El sentido de orientación de los humanos es muy peculiar, pues no sólo está relacionado con la geografía, sino con la subjetividad (con lo que imaginamos que es bueno o malo, sano o dañino, dichoso o desdichado, etc.): imaginamos que el norte está arriba, el sur abajo; y que el suelo que pisamos es, en alguna medida, el centro de algo. A partir de esas coordenadas construimos nuestros marcos de realidad. Lo que queda fuera es extraño, raro, o, como dirían los griegos: “bárbaro”. Michel de Montaigne explicaba con lucidez este fenómeno tan propio de nuestra precaria condición humana: “En realidad no tenemos otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres del país en que vivimos y donde siempre creemos que existe la religión perfecta, la política perfecta y el perfecto y cumplido manejo de todas las cosas”. A veces, añado yo, podemos creer lo contrario con respecto a nuestros países (en Latinoamérica no hemos podido presumir de perfección, todavía), pero no por ello dejamos de ver el mundo desde el supuesto centro que habitamos.
Hoy, que se anuncian vientos de cambios, al menos en algunas zonas del continente (de nuevo: el capricho subjetivo de la geografía), bien valdría la pena detenerse a reflexionar un poco sobre este punto. Y como sólo hablamos a partir de lo que conocemos o creemos conocer (tal cual lo denunció Montaigne), reparemos un poco más en ello.
La antigua clase política mexicana solía afirmar que la vida en México se dividía en sexenios. Cada cambio de gobierno implicaba alguna variación en las formas y en las conductas (no muchas, recordemos que no había alternancia, y, cuando la había, el sistema seguía igual a la postre; sólo se trocaban algunos nombres y se reacomodaban algunas siglas). La fórmula: cambiar todo para que nada cambiara. Larga herencia del despotismo ilustrado. Las ceremonias, los protocolos, los discursos: el oropel de la vida pública.
El país como un solo objeto, monolítico y homogéneo, aún en su diversidad. La identidad se construía y se imponía verticalmente. Quien quedara fuera sería una anomalía, una nota al pie. Las formas de representación (un dispositivo múltiple y cambiable) se han construido desde ese centro simbólico llamado “capital”. De tanto en tanto se escuchan propuestas para revertir esa tendencia centenaria. Pero incluso los proyectos más arriesgados de descentralización parten del centro y, a la larga, no hacen sino reforzar el centralismo (“de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”, reza un dicho popular). ¿Cuál es el trasfondo de este problema? Respondo tratando de no abusar del lenguaje inmanentista del siglo XX: el trasfondo de este problema es su propia estructuralidad.
Parece un asunto baladí, y sin embargo pocas cosas pueden ser, a la larga, más dañinas para la democracia como el centralismo, pues, implica, de facto, que unos valen más que otros por el simple hecho de estar “mejor representados”. Estos privilegios están todavía lejos de ser reconocidos como tales. La dicotomía capital-provincia que es, en rigor, una falacia, se convierte en una estrategia de homogenización que afecta todos los niveles en que una sociedad puede expresarse y conocerse a sí misma. En esta dinámica, el espacio privilegiado (el “centro”) es movible, cambiable (posible de modernizarse y evolucionar en su propia lógica teleológica), y el resto constituye lo opuesto: la inalterable condición regional (a veces caricaturizada por su diferencia; a veces idealizada por su condición “esencial y originaria”). Perverso juego de imágenes en donde entran y se agigantan estereotipos, afanes chovinistas, intolerancia y, sobre todo, ninguneos.
Esta “deformación” visual tiene injerencia directa en el reparto de presupuestos, y en la configuración de las políticas educativas y culturales. Lo que sucede en la “capital” puede ser nombrado como nacional; lo que acontece en otras latitudes está condenado al olvido o a ser referido como una nota al pie de la Historia con mayúsculas: breve resumen escrito apresuradamente. Generalización y determinación. En esa mirada geográfica, más allá del “centro” sólo habitan los “mochos”, los “reaccionarios”, los “conservadores” (a pesar de que todas las transformaciones políticas de alguna importancia han ocurrido “al interior” del país). No estoy descubriendo el Mediterráneo (otra frase ligada con la subjetividad geográfica, por cierto): la discusión es muy antigua, al menos parte desde los debates parlamentarios de 1824.
La discusión adquiere dimensiones mayores cuando el centralismo se fusiona con lo nacional y se convierte en una suerte de dispositivo de legitimación de saberes y creaciones. ¿Cuál es la distancia entre lo central y lo marginal? ¿Entre “lo capitalino” y “lo provinciano”? ¿Por cuál alambicado proceso un fenómeno cultural surgido en un espacio determinado puede ser visto como nacional o, en su defecto, como regional? El lugar de enunciación cumple, como podemos deducir, un rol fundamental: es un acto de habla que tiene la ventaja (o la desventaja) de ser performativo, de actuar y afectar políticas, metodologías, modelos de enseñanza y de difusión. Lo que en el “centro” es “experimentación” o “creación genuina” en otras latitudes es “imitación” o “afán extranjerizante”.
¿Cómo eliminar ese gesto, esa marca de lectura? Desmontar tal estructura puede ser un proceso largo y laborioso, pero necesario. Existe, por supuesto, el temor de que la descentralización lleve a la desintegración, a la “pérdida de identidad” y del control. En rigor, no se trata más que el miedo a la pérdida de ciertos privilegios y a la desconfianza en otras formas de representación. Esas suspicacias (que provienen de múltiples ámbitos: políticos, económicos, burocráticos, culturales) no dejan ver el panorama en toda su amplitud. No se trata de la simple separación sino de la reconfiguración de la manera en que entendemos y significamos a este territorio. No sólo hacer visible la condición heterogénea de este país, sino deconstruir las formas de ordenamiento y difusión (y también, por supuesto, de enseñanza).
En pocas palabras: desorientarnos un poco y aprender a andar de manera descentrada, sabiendo que no habitamos el centro de universo, pero que tenemos la posibilidad de resignificar nuestro espacio en pos de una convivencia mucho más democrática.
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