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(Cuento, México)
Sebastián despertó. Había pasado algo extraño, su cuerpo era más grande que de costumbre. Lo último que recordaba era cómo los policías lo separaron de su madre. Trató de levantarse, no estaba acostumbrado a sus nuevas proporciones, sintió que ahora era enorme, gigante y cayó. Tenía una butarga, la vestidura de alguien que practica la lucha grecorromana, le apretaba, no era su ropa pequeña, con aquella camiseta verde con el dibujo de Peter Pan volando por los aires y el logotipo de Disney en la etiqueta.
Recordaba fragmentos de la noche anterior, golpes, dolor en el cuello, una inyección y la frase: we’ll make a man out of you… Dolor de nuevo, pero en todo el cuerpo y fiebre y sueños extraños. Desde que salieron de su casa estaba seguro de que era un niño, cómo podía ser ahora un hombre.
La luz iluminaba a los demás integrantes del grupo, los demás niños que había en el área donde estaba también habían crecido. Eran adultos. Estaban sorprendidos. Algunos lloraban sin empacho, otros se habían quedado mudos.
En el área en que la noche anterior había sido de niñas se repetía la escena, mujeres adultas, algunas comenzaron a sangrar en la entrepierna sin protección alguna.
Nadie fue a acallarlos, nadie llevó comida ni agua en todo el día.
Un hombre, un preso de pelo chino trató de llamar la atención de los guardias que miraban desde lejos y caminaban como si nada, vigilando que nada se saliera demasiado de control. Clamaba que él era sólo un chavito la noche anterior, que quería a su mamá, que eran unos putos, que lo sacaran de ahí, que tenía hambre y sed y ganas de vivir. Cualquier frase que dijera no parecían escucharla.
Cuando finalmente Sebastián durmió, tuvo la idea, el presentimiento, de que en la mañana las cosas volverían a la normalidad. No fue así. No para él, cuando menos, ni para los dos o tres compañeros que había identificado, ni para la gran mayoría.
Los guardias los despertaron temprano, entraron golpeando los catres de metal con sus garrotes e hicieron que todos se cambiaran de ropa a una que no se estiraba, que sí era del tamaño adecuado en general aunque a muchos les quedaba o muy chica o muy grande.
La comida fue breve, les llevaron un poco de leche con chocolate en empaques de tetrapak y un sándwich de queso con frijoles molidos.
Luego los llevaron a una prisión más cerrada, como aulas de alguna escuela demasiado estricta, los hicieron mezclarse con adultos originales, hombres bastante rudos. A las mujeres se las llevaron a otra área que Sebastián no vio. Estuvo buscando con la vista a sus padres, no estaban ahí, no había ningún rostro familiar.
La supervisora de la Unicef llegó a las 3 de la tarde, recorrió el lugar rodeada de un séquito de hombres de negro y supervisó que todo estuviera en orden. Recorrieron las celdas, revisaron debajo de los catres y en general todo el lugar. Por un momento creyeron encontrar una puerta secreta en uno de los patios, una subterránea, así que escarbaron. No había nada.
Ella pasó al lado de Sebastian y él intentó decirle: yo era un niño ayer.
Ella preguntó a uno de los hombres de negro, él tradujo: he was just a boy once. A lo que ella dijo: that’s life.
Los días pasaron y poco a poco Sebastián se iba acostumbrando a las nuevas reglas de la vida, ocupar más espacio, tener más hambre que de costumbre, a tener que cederle la comida a presos más malhumorados y a ser golpeado por varios de ellos. Una semana después se topó con el hombre de pelo chino, ahora él parecía más pequeño. Sebastián pensó por un momento que algo había pasado, que se había encogido su compañero, pero luego notó que más bien él había crecido más. El uniforme le quedaba ajustado ahora, no como hacía una semana.
La segunda semana Sebastián soñó que caía, ya lo había soñado varias veces en su vida y de nuevo dentro de esa cárcel, pero ahora cayó de verdad, sobre el compañero del catre de abajo.
Este se enojó y comenzó a golpearlo. Sebastián tuvo que dormir en el suelo otra semana más hasta que se hizo tan grande que parecía un simio. Los compañeros comenzaron a tenerle miedo.
Ya nadie lo molestaba, pero él seguía llorando al recordar a su madre a cada momento.
La tercera semana incrementó su tamaño aún más, de tal modo que no cabía por la puerta de la celda, así que no podía salir a comer ni nada. Los policías fueron a tratar de sacarlo de ahí, pero no pudieron. Decidieron dejarlo morir ahí, total, no era su culpa ni de su incumbencia. Ocupaba casi todo el espacio de la celda así que el compañero tuvo que buscar otro lugar donde dormir, para sorpresa de Sebastián lo hizo sin repelar, más bien resignado y con algo de miedo.
Cuando despertó vio un cuerpo despedazado frente a él. Nadie lo había notado aún, la luz del sol apenas pintaba las paredes de un tono azulado. Se vio lleno de sangre coagulada. Había sido él, él quien había destrozado el cuerpo. Lo sentía en el estómago. Y el mismo olor del cadáver, su esencia, era el sabor que tenía en la boca. Trató de liberarse pero no tenía la suficiente fuerza, los guardias vendrían pronto. Escuchó algo, sus pasos quizás, no sabía a ciencia cierta.
Sintió asco y miedo, y ganó el miedo. Tomó todo lo que pudo del cuerpo y lo terminó de devorar con todo y ropa. Trató de limpiar todo lo más posible con saliva.
No era su culpa, ¿o sí? Sebastián nunca había matado siquiera a un animal y había visto algunos videos sobre cómo ser vegano en la televisión, pero ahora sentía un hambre como la que no había sentido en el desierto.
Quisieron ignorarlo un día más pero comenzó a romper las paredes, y luego lo vieron devorar a un preso más. Entre varios de los guardias más fuertes lo fueron a sacar, usaron lo que tenían a la mano, cuerdas, ganchos largos, garrotes, palos y con ello le pegaban y lo empujaban y Sebastián no sabía muy bien cómo reaccionar. Un policía bastante robusto le aplicó unas descargas eléctricas con un teaser y Sebastián, recargado en su costado como estaba, lo quiso aplastar como a una mosca pero como no lo logró del todo lo tomó con la mano y lo aplastó. Tras mucho esfuerzo lo hicieron caminar, aunque en un sentón que dio murieron otros dos y dos más entre los manotazos y patadas que daba.
Le tenían preparado un camión de carga, pero como se habían enojado comenzaron a dispararle, las balas eran como piquetes de abeja de los que se derramaba sangre. Sebastián no sabía lo que querían hacer, sólo sentía dolor. Ya no anhelaba necesariamente ver a su mamá, sólo bastaba con volver por donde vino. Atravesar de nuevo ese muro que aplastaba el suelo, que lo cortaba en dos como dedos gigantes grises, como puño de acero en una garganta, piedra latente a punto de estallar.
Vio hacia el muro una vez más, pero ahora no le pareció tan alto ni tan lejano. Corrió como la bestia en la que se había convertido, trepó la barda de la prisión. Corrió por el desierto solo, por un buen rato, hasta que el muro estuvo lo bastante grande como para que tuviera que voltear hacia arriba para ver la cúspide. Patrullas venían en camino, cuando los sintió cerca de sus talones tropezó, pensó en su mamá, ¿dónde estaría? Quizás también se había convertido en gigante o quizás ya había logrado ir más allá del muro, regresar como tantas veces lo había pensado en voz alta.
Lo alcanzaron y lo agarraron a golpes, pero él los iba devorando a todos, estrelló sus carros como juguetes. Devoró a cientos de agentes que llegaron y a cada momento iba creciendo más y más.
Anochecía. Ante a la roca sólida del muro la llenó de vaho, comenzó a clavar sus dedos y pies en ella y a escalar.
Caían pequeños fragmentos en cada manotazo, le caían en los ojos y Sebastián comenzó a llorar por ello y la inercia le hizo llorar por todo lo que había pasado. Comenzaron a llegar disparos de arriba, había gente viviendo en lo alto del muro y se asomaban al borde norte con sus armas que tenían más poder que las de los alguaciles. Más alcance. Sus balas ardían como palabras de odio en los oídos.
Fue dejando una mancha de sangre por todo el muro, como una estela que se forma entre las aguas, como una rajadura al rojo vivo en las paredes de un volcán. Fue derramando toda la sangre que tenía y quizás una poca más. Subió a la ciudad de una sola calle. Los habitantes no dejaron de disparar al ver la enorme masa que se movía lentamente, burbujeante y etérea sobre el suelo walmericano. Cayó de rodillas y miró hacia el sur. Lloró lágrimas de sal, de memoria, de anhelos, de sangre… La luz del atardecer coloreaba el paisaje de tonos cálidos.