
Imagen: Anónimo | CNL-INBA, en http://www.elem.mx.
Llego tarde, o quizá justo a tiempo, a la tan ansiada lectura, o más bien ligero atisbo, en los cuadernos privados de escritura de Salvador Elizondo (1932-2006), sin duda alguna, el narrador de la prosa más experimental de la segunda mitad del siglo XX, al menos, en México. Experimental es un término que en el caso de Elizondo no va en detrimento del logro efectivo. Experimental en el sentido de algo que no se había intentado antes en lengua castellana. Novelas como Farabeuf (1965) y Elsinore (1988), amén de libros de relatos como Narda o el verano (1966), El hipogeo secreto (1968), El retrato de Zoé (1969) y de varia invención como Cuaderno de escritura (1969) y Camera lucida (1983), sin olvidar sus libros de ensayos, recopilaciones de artículos periodísticos y traducciones del inglés y del francés, constituyen un testimonio de ello. Diarios 1945-1985 (Prólogo, selección y notas de Paulina Lavista, FCE, 2015, 339pp., en edición de 2,500 ejemplares de pasta dura) comprende la punta de iceberg que representa la totalidad de los cuadernos. De hecho, 91 cuadernos esperan aún su ulterior aparición.
De pronto uno recuerda los célebres diarios de Thomas Mann, famosos sobre todo por sus pasajes escritos de manera desmañada o veloz y por todas las adivinanzas y escarceos que plantean, en parte destruidos de manera selectiva por el propio autor y en parte jugosa herencia de sus deudos. Los hijos o más bien hijas de Mann expurgaron las partes de los diarios que han aparecido hasta el día de hoy. En el caso de Elizondo, la tarea de censura recayó en su viuda, su segunda mujer, madre de su único vástago varón, fotógrafa excepcional, hija a su vez de un reconocido compositor, Raúl Lavista (que algunos recordarán por su participación en el cine). La primera mujer de Elizondo, la francesa Michèle Alban, madre de sus dos hijas, Mariana y Pía, musa inspiradora de su primera novela, con la que se haría acreedor al Premio Villaurrutia, inspiradora también de obras no menos importantes de colegas y amigos escritores, rivales en amores, como sería Juan García Ponce, es un personaje histórico que ameritaría cierto detenimiento. Recordar a Thomas Mann en México es imposible sin evocar la memoria de su más asiduo lector y estudioso, Juan García Ponce.
Una edición total de los diarios es algo deseable para el lector pero que no va a ocurrir precisamente ahora. Si se realiza siempre con ilustraciones y fotografías, que resultan de gran interés, sobre todo por el trabajo de Paulina Lavista, vuelven la edición demasiado onerosa en términos de costes. El lector de a pie, en todo caso, es mejor que comience con la lectura de las obras de creación propiamente dichas, es decir, la narrativa y la varia invención, donde asoma la cabeza a cada paso el ensayo. Hay varias ediciones de Alfaguara, El Colegio Nacional y Conaculta que podrían resultar de suma utilidad. En mi caso personal, primero me acerqué al Elizondo narrador y debo decir que me cautivó por entero. No es posible seguir y profundizar en todos los pormenores. La música del texto va llevando de la mano y las reiteradas lecturas van aclarando o bien, volviendo aún más enigmático el sentido o los múltiples sentidos que puede asumir el texto.
En el diario, el lector descubrirá detalles insospechados como el amor de Salvador Elizondo por sus mascotas (perros, gatos y mexicanísimos ajolotes) o bien el gusto por deportes o espectáculos tan violentos como el box. Otros ya resultaban conocidos como la anglofilia y francofilia del autor, o bien su intento de adquirir el alemán en Alemania (un cuento suyo se llama EinHeldenleben, de hecho, de niño en 1936 viajó a Alemania, me parece que asistía al Colegio Alemán en México), una empresa que como nos consta lleva años de empeño y de paciencia, difícil por tanto de llevar a término. El desprecio que Elizondo tenía por la figura del lector. Un concepto, además de mercadotécnico, demagógico o populista. Una postura que, como el reto mismo de su escritura, sutil y altamente conceptuosa, habría de llevar a no ser del agrado de todos los colegas del medio de la literatura. Tenía sus simpatías entre los miembros del grupo Vuelta y otros.
Hijo de un padre productor de cine y de una madre diplomática (ambos separados en forma temprana), Salvador Elizondo pudo disfrutar del privilegio de recibir una educación en el exterior, principalmente en Norteamérica, aunque después también en Europa (Francia, Italia, Inglaterra, Alemania). Elsinore, el legendario lugar donde en Dinamarca se desarrolla la tragedia del príncipe Hamlet, es el nombre también de una academia militar de instrucción secundaria y preparatoria en California. Más tarde cursaría estudios universitarios en Ottawa y Cambridge.
Heredero literario de James Joyce y de Paul Valéry, Salvador Elizondo es uno de los autores imprescindibles en la lengua castellana. Lanzar una ligera mirada en su vida cotidiana, tan ligada con el jardín de su casa en Coyoacán, además de ser un gran placer, por la indiscreción que representa invadir la esfera estrictamente privada y familiar de un escritor, es una manera de entender esa fórmula tan personal e irrepetible de mantenerse hasta cierto punto a raya de muchas cosas, bajas intrigas que no le hubiesen permitido concentrarse en la escritura, pero a la vez tener un pie en el exterior. Recibir jugosas becas, la Guggenheim y la Ford, ser miembro del Centro Mexicano de Escritores, al lado de Juan Rulfo o Rosario Castellanos, y más tarde la entrada a la Academia de la Lengua y El Colegio Nacional. Para un autor con gustos estéticos tan raros y refinados no deja de sorprender el relativo éxito. Las relaciones familiares, por una parte, y su temperamento en ocasiones sociable y campechano, por otra parte, cuando le convenía, le ayudaban y lo favorecían. Elizondo bien hubiera podido acabar como Franz Kafka, no en cuanto al carácter excepcional de su genio, sino más bien al hecho de ser casi un perfecto desconocido en el mundo literario. De hecho, lo es para la apabullante mayoría de los lectores de novedades editoriales y de éxitos de librería. Elizondo es un escritor para escritores o bien para estudiosos de las letras, se dice y acaso es cierto. De ahí la importancia de estas ediciones suntuarias de sus modestos y recoletos cuadernos de escritura (clasificados por temas a partir de ciertas épocas, resultaba fácil dejar fuera de la publicación las alusiones estrictamente familiares). Más lectores jóvenes, particularmente en México, deberían acercarse al Elizondo narrador. Quienes ya lo conocen y lo aprecian agradecen el acceso a material tan íntimo y reservado, si bien como el mismo autor declarara ése era precisamente su deseo: “En realidad escribimos nuestros diarios con un afán tácito de que alguien, alguna vez, los lea y se forme una magnífica imagen de lo que fuimos”. Salvador Elizondo se presenta ante el lector disfrutando del merecido e indefectible whiskey de la tarde. En cotidiana convivencia con su mujer, atareada con las imágenes mientras que él en perpetua brega con el lenguaje. Cierta reacción le provocan los sucesos calamitosos como la nacionalización de la banca, las devaluaciones del peso, el movimiento estudiantil y la huelga universitaria. La frecuentación del Ulises de James Joyce y la traducción de obras de Thomas De Quincey le procuran cierto consuelo, cierta paz, cierto ambiente familiar al escritor.
*Imagen de portada: Tomada de http://colnal.mx.