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“Resulta que realizar el Brexit es tan fácil como quitar un huevo de una tortilla”, dijo Pascal Lamy, el ex Director General de la Organización Mundial del Comercio. En esta frase yace toda la problemática del Brexit: después de un hecho tan sencillo como romper un huevo y añadirlo a una tortilla —léase “el referéndum sobre la salida de la Unión Europea”—, se esperaba algo tan sencillo como comer una tortilla, no algo tan difícil como quitar el huevo una vez cocido mezclado con otros —léase “salir de la Unión Europea”—.
Esto, nadie sabe cómo hacerlo.
¿Cómo hemos llegado hasta allí? Cuando en los años 50 se gestó la creación de las comunidades europeas, que anteceden a la Unión Europea, el Reino Unido no quiso participar. Después de su creación en 1957, una vez todo hecho, Reino Unido quiso unirse. A lo largo de los 60 presentaron varias candidaturas que fueron rechazadas por el presidente francés De Gaulle, que eran vistas como un oscuro trapicheo estadounidense para destruir el proyecto europeo desde adentro.
Muerto De Gaulle, Reino Unido firmó un pacto de adhesión en 1972 y al año siguiente entró en lo que en aquel entonces era sobre todo un mercado común. Y sólo luego se les ocurrió preguntarle a su pueblo si le gustaba la idea. Así que Reino Unido votó por primera vez en 1975 para saber si iba a permanecer o no en las comunidades europeas. No se le había preguntado antes, a diferencia de los otros países que entraron con él, por temor a que votara en contra de la adhesión, prueba del continuo desapego inglés hacia una identidad europea. Sin embargo, el hecho consumado, la crisis de 1973 y las dificultades económicas hicieron que votaran por permanecer, aunque con una participación menos espectacular que los sombreros de la reina.
Pero eso no paró el tango infernal. Mientras estaban fuera querían estar dentro, pero una vez dentro, la primera cosa que hicieron fue darse la vuelta, mirar hacia afuera, y querer salir. Mientras permanecieron exigieron que se hiciera todo como ellos querían, pero sin participar en los proyectos comunes, impidiendo que los otros hicieran proyectos que no les gustaban, y sin aportar a la vaca común lo que les tocaba.
No participaron en el euro, no participaron en el espacio Schengen que permite a todos los europeos viajar a otro país de la Unión sin pasaporte ni controles aduaneros, negociaron el cheque británico que les hizo participar menos en el presupuesto europeo. Vetaron los proyectos de fundación de un estado federal europeo.
Hago una pausita aquí para los que se quedaron medio dormidos por tantos datos aburridos: sí, sigo hablando de la relación de Reino Unido con la Unión Europea, y no, no he pasado a spoilearles la historia de la telenovela La novia loca.
El Partido Conservador, que había vuelto al poder en 2010, tuvo que enfrentarse a un triple reto a principios de la década de 2010: la crisis económica de 2008, la renovada presión del electorado nacionalista que siempre había percibido a la Unión Europea como una amenaza sobre la existencia de la comunidad nacional, y la subida del UKIP como partido rival, que rascaba la franja más extrema del electorado del partido y se la arrebataba; el candidato a primer ministro del Partido Conservador británico tuvo que conceder la organización de un referéndum para saliro quedarse en la Unión Europea.
Pero como era ruin, lo prometió sólo por si volvieran a elegirle.
Pero volvieron a elegirle, así que se armó el referéndum. En el año precedente, el gobierno británico puso en escena una intensa pelea contra Europa para conseguir concesiones sobre los temas que más parecían importar a los británicos: inmigración, libre circulación, etcétera. En realidad, la posición del gobierno consistía en pedir y recibir más ventajas a cambio de participar menos en las desventajas. Lograron concesiones menores y simbólicas de las que se vanagloriaron como si fueran una inmensa victoria.
Cuando se celebró el referéndum el 23 de junio de 2016, se esperaba lo de siempre: una corta victoria del campo del “continuar”, suficiente para manifestar su descontento y su falta de afán hacia la construcción europea, pero sin empujar hasta el punto en que tuviera consecuencias nefastas.
Un poquito como volver a casa después de una crisis en el trabajo, gritar, jurar que nunca volverás ahí, cagarte en todos tus colegas, plantear opciones para matar a todo el mundo y esconder los cuerpos, elegir la motosierra por su aspecto lúdico y por permitir modular de forma agradable una melodía macabra al cortar los miembros, pero que al mismo tiempo deja oír las maldiciones y el odio, elegir la reserva de la biblioteca universitaria de Ciencias Humanas para los cuerpos, porque ningún policía nunca irá a buscar nada por allí, y luego volver al trabajar aliviado al día siguiente, y tener un día normal —o sea, horroroso—.
Una catarsis. Pero a nivel de naciones y continentes.
Pasó exactamente lo contrario. Ganó el “salir” por un 2%, suficiente para tener que vivir todas las consecuencias nefastas, pero sin resolver nada, y seguir teniendo un 50% de la población que se opone radicalmente a la dirección tomada por el país. A los pocos días se marcharon todos los líderes del “salir” y una primera ministra del “continuar” se hizo cargo de la negociación de la salida. A los pocos meses se hizo evidente que muchas de las promesas del “salir” eran puras mentiras. Y a los dos años “salió” a la luz que el problema de la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda no podía tener solución.
Un poquito como puedes volver a casa después de una crisis en el trabajo, gritar, jurar que nunca volverás ahí, cagarte en todos tus colegas, plantear opciones para matar a todo el mundo y esconder los cuerpos, elegir la motosierra, sacarla para probar si todavía funciona, hacerla caer sobre tu hijo preferido, tener que matar a toda la familia para que nadie atestigüe, que se rompa la motosierra con el tercer hijo, tener que terminar el trabajo con tus propios dientes, romperse la mandíbula, fracasar en matarlos pero dejarlos con discapacidades graves, y tener que pasar 30 años en la cárcel compartiendo la celda con tu jefe, condenado por evasión fiscal —y con tétanos, por la forma poco higiénica de masacrar a todo el mundo—.
Un desastre. Pero a nivel de naciones y continentes.
Entonces, ¿cuáles son las razones del Brexit, y cómo interpretarlas? ¿Se trata meramente de la expresión del rechazo tradicional de los británicos hacia la Unión Europea? ¿O, al contrario,será la expresión local de una evolución global? ¿Y si es así, qué será? ¿La expresión del rechazo popular hacia las élites, o sea, un renglón en la cadena de acontecimientos que abarca también la elección de Donald Trump, la llegada al poder del M5S, o el movimiento de los chalecos amarillos?
La primera interpretación que ha sido propuesta para explicar el Brexit, y la principal —a veces la única— es que sería la expresión del rechazo tradicional de los británicos hacia la Unión Europea. Por una vez se les preguntó, y por fin pudieron expresar todo el mal que pensaban.
En realidad, y contrario a la creencia popular, esa explicación es poco convincente y parece simplista. En el mejor de los casos. En el peor, es simplemente falsa. La adhesión de los pueblos europeos a la Unión Europea suele situarse un poquito por encima de 60%. Después de la crisis de 2008, se derrumbó hasta caer a 30%, antes de volver a subir en los últimos años para recién superar 50%.
Antes de la crisis en el Reino Unido se situaba alrededor de 50%, no muy alto, pero tampoco dramáticamente bajo. Con la crisis, la adhesión a la Unión cayó hasta 35-40%, pero el promedio europeo cayó a 30%. De hecho, después de que Cameron anunciara el referéndum, aumentó hasta 60%, muy por encima del promedio europeo (lo que parece apuntar a un puro error de cálculo político, a la Chirac 2005 o a la Chirac 1997 —sí, al chaval le gustaba perder retos políticos imperdibles—). Otros países tenían peores cifras, como República Checa, y nunca organizaron un referéndum.
Otra explicación que ha sido ofrecida es que el Brexit sería una salida hallada por el pueblo británico para expresar su oposición a como pasan las cosas, debido a la ausencia de alternativa política, consecuentemente al desplomo del sistema político tradicional. Me explico…
Se puede decir que existió en Europa un sistema político que se plasmó a finales del siglo XIX-principios del siglo XX, que culminó en Europa del oeste en los 70, y que desde 1990 se ve cuestionado.
En los 70 en Europa del oeste existía una oferta política claramente identificable y diferenciada. De forma esquemática y sin ocultar las particularidades locales (ausencia del comunismo en Alemania, años de plomo en Italia), por un lado se encontraba la izquierda, que defendía el papel social y económico del Estado, intervencionista o dirigista, internacionalista, con el Estado más potente posible. Y por otro lado la derecha, que promovía la independencia del individuo y una economía privada, de libre mercado y laissez-faire, nacionalista, con el Estado menos potente posible. La izquierda estaba además dividida entre sus vertientes comunistas totalitarias y socialdemócrata, y la derecha entre un centro más o menos débil y supletivo de una derecha más fuerte, con una extrema derecha débil o inexistente.
Había que elegir entre dos sistemas opuestos, y su punto de encuentro era más un muro infranqueable que un llano para hacer intercambios. Cuando la gente estaba descontenta, votaba por la oposición. Una oposición muy distinta.
Ya no existe este esquema. La socialdemocracia abandonó su política económica —o traicionó, si preferís— y se acercó a la derecha. En la izquierda, hoy en día el principal muro es entre la socialdemocracia y la extrema izquierda —la que ha conservado el programa político de los 70: nacionalizaciones de las empresas, etcétera—. En Alemania el SPD prefiere gobernar con la CDU-CSU que con Die Linke, en Francia el Partido Socialista estalló y su vertiente socialdemócrata se fusionó con la centroderecha, en Italia el PD fue fundado por antiguos comunistas y demócratas cristianos (o sea, el centro derecha), y en España el PSOE gobernaría con Ciudadanos si ellos quisieran.
Otra evolución atañe la extrema derecha. En los primeros 25 años después de la Segunda Guerra Mundial, fue casi ausente en Europa del oeste. Reapareció entre 1975 y 2000 en las democracias con la subida del FN en Francia, por ejemplo. Sin embargo, hasta el torno del siglo existía un rechazo hacia la extrema derecha en el resto del electorado y una forma de cordón sanitario que impedía su participación al poder. En 2000, su llegada al poder en Austria, en coalición con la derecha, provocó una reacción fuerte en toda Europa y la decisión de poner a Austria bajo “vigilancia.” En 2002 la llegada de Le Pen a la segunda vuelta de la elección presidencial desembocó en manifestaciones multitudinarias en todo el país, y un firme rechazo en el voto.
Pero paulatinamente en las décadas siguientes, la extrema derecha se impuso en el panorama político como una fuerza política normal, legítima, que incluso participa en gobiernos. El paso de Marine Le Pen a la segunda vuelta de la elección presidencial en Francia en 2017 no provocó ninguna protesta de mayor amplitud. En numerosos países, como Hungría, o incluso las muy liberales Finlandia y Suecia, alcanza resultados alrededor del 20%. E incluso participa al gobierno, como en Grecia o Austria, o gobierna, como el PiS en Polonia.
Otra diferencia: en estos momentos, la extrema izquierda (ya os dije que podías llamarla la verdadera izquierda, si es que os gusta más así) queda tan aplastada como una ardilla en la cuneta de la autopista. Y tiene la misma probabilidad de llegar al poder.
Y otra cosa, tal vez más importante, y que marca la gran diferencia con la extrema derecha: ha perdido la batalla de las ideas. Las grandes encuestas lo demuestran. Por ejemplo, en Francia, si 67% sigue pensando que vive en una sociedad caracterizada por la lucha de clase, tan solo 4% se autoidentifica como perteneciendo a los más pobres, los necesitados, los marginales. Apenas 30% se identifica con la clase popular o la clase obrera, y 57% se identifica como clase media. Es suficiente para hincar un cuchillo en la espalda del esquema marxista que presenta dos clases antagonistas colocadas a los extremos de la jerarquía social, pero hay algo más grave —al final, si no es mucho, tampoco es nada que 30% de la población se considere perteneciente a la clase obrera—.
La misma encuesta intentó determinar en qué medida la población estaba frustrada, y qué le frustraba. Se les pidió que se colocaran en una escala de diez posiciones sociales según donde se percibían, y luego en qué posición les parecería justo que se colocaran. A 60% de las clases medias les pareció justa su posición social. Un 35% veía injusto su posicionamiento en medio de la estructura social.
Eso es normal. El problema viene después: cuando se pregunta si hay que redistribuir las riquezas, 62% de las personas que viven su posicionamiento social como injusto, contesta entre 4 y 7, siendo el 1 un: “sí del todo, esparzamos la riqueza como virus después de un estornudo” (creo recordar que no se formuló exactamente así en la encuesta) y el 10 un: “no, para nada, quiero morir como un dragón aferrado a mi montón de oro” (tampoco era la formulación literal), el mismo resultado que el resto de la gente. A cambio, cuando se les pregunta si opinan que el Estado despilfarra el dinero de los impuestos (posición número 1) o si usan bien el dinero de los impuestos (posición número 10), 35% responde 1 o 2, y tanto sólo 4.5% opina que el Estado usa bien el dinero de los impuestos. Y las respuestas son aún más marcadas para las clases medias frustradas. En otros términos, la animosidad parece dirigirse mucho más hacia el Estado (que en la visión marxista clásica iba a desaparecer por ser una herramienta burguesa de dominación, pero que la visión popular llegó a considerar más bien como un instrumento para proteger a los más pobres de los ricos y de los bancos) que hacia los ricos.
Este ablandamiento ideológico también abrió camino para que la extrema derecha pudiera imponer sus temáticas: inmigración, identidad nacional y antieuropeísmo. Y eso lleva a la cuarta evolución: la aparición de movimiento “antisistema”, de ideología blanda, mezclando temas, símbolos, y discursos de extrema derecha y extrema izquierda con reivindicaciones que salen de esos campos. De momento, es demasiado temprano para decir si esa cuarta evolución es un epifenómeno pasajero o una marejada que acaba de empezar a moverse.
Y estos tres fenómenos se juntan. Si sumamos los resultados electorales de los grandes partidos de gobierno, vemos que hasta 1980 suelen alcanzar un 70-80%. Y si sumamos los resultados de los extremos, suelen oscilar entre 20 y 30%. Hoy en día, asistimos a una marea extremos-antisistema: el total del SPD y de la CDU-CSU en las elecciones alemanas de 2017 culminó en 53%. En Francia el mismo año, los dos partidos que llevan 70 años gobernando, bajo un nombre u otro, sumaron 25% (un 50, si consideramos al partido del actual presidente como una emanación de ellos. Pero, igual, 50% es poco.)
Entonces, ¿qué va a pasar ahora? Vaticinar qué va a pasar ahora es como ser el veterinario de un parque zoológico encargado de un elefante que acaba de tener gastroenteritis y al que das de comer de nuevo por primera vez. Sabes que algún día va a salir algo de esto, sabes lo que será, pero no sabes cuándo va a pasar, qué forma tendrá, y hasta qué punto va a rociar todos los que estarán cerca —y esperas no ser tú uno de ellos—.
Hay cinco opciones. Primero, se pacta el trato firmado por Teresa May. Su estrategia es llegar sin acuerdo alternativo lo más cerca posible del 29 de marzo, cuando se supone se celebrará la salida de Reino Unido de la Unión europea, para que no quede otra opción que aceptarlo. Es posible. El plan B es una salida del Reino Unido sin acuerdo. En este caso, es muy probable que la salida se pase mal y cause daños a corto plazo, aunque muchísimo menos que lo que podemos escuchar. También es posible.
Tercera opción, postergar la fecha de la salida oficial. En este caso, en teoría, no se podría atrasar más de mayo, porque ese mes se vota por las elecciones del Parlamento Europeo, y en teoría Reino Unido no podría quedarse en la Unión sin parlamentarios. Lo que pasa es que es bastante probable que no arregle nada, cada uno aferrándose a sus posiciones, y que en mayo estemos exactamente en lo mismo. Meh, también es posible.
Cuarta opción: organizar un nuevo referéndum. ¿Pero con qué pregunta? ¿Quieres seguir saliendo? ¿Estás seguro? ¿Quieres seguir en la Unión, salir con el argumento de May, o salir con otro acuerdo? Lo divertido sería que los británicos vuelvan a votar por salir —y si lo votan con un margen muy estrecho, tipo un 0.01%, saco las palomitas para la segunda temporada del partido—. Mbah… ¡también es posible! Última opción: cancelar el Brexit, sin nuevo voto. Es la opción menos probable…pero, eh, también es posible.
Sin embargo, pase lo que pase, hay una cosa que es segura: los políticos que más defendieron el Brexit tienen un proyecto político que apunta a transformar al Reino Unido en un paraíso ultraliberal, una especie de Singapur gigante de 65 millones de habitantes. Y los que más votaron por el Brexit fueron las clases más populares del país, y también las que se quedarán más damnificadas por los efectos de este. Eso trae a la memoria otro dicho que toca a los huevos: “no se puede hacer tortilla sin romper algunos huevos”. Obviamente, este dicho lo dicen las tortillas, no los huevos.