condenada a la guillotina precisamente por la exaltación de sus ideas. Sin embargo, debo reconocer, que si la Revolución Francesa cambió el rumbo del mundo moderno, lo hizo apenas con la cuestión femenina.
Hay que subrayar que estos amantes fueron cómplices en el individualismo más acérrimo a pesar de sus ideales, y liberales ambos, siempre estaban sus propios intereses, afectos, inclinaciones, de por medio. Por eso a veces el amor los superaba y las rencillas entre ellos ponían en cuestión la integridad de sus vidas.
De Germaine dijo Julia Kristeva (…) yo quisiera evocar el sentimiento de la primera intelectual francesa que fue Madame de Stäel, la primera y ya cosmopolita que escribió lo siguiente en su obra De la literatura: “Las mujeres que cultivan las letras pasean su singular existencia, como los Parias de la India, entre todas las clases entre las cuales ella no puede ser, todas las clases que la consideran, debiendo existir por ella misma: objeto de curiosidad, quizás de envidia y mereciendo sólo piedad…”
Benjamin Constant por su parte, traza las bases del liberalismo hasta sus últimas consecuencias y sus ensayos son señeros. Fue un maravilloso político para defender sus libertades personales. Si algunos enarbolan la nación, las tradiciones, el espíritu, la idiosincrasia nacional, o en todo caso la ley, Constant apuntó al ciudadano, al hombre, es decir, a sí mismo.
En 1817 muere Germaine; Benjamin le sobrevive más de 15 años, hasta 1830. De sus amores nació una criatura cuyo destino no me es conocido. Curiosa pareja de amantes esta, quienes nunca pudieron vivir juntos y tampoco fueron felices, separados.
*Imágenes: Composición a partir de retratos realizados por Marie Éléonore Godefroid y Hercule de Roches, respectivamente.