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Hace muchos años, debe haber sido en 1993 o 1994, leí el cuento de Thomas Mann, “Tonio Kröger”. Recuerdo que el libro me lo prestó un buen amigo y que, una vez leído, se lo regresé (solíamos intercambiar libros y la devolución era parte sustancial de ese comercio). Una escena quedó grabada en mi mente de aquella primigenia lectura: Tonio Kröger, ya adolescente, después de haber superado la infatuación con su amigo Hans, estaba ahora enamorado de la rubia Inge Ingeborg. Se conocieron en las clases de baile que impartía el excéntrico profesor Knaak en el saloncito de la consulesa Husteede. Monsieur Knaak no solo enseñaba a bailar sino también buenos modales (su clientela la conformaban los hijos de la clase alta); danzaban a ritmo de vals, intercambiaban saludos y parejas (choix des dames). Tonio, enamorado y distraído, equivocó los pasos y confundió las formas. El profesor y los alumnos rieron. Él huyó a otra habitación y se quedó contemplando una ventana cerrada: trataba de entender sus emociones y tenía la vana esperanza que Inge fuera hacia él, lo sorprendiera a sus espaldas y lo consolara. Yo recordaba perfectamente esa escena y la descripción del narrador: “Y Tonio, aunque no había nadie detrás de él, acechaba conteniendo la respiración, y la esperaba con una impaciencia estúpida. Pero ella no apareció. Cosas semejantes no suelen ocurrir en estos mundos de Dios…”
No había vuelto a leer este cuento (a pesar de mi fascinación por la obra de Mann: confiésome devoto lector de esos monstruos de la literatura moderna que son Los Bruddenbrooks, La montaña mágica y el Doktor Faustus) hasta que un jueves por la tarde, mientras hacía tiempo para asistir a una conferencia en el Colegio Civil, encontré una edición del cuento en las librerías de viejo de la calle Guerrero. Mientras lo releía esperaba con ansia llegar a esa parte. Había olvidado otras, pero mientras avanzaba a través de sus páginas regresaban a mi mente las mismas imágenes que había creado en aquel entonces. Quería saber si me emocionaría igual o, como suele suceder, me parecería que había exagerado o que, tras años de actividad lectora, mi capacidad de fascinación habría disminuido. El resultado fue doblemente sorpresivo: me emocioné como la primera vez y me sentía, además, conmocionado de no haber perdido mi don de asombro ante la buena literatura.
Entonces, al placer de la evocación se unía ahora la reflexión sobre la relectura y el papel que juegan no solo las emociones sino la capacidad de desdoblamiento. Dejarnos llevar, pero a la vez estar conscientes de la situación. El mismo cuento me otorgó varias respuestas. Tonio crece y sigue su vocación: se convierte en escritor. Los amores infantiles quedan atrás. Y ahora dialoga con la pintora Lisaveta Ivánovna. Dos artistas enfrascados en una polémica sobre la relación del arte con la vida. El lugar: el estudio de Lisaveta, entre cuadros, pinceles y sombras y luces. La postura del joven escritor es que el artista precisa sentir, pero al mismo tiempo necesita contemplar con frialdad su entorno. La sensibilidad, sostiene, no es arte (mientras leía recordaba ese pasaje de El deslinde de Reyes donde ejemplifica lo anterior con los perros aullando a la luna; el Aullido de Ginsberg, por ejemplo, es poesía y, al mismo tiempo, un tratado de crítica generacional).
En un momento, Tonio le revela a su amiga pintora: “Porque así van estas cosas, Lisaveta; la sensación, la cálida y cordial sensación es siempre trivial e inservible, y solo resulta artística la fría inercia de nuestro pervertido sistema nervioso”. Quien decide seguir su vocación literaria renuncia a contemplar la literatura como accesorio o como antídoto: sí, nos puede curar, pero al mismo tiempo nos sigue enfermando.
La relectura de “Tonio Kröger” se convirtió, de cierta manera, en la reflexión sobre mi propia biografía como lector. ¿Qué buscaba entonces y qué busco ahora al enfrascarme en la lectura de algún libro? Detrás de cada página leída está, de manera consciente o inconsciente, la confrontación con la realidad inmediata. Leemos y contrastamos y en ese ejercicio incesante se van marcando las etapas de nuestras vidas. No es solo identificación, sino, sobre todo, individualización. Casi al final de cuento, Tonio le escribe una carta, desde un gélido paraje en el norte de Europa, a su amiga Lisaveta: “Me veo colocado entre dos mundos, sin pensar que sea mi casa ninguno de ellos, y, por consiguiente, me debato en cien mil dudas y vacilaciones…”. Y yo cerré el libro pensando que había encontrado una descripción precisa de mi vida como lector…