redaccion@revistalevadura.mx
FacebookTwitterYouTube
LevaduraLevadura
Levadura
Revista de crítica cultural
  • Inicio
    • Editorial
    • Directorio
    • Colaboraciones
  • Cultura
    • Ensayo
    • Artículos
    • Entrevistas
    • Cine
    • Música
    • Teatro y Artes Vivas
    • Arte
    • Televisión
  • Política
  • Creaciones
    • Narrativa
    • Poesía
    • Dramaturgia
    • Reseñas
    • Del lector
  • Columnas
  • Levadura Tv
  • Suplementos
    • Derechos Humanos
    • Memoria
    • Ecología
    • Feminismos
    • Mariposario
    • Fotogalerías
    • Colectivos
Menu back  

El profesor como modelo: base para una educación humanista

enero 20, 20192 ComentariosCOFIMBy Tirso Medellín

Este escrito parte de un lugar común que supongo que muchos compartimos: la idea de que los modelos educativos desarrollados por los expertos en educación (llámense por objetivos, por proyectos, por competencias), al convertirse, dentro de las instituciones educativas, en instrumentos de control de los procesos de educación formal, no hacen sino atentar contra las raíces más profundas de las humanidades y su esencial carácter formador. En este sentido tendemos a considerar, por un lado, que las disciplinas humanistas como la filosofía, las letras, la filología, la historia, implican un proceso formativo inherente; por el otro, que la instrumentalización de los procesos de enseñanza-aprendizaje obstaculizan ese aprendizaje intrínseco que se desarrolla en todo aquel lugar en el que acontece, como una fulguración, la reflexión y el pensamiento crítico.

 

Cuando hablamos de administración de los procesos educativos debemos presuponer que estamos hablando de un fenómeno amplio, es decir, que comprende desde la estructura administrativa y el diseño curricular, hasta la fiscalización de esos mismos procesos. Consideradas así las cosas, no nos cuesta mucho trabajo concebir la actual especialización de la educación como parte del ambiente global que Peter Drucker denominó sociedad del conocimiento. Un hecho que ejemplifica lo anterior es la sustitución del término “pedagogía” por la denominación de “ciencias de la educación”. Este cambio de gran trascendencia pretende significar que la educación es también un conocimiento objetivo dirigido a la consecución de resultados.

 

Llama la atención lo adecuadas que resultan las palabras de Drucker aplicadas al fenómeno educativo de nuestros días: “Lo que ahora entendemos por conocimiento —escribe Drucker— es información efectiva en acción, información enfocada en resultados”. En términos generales al filólogo, al matemático, al médico se le pide ahora que, además de dominar el conocimiento y los saberes de sus propias áreas, sean expertos gestores de los procesos de enseñanza-aprendizaje. ¿Qué otra cosa se pretende que seamos los maestros de nuestros días, sino gestores de resultados?

 

Por lo anterior podríamos hablar con razón de una revolución gerencial de la educación que predomina en nuestros días, revolución que está enmarcada en el contexto de los valores capitalistas y la sociedad postindustrial: competencia, innovación, desempeño, aplicación práctica, etc. Los productos más conocidos a la vez que extraños a la tradición de la educación humanista son las auditorías y los rankings, productos depurados de la lógica administrativa, aplicados a los sistemas educativos.

 

Pocas prácticas y concepciones podríamos concebir menos afines a la educación humanista que la medición de los aprendizajes y saberes o su clasificación en un orden de superioridad e inferioridad, no porque no se pueda cuestionar el grado en que se ha desarrollado un aprendizaje o porque antes no se hayan creado sistemas —como los de las universidades europeas, en los que se premia y promueve a los estudiantes más destacados y avanzados— sino porque los principios y los fines de la formación humanista son otros, a saber, la formación y el desarrollo de la cultura, actividades que no se compiten, sino que se comparten, que —como decía Aristóteles de la filosofía— tienen su fin en sí mismas, carecen de utilidad.

 

La auditoría es desposeída de sentido en el lenguaje de las humanidades, y lo mismo podemos decir del ranking. No obstante, por razones que no cabe abordar aquí, estas prácticas han adquirido carta de naturalización impuestas desde arriba, desde los intereses de los gestores. Poco han servido las protestas de los humanistas.

 

Hay que reconocer, por otro lado, que el “movimiento de los científicos de la educación” obedeció, en su germen pedagógico, a las actitudes dogmáticas imperantes en la educación. Quiero detenerme un momento en una de las consecuencias de estas actitudes, denominador común en las aulas por largo tiempo. Tal consecuencia me parece ser la más perniciosa, y si bien convendría iniciar con una expresión comunitaria de mea culpa por parte de aquellos que nos dedicamos a la educación en general y a la filosófica en particular, tampoco debemos asumir las consecuencias de ella como la dramática expiación de un pecado; esta consecuencia es la desconfianza y el desprestigio que en muchas universidades y, en general, en los sistemas educativos, sufren los maestros. Esta desconfianza en la figura del profesor, hay que decirlo, la compartimos, cuando menos en México, los profesores de humanidades y los de otras áreas.

 

Veamos cómo se conecta la desconfianza con el proceso fiscalizador de la educación. Hay una creciente tendencia a incrementar las restricciones al campo de decisión de los profesores. El último bastión contra ello es el principio de la libertad de cátedra que todavía sobrevive en muchas universidades de nuestro país y, supongo, del mundo. Pero este bastión se ha estrechado significativamente. Esto ha transformado la figura y la tarea del maestro, y con razón se dice que es un orientador, alguien que acompaña al estudiante, sólo que ser guía y acompañante tiene ahora un contenido semántico radicalmente distinto del que solemos entender. Tal cambio semántico es sutil porque la idea de orientar es tan suave y adecuada a la verdadera tarea de las humanidades que nos endulza los oídos. Sin embargo, no caemos en la cuenta de que lo que en realidad esperan las instituciones guiadas por los valores y principios de las ciencias de la educación es la administración de procesos, el control de los resultados y los aprendizajes. Así, el bonito título de guía no significa otra cosa que ser un gestor de objetivos, un instrumentador de técnicas didácticas. En algunos lugares ya comienza a retirarse el velo de lo que realmente significa el guía cuando se habla de “coaching pedagógico”.

 

Tenemos entonces un problema: las instituciones no confían en sus propios maestros; pero como las instituciones casi siempre están dirigidas por ellos mismos, cuando menos las públicas, la anterior afirmación se puede expresar de la siguiente manera: las instituciones no confían en sí mismas —curiosa formación de la mala conciencia—.

 

Lo más grave no es, sin embargo, que las instituciones no confíen en los maestros; lo más pernicioso se presenta cuando los estudiantes tampoco confían en ellos, y no sólo los estudiantes, sino los padres, los empleadores, etc., en pocas palabras, la sociedad entera.

 

Ahora bien, la desconfianza del estudiante hacia el maestro puede ser positiva si supone una posición crítica que combate el dogmatismo, pero es negativa si hace del maestro uno más, una pieza reemplazable en el engranaje de la máquina institucional, alguien que no representa ningún modelo que dignifica.

 

Lo que quiero proponer aquí es relativo a este diagnóstico. Propongo recuperar la confianza en los maestros, recuperarlos dentro de nuestras instituciones educativas como modelos merecedores de respeto. Sin duda ello no puede ocurrir gratuitamente, pero para que suceda es preciso retraer (desterritorializar, podríamos decir “à la Deleuze”) en alguna medida el terreno cedido a los administradores, no permitir que nos sea arrebatado nuestro derecho, a la vez que nuestra responsabilidad, de ser modelos para la siguiente generación. Recordemos en este contexto la manera en que entiende Durkheim la educación: una institución social por la cual una generación transmite a la siguiente saberes y valores.

 

Para respaldar las anteriores afirmaciones propongo que consideremos muy brevemente algunos planteamientos de las teorías psicopedagógicas denominadas sociocognitivas. A partir de la década de 1960, el psicólogo Albert Bandura desarrolló diversos conceptos que nos pueden ser útiles. Se enfocó particularmente en los aprendizajes a través de la observación, la imitación y el modelado. La idea es bastante simple, pero en su momento, se oponía a y modificaba algunos postulados de las tradicionales teorías conductistas. Bandura observó que hay diversos modos de aprendizaje diferido, es decir, en que se aprende algo aunque no se manifieste de manera inmediata, sino hasta que se presenta una situación propicia que demanda una solución.

 

Aunque no es posible desarrollarlo aquí, me interesa señalar la relevancia del modelado y el aprendizaje vicario (por observación) en la enseñanza y el aprendizaje de las humanidades. También quiero indicar que estas formas del aprendizaje han sido minusvaloradas en los modelos administrativos que imperan en nuestros días, porque, precisamente, el profesor, por la desconfianza de la que hemos hablado, es cada vez menos un modelo. Algunos investigadores han demostrado experimentalmente que hay conductas aprendidas mediante el modelado, por ejemplo, son mejores lectores aquellos jóvenes que tienen padres lectores, o manifiestan menos conductas racistas aquellas personas que conviven con personas que no expresan actitudes racistas, o bien, los estudiantes aprenden mejor ciertas habilidades académicas si no sólo se les muestra el modo de hacer algo, sino también la forma de pensar sobre ello.

 

Podemos esperar, según lo anterior, que una parte importante de la enseñanza y el aprendizaje de las humanidades se funde en la observación de lo que los maestros hacen, quiero decir: se aprende a citar y a darle importancia a la cita si se observa que el profesor cita y da crédito a las fuentes; se cultiva el gusto por la lectura observando cómo lee e interpreta el profesor los textos; se aprende a argumentar observando cómo argumentan los compañeros y el profesor y dando lugar a que haya discusión y argumentación en clase, etcétera.

 

Para terminar, quiero hacer una advertencia. Este tipo de enseñanza impone una mayor responsabilidad ética sobre el profesor, pues no hay posibilidad de descargar tal responsabilidad en ningún sistema o instrumento. El maestro de humanidades es, en consecuencia, y sobre todo, un agente ético si es que quiere hacer valer su derecho a ser respetado.

 

En este sentido, corresponde todavía decir mucho a las humanidades, si no es que ya lo han hecho, respecto a la manera en que podemos recuperar ese terreno que ha ido siendo conquistado por la aridez de la producción industrializada del conocimiento.

 

*Imágenes: https://pixabay.com.

 

(Visited 1 times, 1 visits today)
CofimdocenciaeducaciónhumanidadesTirso Medellín
Compartir este artículo:
FacebookTwitterGoogle+
Sobre el autor

Tirso Medellín

Profesor de filosofía en la UANL, donde imparte las materias de ética, Gnoseología y Didáctica de la filosofía. Estudió la Maestría en filosofía en la UNAM y el Doctorado en derecho constitucional y gobernabilidad en la UANL. Es presidente fundador de la Comunidad Filosófica Monterrey AC. Ha organizado e impartido cursos y pláticas sobre diversos temas de filosofía dirigidos a la difusión y la profundización en el pensamiento filosófico. Ha colaborado en los libros Razón y Sentido: El tiempo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL (2015), Praxis política (2017) y Didáctica de la filosofía: Prácticas, retos y expectativas (2017).

POST RELACIONADOS
¡Sálvese quien pueda (consumir)!
diciembre 19, 2020
Distrito Independencia y Memorial de la Misericordia: una mirada foucaultiana.
noviembre 19, 2020
Migrar al Mesón Estrella: el gesto de la masculinidad hegemónica (primera parte)
octubre 19, 2020
Donald Trump: Entre pesos y contrapesos e ingobernabilidad
septiembre 19, 2020
Mujeres y confinamiento: la vida en tiempos del COVID-19
agosto 19, 2020
Las emociones al centro
julio 19, 2020
2 Comentarios
  1. Responder
    enero 30, 2020 at 12:29 am
    Anasofia

    Excelente, lo cito en casi todas mis tareas.

  2. Responder
    enero 26, 2019 at 6:34 pm
    Jorge Saucedo

    Muy pertintente este artículo. Gracias, Tirso.

Leave Comentario

Cancelar respuesta

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

clear formSubmit

Buscador
Entre números
  • LEVADURA se va
    enero 11, 2021
  • ¡Se va a caer/ se va a caer/ arriba el feminismo que va a vencer/ que va a vencer!
    diciembre 30, 2020
  • Maradona, en el alma del pueblo su eterna despedida
    noviembre 25, 2020
  • El “Apruebo” chileno desde los algoritmos de las redes sociales
    octubre 26, 2020
Entrevistas
  • Entrevista a Guillermo Fadanelli
    mayo 19, 2020
  • Ópera prima de David Zonana
    mayo 19, 2020
  • Narrativargenta: Los modos de leer como posicionamientos. Que dure la desmesura
    marzo 19, 2020
ARCHIVOS LEVADURA
Comentarios recientes
  • «El emisario: una cartografía de lectura» de Coral Aguirre, en la Revista Levadura, septiembre 2017 | Alejandro Vázquez Ortiz en El emisario o la lección de los animales de Alejandro Vázquez Ortiz. Cartografía de una lectura
  • Iscomos en El cuerpo de Santa en la novela de Gamboa
  • Mike en Etapas del hip hop en Monterrey
  • Gustavo Miguel Rodríguez en Abelardo y Eloísa 
  • Meda en Amen break o el loop de batería más importante (y otros loops cotidianos)

Subscríbete a nuestra lista de correo

Revista Cultural Independiente
redaccion@revistalevadura.mx
© 2017. Revista Levadura.
Todos los derechos reservados.
Quiénes somos
EDITORIAL
DIRECTORIO
COLABORACIONES
Síguenos

Find us on:

FacebookTwitterGoogle+YouTube

 Dream-Theme — truly premium WordPress themes
Footer

Levadura