
La identidad de algo es aquello que hace que sea lo que es. En el caso humano, es necesario que esa definición venga acompañada por una voluntad consciente, es decir, que se esté también dispuesto a ser así. La autoadscripción identitaria es una decisión, y esta decisión es un derecho de todas las personas. Ahora bien, ¿en dónde estamos siendo?, es decir, ¿en qué espacios y contextos están siendo recreadas nuestras identidades?, y más aún, ¿estamos decidiendo libremente lo que queremos ser? Estas interrogantes podrían parecer una sinrazón: —¡pues estamos siendo aquí!— alguien podría contestar enfáticamente y con desapruebo; y podría agregar: —claro que somos lo que queremos ser, ¡somos humanos!— Pero, ¿dónde es aquí?, y ¿solo esto es lo que podemos ser?
II.
Las estructuras sociales se han transformado ante el paradigma digital, esto ha reconfigurado las relaciones humanas. El tráfico de ideas e información libre genera movimientos nuevos de interacción social, desencadena distintas formas sociales y comunidades autónomas en un espacio que se presume sin fronteras. En este marco se rehacen las identidades humanas, y esta rehechura no es menor ya que, tras la modificación de las plataformas donde se es ¿cómo podrían estas nuevas realidades sociales no impactar en la definición de lo que somos?
Las identidades humanas empiezan a bifurcarse entre dos dimensiones aparentemente antagónicas: la realidad analógica (que es la que se vive físicamente) y la realidad digital (que es la que se vive en el ciberespacio). Estas realidades crean identidades asociadas a su dimensión, identidades que, aparentemente, no compaginan entre sí.
La identidad digital se vivencia tanto en los modos de actuar de un individuo, como en la forma en que se le percibe públicamente en la red: los datos que comparte, sus imágenes, comentarios, likes, enlaces, páginas y personajes que sigue, así como en los avatares que diseña para representarse virtualmente. Ahora bien, en el ciberespacio, la identidad digital de una persona no es solo una, pueden ser varias e incluso no coincidir entre ellas ni con las características físicas del individuo. Se puede ser ocasionalmente hombre, mujer, gay, zombie, máquina o lo que se desee en el momento, y esto, si se piensa con detenimiento, es bastante tentador, ¿cómo no asombrarse ante tantas posibilidades?
Pero, estas identidades ¿son reales? No le demos vueltas, sí lo son, y para cada vez más personas esta es la realidad mayor por la que empiezan a abandonar (en sus posibilidades) la que resulta de la interacción con el mundo físico. Preferirán el mundo virtual y ahí diseñarán su vida, nos guste o no. Son identidades nuevas que atienden a lógicas distintas y necesidades emergentes que no podemos desdeñar, por lo que es un absurdo quedarnos estacionados en la nostalgia de tiempos en los que se salía a “tomar el sol”, “rasparse las rodillas” o a “enlodarse las botas”. Ahora empieza a ser distinto y así se mantendrá. Es inevitable.
III.
Como se ha señalado, las realidades sociales no solo son las del mundo físico; ahora, nuevas realidades emergen en un contexto digital, en el ciberespacio. Pero estas realidades no se encuentran en estado puro ni deshabitadas, en general, se han colonizado —y ello deviene en un argumento simplón contra ellas― por la fuerza de la superficialidad popular. Por esta razón abundan personajes estúpidos o violentos que se encuentran en la búsqueda de fama y difusión. Son personajes burdos, dados a la inmediatez que, en busca de notoriedad, hacen lo que sea con tal de ganar un poco de atención. Y más allá de todo lo interesante que puede resultar el aprendizaje que se obtenga en el estudio de la mente de tales sujetos, en realidad, todo esto revela algunos de los problemas sociales actuales más relevantes: la búsqueda de atención ante el vacío existencial, la falta de arraigo e identidad comunitaria y las dificultades que surgen de la combinación de identidades entre realidades distintas.
IV.
Comencemos por lo primero, el vacío existencial aparece ante la ausencia de certezas y la aparición de inseguridades. ¿Qué es lo que uno es y qué sentido tiene nuestra existencia?, no es solo una interrogante que aliente al descubrimiento de nuestra esencia (si es que la hubiera) ni de las razones de nuestra existencia (si es que existieran) sino que nos arroja a la arena de los disgustos y las frustraciones producto de los sinsentidos de nuestras vidas y de las realidades en las que las vivimos. En este contexto, aunado a procesos educativos ineficientes, a una alienación social producto de una exacerbada explotación económica, así como a la desaparición de la esperanza por una vida digna ante expectativas de vida imposibles de ser satisfechas, no es de asombrarse que aparezcan autoestimas frágiles y angustias existenciales. Entendidos así, no es de asombrarse que se desemboque en la ilusión de lo fácil.
La vida fácil es alentada, ante una débil conciencia existencial, por la seducción de la popularidad. Son personas muy limitadas en su capacidad de autorreflexión, de cuidarse y entenderse a sí mismas, por ello ceden su individualidad a nuevas realidades virtuales en las que, piensan, pueden huir de sus frustradas vidas y volverlas fáciles de sobrellevar. Sin embargo, estas individualidades vacías no son exclusividad del mundo digital, ellas se recrean en cualquier dimensión de la realidad, pero es cierto que pueden escapar y estacionarse en el ciberespacio. Es esta una especie de barbarie digital primitiva, que no necesariamente es producto del espacio en el que se desenvuelve, sino solo el reflejo de lo que son en medio de su huida. Estas no son identidades digitales, sino residuos existenciales de vidas analógicas desahuciadas. Las identidades digitales, por otro lado, son manifestaciones humanas que no reemplazan, sino revelan y completan nuevas facetas de nuestra complejidad humana tanto en el plano individual como en el colectivo. Y esto nos lleva al segundo problema, el de la colectividad.
V.
Cada grupo social construye libremente —o no— sus propias escalas de valores, ellas permanecen vigentes durante un tiempo hasta que son sustituidas por otras nuevas. Pero no necesariamente las nuevas escalas han de ser mejores o peores que las anteriores, simplemente son respuesta, reflejo y consecuencia de nuevos contextos sociales. Por ejemplo, en nuestro tiempo, lo que hoy rige son valores asociados al individualismo, la competencia, la búsqueda del éxito fácil y la popularidad, son estas virtudes que se han consolidado por la forma en cómo vivimos y entendemos al mundo en general. Es cierto que otras formas de entender y vivir el mundo cohabitan con esta manera hegemónica, y vuelven posible la alternativa de existir menos mezquinamente (como la empatía por los demás, la solidaridad, la sororidad, la colectividad, etcétera), pero esto es motivo de otra reflexión en la que hemos de ahondar sobre las razones por las que, para que prevalecieran, no hemos hecho nada (o casi nada) para que ello suceda.
Aunque la dimensión digital de nuestras realidades humanas comienza a configurar sus propias valoraciones sociales, en esta se extienden también estos desarraigos individualistas que priman nuestro tiempo y realidad física. En ella, los valores tradicionales no se han perdido; lo que sucede es que los actuales a muchos no gustan, les son insuficientes o les resultan tan raros que les desacreditan, sin darse cuenta que lo que critican de la realidad digital es producto de la extensión del mundo físico, tanto al mantener ciertos valores como al pretender desechar algunos otros. Pero no solo se trata de un reacomodo axiológico a conveniencia, ni un rechazo a la cultura tradicional proveniente del mundo físico, sino al comienzo de un nuevo modo de vivir incompatible con él. Es una subversión radical ante lo tradicional, tanto en el aspecto intelectual como en el material, incluyendo la liberación de necesidades y satisfacciones que hasta ahora habían estado encadenadas a la represión de los instintos. Es una plataforma nueva que no solo extiende al ser humano ampliando sus posibilidades vivenciales, sino que lo fragmenta —o multiplica, según se quiera ver— y le posibilita nuevas existencias. Nuevas formas de vivir que generan, en tanto se interrelacionan, conflictos identitarios individuales y colectivos.
VI.
Por eso es importante que se empiecen a establecer y socializar códigos éticos que se ajusten a estos nuevos contextos, códigos que respeten las dignidades humanas y no transgredan los límites entre lo digital y lo analógico. Y aquí surge uno de los mayores problemas actuales: suponer que es más importante (para quien se ha dado a la vida fácil de la popularidad e inmediatez) el ser viral en la red que el respeto de los individuos y de las libertades humanas, por lo que hay quienes transgreden los derechos humanos de los demás en el mundo físico con fines de adquirir popularidad en el mundo virtual. Allí está un desfase que, aunque lógico, debe de ser revisado con prontitud.
Debido a esto resultan novedosos los nuevos juicios y fallos judiciales donde se empieza a regular sobre los límites permitidos. Esto es un asunto de mucha complejidad porque, aunque en la realidad física la situación está más o menos regulada, en lo virtual no, y se podría pensar que entonces lo adecuado sería imponer los códigos de conducta ya establecidos en el mundo real al mundo virtual, pero no es totalmente posible; en el ciberespacio se detonarán los nuevos modelos culturales que han de regir su propia moralidad. Y a ello habrá que atenerse.
VII. (Y último)
Lo que hoy vivimos es un mundo compartido entre realidades analógicas y digitales. Técnicamente nuestro contexto se configura de manera híbrida y no sabemos propiamente cómo conciliar estas nuevas dimensiones. Es un problema complejo que complica la —antes un poco más sencilla— definición de nuestras identidades. Sostener firmemente una identidad multifacética que responda a los diversos intereses de alguien que transita cotidianamente entre distintas realidades no es algo simple, y más aún, ante nosotros mismos, de entre todas las que dialogan y perviven, ¿cuál es la cara a la que le damos crédito ante el juicio de nuestro espejo?
Es cierto, no es época de fijezas, sino de liquidez: somos y no somos —estamos-siendo— los mismos quienes nos bañamos en aquel viejo río, pero el río también cambia (gracias Heráclito) y parece tiempo de empezar a abandonarlo, de comenzar a mutar para no depender más de él ni de su talante inconstante, es hora de trascenderlo. Y este, aunque parezca no ser nuestro problema, sino el de próximas generaciones, es uno de los problemas más grandes a los que se ha enfrentado nuestra humanidad. Por lo tanto, nuestra participación en este engranaje evolutivo radica en aceptar y preparar a nuestra generación cyborg como un puente para que nuestra especie evolucione y migre definitivamente hacia plataformas virtuales postsexuales, postcorporales y transhumanas en las pueda re-crearse. A mi forma de ver —creo que queda claro que esta es solo es una opinión— esto es inevitable, y no vale la pena estacionarse en la melancolía por la realidad física sino que debemos abocarnos a generar las alternativas para que este proceso sea y suceda de las mejores maneras posibles. Pero de ello aún queda mucho más por escribir y reflexionar; habrá que trabajar también a ello.