
Imagen: https://www.imdb.com.
Al comienzo, las imágenes hacen pensar en Béla Tarr: esas tomas fijas en blanco y negro como fotografías expresionistas; rushes que se siguen en silencio sin más sentido que la propia expresividad de esos rostros (a veces, aparentemente carentes de expresión). La comparación no es gratuita, habría incluso que traer a cuento a Tarkovski, maravilloso artista de estampas en blanco y negro, especialmente en La infancia de Iván.
Pareciera una estética muy eslava, esas tomas fijas que hacen pensar en la reflexión taciturna; el ensimismamiento común a una raza, o de un contexto político específico. La gente en esta cinta, como en las películas de Béla Tarr, tienen un cierto comportamiento maquinal, como vegetales que apenas tienen la animación suficiente para ser el engrane de un todo, y, sin embargo, con los reflejos y actitudes de quien acaba de despertar de un mal sueño.
Nominada al Oscar como mejor película extranjera (premio que el director se llevó en 2015 por Ida), es mucho y merece más que eso. La mano maestra de Pawel Pawlikowski nos cuenta una historia de amor pasional que, de no contar con el oficio de este director polaco, no pasaría del cliché que es común alimento de snobs. Una historia de dos amantes que se buscan y desencuentran por caminos que van de Varsovia a París. Pero es el cincelado delicado del desarrollo de esa pasión mutua lo que vuelve a esta cinta real obra de arte.
La serie de imágenes y secuencias con que se inicia el filme hacen pensar que, a la luz del mismo título, se nos presentará un trabajo muy político, y, aunque el contexto lo es y nunca deja de retratarse con honestidad, es sólo telón de fondo para que apreciemos los laberintos histéricos por los que esta pareja extenúa la nota final de su fatal amor.
Otro telón de fondo, digamos, tela sobre la que se teje la intrincada y visceral relación, es la música: el proyecto, muy en el estilo soviético, de reclutar adeptos dentro de las clases más bajas y pueblerinas de Polonia para constituir uno de esos portentos de ensambles musicales tan eslavos que, al mismo tiempo, comporte el discurso oficial como cualquier panfleto.
Wiktor Warski, pianista que será el modelador de este grupo de cantantes y danzantes, descubre a Zuzanna Lichon “Zula”, quien al principio no parece sino una Lolita polaca sin más. Como es de esperarse, entre frases sueltas, cruce de miradas y trabajo mutuo, se trenzan en una relación pasional. Detalle que actúa como contrapunto y enriquece la pasión —para bien y para mal— es el acoso que ella recibe del funcionario cultural que posibilita dicho ensamble. Ella, con una historia de la que sabemos poco (“mi padre me confundió con mi madre”) pero lo suficiente para adivinar conflictos anímicos que persistirán por toda la vida, juega perversamente con todas las posibilidades, no obstante, estar sinceramente enamorada de Wictor.
A partir de ahí se trazan planes a futuro, proyectos que nunca habrán de realizarse: el eterno simulacro de amor eterno listo a caer hecho añicos, de manera estentórea, a la menor provocación; evocaciones de tiernos paraísos que se desdibujan por la razón más absurda. Pero, aunque la absurdidad corre por cuenta de los dos, es tan terriblemente rica que cada uno ofrece su propio registro: suerte de juego de persecución que atraviesa todas las aduanas impensables. Humano, profundamente humano es el retrato que logra Pawel Pawlikowski a través de este sutil relato.
Historia sentimental, lo es en su máxima expresión, expuesta con toda sensibilidad gracias a la narrativa del director polaco, y las excelentes actuaciones de los protagonistas y personajes secundarios. Hay que hacer una mención especial al sonido, que si bien es sobrio (sobre todo al principio), alterna con acierto los momentos de silencio con los musicales. Y no sólo nos referimos a los musicales polacos, sino a esas escenas plenamente europeas en que ella intenta triunfar como cantante. Su voz jazzística que no le envidia cadencia y oscuridad a ninguna cantante negra o francesa.
Seguramente Guerra Fría será una de esas cintas que no sólo sobreviven al tiempo, sino que logran condensar y reafirmar sus atributos con el tiempo, permitiendo así que, un espectador futuro, paladee el fino encanto de su belleza.