
Imagen: Internet Archive Book Images, en www.flickr.com.
Esta introducción es parte de una nota que publiqué en Revista Levadura alborozada por la decisión de la Cámara de Diputados de Argentina de despenalizar el aborto.
La reflexión que se ha llevado a cabo alrededor de cuestiones que comprometen la vida, la ética, la moral religiosa, las creencias populares, la razón y el corazón, así todo mezclado tanto en el ánimo de las mismas mujeres como en el de funcionarios, médicos, activistas, especialistas de diversas disciplinas, y también las luchas sistemáticas de organismos femeninos, grupos, talleres, foros de análisis y discusión, intercambios internacionales, encuentros y por qué no, también desencuentros, han dado lugar a la más responsable, seria y rigurosa estimación de lo que presupone votar a favor de la legalización del aborto. Hacerlo, como lo ha hecho el pueblo argentino con sus mujeres sosteniendo el proceso desde el siglo pasado, es tomar cartas en el asunto para defender la integridad femenina. En principio, al defender la criminalización de la que han sido objeto las mujeres en una etapa en donde a veces, la mayoría, su compañero estable o contingente, no se encuentra a su lado. En segundo lugar, por la labilidad que un estado de gravidez representa cuando no se cuentan con recursos económicos, por ejemplo, o cuando los padres condenan y quieren ocultar el embarazo, o por el contrario, cuando se yerguen en jueces de sus propias hijas junto con la sociedad que tiende a la misma actitud incriminatoria. Recuerdo perfectamente en mi barrio la aparición de una niña con panza y el escándalo que se produjo al punto que, contaminada, llegué a contarle a mi madre que fulanita era una puta. Mi madre, bastante drástica, me cacheteó y soltó, justamente no es eso, es todo lo contrario, una inocente. Lo entendí muchos años después.
En mi FB había anunciado el extraordinario evento cuyos resultados todavía desconocía: en el preciso día de la votación de la Cámara de Diputados de la ley de interrupción voluntaria del embarazo y con una foto que data de 1984 y que asombra por su fuerza de convocatoria, un inmenso grupo de mujeres argentinas con una pancarta al frente que ostenta la desafiante consigna: No a la maternidad sí al placer.
Con esta decisión se disminuirían las muertes de muchachas casi niñas y también adultas, pero asimismo la condición de sujeto pleno, de mujer autónoma, de libertad de los propios cuerpos, de decisiones que sólo una mujer debe tomar, todo viene a decir, a proclamar, el ejercicio ineludible de control sobre la propia vida y lo que es más importante, la igualdad de derechos, frente a quienes por dinero, pueden permitirse abortos privados y de lujo.
Sin embargo el Senado rechazó la despenalización del aborto. Ese es el saldo de mi desventurada esperanza.
Siempre tengo en cuenta la hipótesis de Umberto Eco a propósito de la comedia, aquella parte de la Poética de Aristóteles que a pesar de las referencias específicas del filósofo griego respecto de su existencia nunca llegó a nosotros. En El nombre de la Rosa, Eco hace una consideración genial, según él, la ortodoxia católica la hizo desaparecer adrede. Reírse es demasiado peligroso. Gozar también, al parecer.
Del mismo modo en que la Fundación Rockefeller en el siglo pasado retiró los dineros para lo que sería la tercera investigación sobre la sexualidad, la cual había comenzado con el Informe Kinsey y que debía ahora enfocarse a la cuestión homosexual, toda premisa, acción, debate, o lo que fuere, que asuma con madurez la exploración y análisis de nuestras prácticas sexuales, se ve acotada por normas, valores, principios, regímenes que poco tienen que ver con los procesos humanos marcados por tiempos, geografías, historias, culturas.
En la civilización occidental en general, en nuestros países en forma específica, la Iglesia ha plantado el orden y la ley tanto de la mano de los regímenes democráticos como dictatoriales, siempre que en ellos se manifieste su tutelaje moral. De modo que en forma puntual y exacerbada las generaciones han aprendido y todavía aprenden que el Mal, así con mayúscula, reside en la cama. El hombre puede salir y matar, puede inventar las máquinas más atroces para la exterminación sistemática de pueblos enteros. El papa Pío XII, podrá ser cómplice del nazismo. No importa, lo que es insoportable es que el ser humano condenado a este valle de lágrimas donde es lícito que etnias, comunidades, grupos de niños, de adultos, de ancianos, de cualquier sexo desaparezcan en un santiamén o por la lenta erosión del hambre y la sed, lo que es insoportable repito, es que puedan reír y gozar sin que en ello no resida ningún deber ni ningún mandato apostólico y romano.
Y aquí viene la cuestión del aborto. Cómo diablos va a ser lícito abortar, si desde los tiempos de los padres de la Iglesia el sexo es malo y cuando se lo practica debe tener un sentido profundamente “cristiano”. Los sacerdotes les enseñaban a las mujeres de la Edad Media la responsabilidad que les iba en el acto de ofrecerse al esposo. Debía ser sólo de manera muy esporádica y para concebir. Practicar el sexo durante el embarazo podía ser terrible, tanto cuanto la mujer ya estaba preñada. Pero no era sólo eso, también se la domesticaba para ser ajena al goce del marido y abrirse de piernas únicamente para su servicio, que no por el suyo propio. Tradición que alcanzó hasta los albores del siglo XX.
Aunque los ríos fluyan con nuevas aguas, los tiempos cambien, el mundo sea otro y todos los lugares comunes que queramos enumerar, en pleno siglo XXI si cualquiera de nosotros decide abortar, ¿adónde va a parar la moral cristiana? Se ha hecho el amor y se ha gozado impunemente.
NO obstante, un buen día el cuerpo femenino con los procesos de sus protagonistas resulta que tiene dueña. Qué escándalo. Creo que a la Iglesia hasta le parecería más benigno que los hombres tomaran las medidas correspondientes en cada caso, que ellos sí legislaran sobre sus cuerpos. ¿Pero la mujer? Por Dios. Eva vivita y coleando otra vez con su manzana en la mano y la risa por todos los poros. Sin consecuencias. Sin nada que la limite, le ponga freno, la alcance. Esa mujer prohibida para el cuerpo legislativo, judicial y ejecutivo de la Iglesia patriarcal. Esa mujer desnuda que anda por el mundo como lo plantea Armonía Somers.
Para mí no viene al caso que las mujeres y los hombres argumenten el número de mujeres muertas por prácticas abortivas no legalizadas para dejar sus conciencias en paz. Eso me parece una razón importante. También justa. Pero está ocultando la verdadera dimensión de nuestra responsabilidad. Se pone por delante la necesidad de una moral profiláctica. La moral y la ética no son profilácticas, no son nada. Son ellas en sí mismas.
Si no hay aborto, se legitima el acto sexual porque la semilla es el resultado del deber ser cristiano. Si lo hay, uuuy si lo hay, el coito es entonces la expresión pura de un goce, del erotismo, del placer. ¿Acaso cuando la Iglesia reniega de las relaciones homosexuales los argumentos no son exactamente los mismos que para los heterosexuales? La relación estéril, la lubricidad del hecho, la ilegitimidad amorosa por no desembocar en lo que se hace para consagrar la vida, no para gozarla.
En 1969 se organiza en Francia el Movimiento de Liberación de la Mujer con vistas a defender la legislación femenina. En 1971 este movimiento con otros grupos del mismo carácter y teniendo a la cabeza a Simone de Beauvoir lanza un manifiesto redactado por la misma Beauvoir, el cual se publica el 5 de abril en el Nouvel Observateur, con la firma de 343 mujeres entre las cuales Catherine Deneuve, Jacqueline Audry, Marguerite Duras, Francoise Sagan, Simone Signoret entre otras, quedando para la posteridad como el Manifiesto de las 343. La consigna del mismo era Yo he hecho un aborto y debajo iban todas las firmas. No se trataba naturalmente que todas ellas hubieran hecho un aborto sino que era simbólico. En 1973 un grupo de médicos, entre los cuales se encontraba un premio Nobel, y muchos científicos muy importantes, firmó otro que se llamó el Manifiesto de los 331. En franca alusión al primero que había sacudido a la opinión pública; su consigna era Nosotros hemos practicado y practicamos abortos. Finalmente y después de tanta lucha, un país ortodoxo y conservador como Francia hubo de ceder.
Un párrafo aparte merece la cuestión de si un aborto es un crimen o no. Vaya criterio. El ser humano se ha enseñoreado de la naturaleza, ha hecho con ella un camino de milagros, devastaciones, horrores y formidables avances. Sólo los indígenas, la gente de la tierra, y los animales, no la han depredado. La civilización ha ejercido y ejerce su dictadura inapelable. Para bien y para mal. Si acabar con una semilla que no es árbol, ni flor, sino la posibilidad de llegar a serlo, y alterar el supuesto principio divino que ella contiene, nos condena, el mal se ha instalado en nuestro mundo mucho antes de cualquier legislación sobre el aborto. Habría que comenzar de nuevo, escribir las nuevas leyes, ejercer los nuevos mandamientos y que estos fueran iguales para todos. Pero ésta, más que una utopía es una absurda y fantástica ficción.
Es el tiempo, ahora, aquí, en que las mujeres sin coartadas y sin justificativos que tienden a mostrar más debilidades que certezas, vayamos de una vez con todas nuestras fuerzas, contra los muros, estos otros muros, siempre muros, del poder vertical de un Dios masculino y totalitario que nunca pensó en nosotras.
*Imagen de portada: George Eastman Museum, en www.flickr.com.