Parecía que las paredes estaban cansadas de sostener las fotos de la boda. Una novia ojerosa. El marido. A veces, una risueña dama de honor.
Oí el agua hervir en la cocina. Reventaban las burbujas de aquella carne al fuego.
—Papá, soy yo, Consuelo— dijo Mamá quitándole el polvo a uno de los cuadros. —No se haga el dormido y baje.
Vi por un rato las escaleras vacías. Mamá ya se había quitado el saco y esperaba con los brazos cruzados. Debía haberse sentado. El abuelo era capaz de hacernos esperar una, dos o innumerables horas.
Tomé un periódico y vi que era el mismo que llevé en la última visita, seis meses antes. Releí noticias viejas y, de a ratos, me distraía el brillo de una máquina de tejer, que, en esa casa, me recordaba a los niños harapientos de la escuela que usaban juguetes nuevos.
—¿Qué hacía la abuela?— dije cerrando el periódico.
—Cuidarnos— me contestó Mamá, parada donde mismo —Tejer cuando podía.
El abuelo no bajaba. Me acomodé en la esquina del sillón y, usando mi suéter como almohada, comencé a cerrar los párpados. Hasta que Mamá me miró.
—¿Conociste a tu tía Amadita?
—¿La de las fotos?
—Sí, la dama. Era la costurera que vivía en la capital. Insufrible la tipa. Cuando venía a comer con tu abuela, nos pedía que le dijéramos Madame Aimée.
Sin levantarme, la busqué entre los retratos polvorientos.
—Nos hacía reír un montón. Una vez, la loca le dijo a tu abuela que se fuera y nos llevara a mí y a todas tus tías para trabajar con ella en su tienda.
Un señor envejecido y con las barbas crecidas bajó, por fin, por las escaleras. Mamá lo saludó de lejos, como evitando el sudor en la camiseta. Él no respondió, fue a la cocina y volvió con un trapo húmedo.
—Papá, ¿por qué no me dijo que convulsionó?
El abuelo Tacho no dijo nada y caminó hasta la máquina con el trapo en la mano.
—Estuve hablando con mi marido y quedamos en que usted se viene a vivir con nosotros.
—Tranquila, hija. No hay por qué apresurarse. Ve a la cocina y ayúdame con el caldo de urraca.
El abuelo se paró frente a la reluciente máquina de tejer. Sin mucha fuerza, frotó el trapo y quitó un polvo casi invisible. Se agachó, abrió las puertezuelas del mueble que sostenía la máquina, e hizo lo mismo con las cajas de hilos.
Pensé que Mamá había obedecido al abuelo cuando entró a la cocina. Pero, parada junto a la mesa, vi que sólo se sirvió agua. Bebió un vaso, luego otro, y veía, como yo, las barbas del abuelo.
—¿Tejes, abuelo?— le pregunté.
—No. Esto era de Laura, que en paz descanse.
El abuelo se sentó conmigo y vi otra vez a esos niños harapientos de la escuela.
—No sé si sepas, hijo, que tu abuela tejía.
—Papá, hágame caso—. Se escuchó desde la cocina. —Por su bien tiene que venirse con nosotros. Mírese, está preparando caldo de urraca. Ya pasaron diez años de la muerte de mamá y usted todavía prepara estos embrujos del pueblo para hablar con los muertos.
El abuelo se paró, lo seguí, pasó de largo a mamá en la cocina, que estaba parada junto a la puerta. Meneó el cucharón y clavó un tenedor en la carne de urraca. Sacó un plato y una cuchara de la alacena para luego ponerlos junto a la estufa.
—¿Ves, Consuelito? ¿Qué te costaba decirme que la carne ya está buena?
—Ya estuvo— dijo Mamá caminando al perchero de la entrada. —Dígame de una buena vez si viene con nosotros o no.
Mientras Mamá se ponía el saco, el abuelo terminaba de servirse el caldo en su plato. Lo puso sobre la mesa y, por un momento, nos vio a Mamá y a mí. Luego, vio a aquella novia ojerosa en los cuadros de unas paredes que parecían cansadas de sostenerlos.
—Cuando me casé con Laura— contó el abuelo sentándose frente al caldo de muertos, —me dijo que a ella le importaba poco no irse a la capital con su amiga. Me dijo que el único oficio que ella quería era ser madre.
Entonces, Mamá me llamó a la puerta y la seguí.
—Laurita, dime por qué te aventaste del puente— alcancé a escuchar cuando salíamos de la casa.
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