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Nuevos equilibrios políticos en el viejo continente

julio 19, 2019Deja un comentarioPolítica, Portada PolíticaBy Clovis Motti
Imagen de Prawny en Pixabay

En las ediciones precedentes de las elecciones europeas, presentar un comentario global a nivel europeo de los resultados sonaba un poquito como hablar de cuál es el mejor guacamole frente a una botella de tequila, un burrito, un tamal o un taco. No existían ni campaña, ni temas, ni personalidad, ni tendencias comunes a nivel europeo. Las elecciones europeas eran la mera agregación de veintiocho elecciones nacionales independientes. Y además no interesaban a nadie.

Pero las elecciones del pasado mes de mayo fueron distintas. Tal vez por primera vez asistimos a elecciones europeas que fueron verdaderamente europeas.

Desde las primeras elecciones que se celebraron en 1979, la tasa de participación siempre había bajado de elección en elección, para alcanzar el nivel de participación de un adolescente pijo rebelde a los quehaceres domésticos. La primera sorpresa del día 26 fue por primera vez un aumento masivo de la participación. En algunos países hasta duplicó.

Sea por el brexit que incentivó el sentimiento de pertenencia o el miedo a perder la Unión, o la importancia que tuvo el tema transeuropeo de la inmigración, o por la acumulación de temas nacionales, por primera vez el electorado se interesó de verdad en las elecciones europeas. De la versión cutre de Juego de Tronos que solían ser, donde perezosos apáticos de 70 años con artritis no se enfrentaban para pasar seis meses sentados en las confortables sillas del tren de primera entre Estrasburgo y Bruselas antes de dimitir y volver a su país (a consecuencia de la dificultad de encontrar un punto de equilibrio entre múltiples negociadores, el Parlamento europeo tiene dos sedes, una en Estrasburgo para los plenos, y una en Bruselas para las comisiones y el trabajo cotidiano) pasaron a ser un verdadero enfrentamiento con interés, un verdadero Juego de Tronos. De la octava temporada, no todo puede mejorar en un día, pero algo es algo.

Podemos sacar cuatro lecciones de las elecciones europeas del pasado mes de mayo:

1. El derrumbe tanto de la derecha como de la izquierda clásicas confirma la tendencia hasta el fin de la era en la que ambas dominaban el panorama político europeo. Y su corolario: la aparición de un nuevo duopolio, aunque sea demasiado temprano para decir si va a reemplazar el antiguo sistema político o no.

2. El fortalecimiento de un nuevo polo “de gobierno”, con los verdes y los centristas.

3. La subida de la oposición tanto a ese nuevo polo como al antiguo sistema, con un polo mezclando extrema derecha y antisistemismo.

4. La confirmación de la casi inexistencia de la extrema izquierda (o “verdadera izquierda que no traicionó”, si duele menos llamarla así) a nivel europeo, que apenas alcanza 5% de los escaños. Pero hay que reconocer que era difícil conseguir más, cuando 20% de la población europea vivió 45 años bajo dictadura comunista y tan solo envió un diputado comunista al Parlamento europeo.

Y es de República Checa, el único país de Europa del Este que todavía tiene un Partido Comunista relativamente potente. De forma divertida, tiene el electorado, la estrategia y parte del discurso de los partidos de extrema derecha en Europa del Oeste. Y además en Chequia apoyan sin participar al gobierno de un multimillonario antisistema acusado de corrupción. Nah, son peculiares. Envío mis mejores deseos a ese diputado checo, y no dudo que en todas las reuniones, cuando llegue la pausita para el café, reciba siempre una llamada que le impida tener que hablar y explicarse con sus colegas…

Total. No cabe la menor duda: los grandes perdedores son los dos grandes partidos que compartieron el poder en la mayoría de los países de Europa del Oeste desde la Segunda Guerra Mundial: en la izquierda, los partidos socialdemócratas y socialistas, y en la derecha, los partidos conservadores y socialcristianos.

En las elecciones europeas pasadas juntos sumaban los dos tercios de los electores, por lo cual siempre juntos tuvieron la mayoría. A consecuencia, durante los últimos 50 años, las instituciones europeas se gestionaban en una larga coalición socialista-social-demócrata-conservadora-social-cristiana que tenía la ventaja de abarcar a la mayor parte de los electores, al igual que la desventaja de borrar las diferencias ideológicas entre la izquierda y la derecha de gobierno y presentarlas como dos variantes de una entidad única.

En estas elecciones, juntos, llegaron a 43%, lo que representa la pérdida de un tercio de su electorado. La baja es mayor en Europa del Oeste, donde parece inscribirse a largo plazo una trayectoria de desinterés hacia esos partidos tradicionales, que empezó hace 30 años y estalló a lo largo de la última década.

Es más notable en Francia. En las elecciones presidenciales de 1988 las dos tendencias juntas unían a 65% del electorado. En las de 2012, a 55%; en las de 2017, a 26%; y en estas juntos llegan a 15%. En Alemania juntos representan 43%, en comparación con 63% de 2014 (en las elecciones nacionales sumaban 84% en 1984, 65% en 2004, 52% en 2014 y 43% en 2019). En Italia un 30% (56% en 2014). En el Reino Unido juntos llegan a 23%, pero el tema del brexit que dominó la campaña nubla el análisis y no permite determinar si es una tendencia a largo plazo o no. En España el PSOE se defiende —de hecho, mejoró mucho con respecto a 2014— pero la tendencia es la misma (80% en 2009, 52% hoy; 77% en las generales de 1996 y 45% en las de 2019).

Los partidos socialistas conservadores son como una vieja pareja de 80 años, en la que cada uno va perdiendo sucesivamente facultades y órganos funcionales hasta que al final se mueren, mientras que los vecinos apuestan a sus espaldas cuál de los dos la palmará primero.

Parece que estamos viviendo un cambio de régimen político, donde los viejos actores de derecha e izquierda, que han probado ser incapaces de adaptar su ideología, sus estrategias y sus discursos a las mutaciones sociales, culturales y económicas del mundo, y se ven reemplazados por nuevos actores que corresponden más al estado de la sociedad (pero no pasa nada. EEUU tuvo seis regímenes políticos desde la revolución americana; la principal diferencia fue que en EEUU las evoluciones ocurrieron mayoritariamente dentro de los partidos y no fuera).

Tiene pinta que serán los socialistas —65% de probabilidad —. Si se confirma esa tendencia, claro está.

Del lado completamente opuesto del ajedrez político, si solo echamos un vistacito rápido, la gran vencedora de esas elecciones parece ser la extrema derecha, y esa nebulosa heterogénea, antisistema, ultraconservadora, ultracatólica, euroescéptica, brexitora, xenófoba, populista, antimusulmana y antijudía (pero eso hay que callarlo; odiar a los musulmanes pinta mejor) es como con el DSM, ningún partido junta todas estas características (si así fuera sería el Hulk pardo de extrema derecha); pero si reúnes cinco de las diez características, te clasificas.

A continuación de su buena rancha iniciada a principios de la década de 2010, gracias a la participación involuntaria de los migrantes que mueren al intentar cruzar el Mediterráneo, de los atentados yihadistas y de las dificultades económicas poscrisis de las categorías sociales más vulnerables, sumaron un cuarto de los votos, un brote importante respecto a sus resultados de 2009, que fue de 11%.

Pero lo divertido de esa familia política es que sus miembros suelen ver en los demás más bien lo que diferencia que lo que une. Son como una rata blanca, una negra y otra parda, que en lugar de luchar contra el gato pelean entre ellas (a saber quién es la rata blanca en este símil, porque en esta familia política nadie quiere ser la rata negra).

Por lo cual, en lugar de presentar un frente común que podría permitirles tener influencia en el Parlamento y molestar la puesta en marcha de las políticas que no les gustan —de todas formas no tienen posibilidad de imponer su agenda, pues aunque cuentan con 25% de los escaños no pueden establecer alianzas porque nadie los quiere, pero sí podrían tener puestos en las comisiones, tiempo de intervención en la Asamblea, etcétera—, la extrema derecha y los antisistemas no van a constituir un grupo en el Parlamento, sino tres. A lo que se sumarán unos diputados independientes, quienes siendo tan radioactivos como el ástato, podrían vaporizar instantánea y enteramente al grupo que les integre —entre otros, el diputado del Jobbik húngaro a quien le gusta jugar al béisbol con gitanos en el papel de la bola, y los dos diputados del Amanecer Dorado griego que opinan que Hitler era un centrista blando ineficaz—.

Normalmente, un grupo político europeo debe reunir a partidos políticos nacionales que comparten idearios, estrategias y opiniones políticas, y excluir a quienes no los comparten. Pero con la extrema derecha europea no es lo que pasa: suelen odiarse entre ellos, así que partidos ideológicamente muy parecidos se encuentran en grupos distintos, mientras que partidos bastante distintos pueden encontrarse en el mismo grupo porque se toleran. Lo que pasa por ejemplo con el grupo euroescéptico que une el nuevo Partido del Brexit británico, que es de extrema derecha, con el Movimiento Cinco Estrellas italiano, que es populista de izquierda. Así que tendremos tres grupos y algunos independientes representando a una sola corriente ideológica.

Los segundos grandes vencedores son los centristas y liberales. Tanto en número de votos como de escaños llegan muy por detrás de la extrema derecha —sin embargo, casi duplican su número de escaños, pasando de 64 a 106— pero su posición central y sus características propias —opuestamente a la extrema derecha, suelen más ver lo que les une que lo que les diferencia, por lo cual también constituirán el grupo más heterogéneo— les convierte en los grandes vencedores políticos, o al menos lo que más mejoran su posición política, porque con 15% de los escaños, su victoria es relativa.

En las legislaturas anteriores fueron un socio menor de las grandes coaliciones europeas, más por el hecho de que la política europea favorece el consenso más importante posible e intenta abarcar al máximo número de participantes, que por su peso político. Se les incluía cuando la cosa no importaba de verdad, como no tenían verdaderos medios de presión, y si era menester se podía prescindir de ellos en el momento idóneo.

Eran el Nicolas Anelka europeo.

Con 15% de los escaños y con la pérdida de la mayoría por los socialistas y los conservadores, por primera vez puede esperar influir de verdad sobre la política europea. Y sobre todo, imponer su agenda a favor de más integración europea.

Además, el grupo debería estructurarse alrededor de los 21 diputados franceses macronistas de La República en Marcha, de los 17 liberales demócratas británicos, de los 8 diputados españoles de Ciudadanos, y de los 10 diputados rumanos. Pero sobre todo alrededor de los macronistas. Ya veremos las consecuencias abajo.

El tercer grupo ganador es el grupo de los Verdes. Aumentó 50% su resultado, pasando de 52 a 75 escaños, un 10% del total. La posición central de ese grupo, al lado izquierdo del grupo centrista, debería asegurarle una influencia superior al simple recuento matemático.

Sin embargo, esa progresión no es para nada un movimiento de escala europea, ya que se debe a tan solo tres países. En primer lugar a los Verdes alemanes, que alcanzaron el mejor resultado electoral de su historia, llegando a 20%; en segundo lugar a los Verdes franceses, que pasaron de 6 a 12 escaños, y en tercero a los Verdes británicos, que pasaron de 6 a 11 escaños.

Estos resultados tienen una consecuencia importante: un tercio de los diputados Verdes serán alemanes. Eso debería ser suficiente para darles un ascendente sobre las orientaciones ideológicas y estratégicas del grupo.

Y eso va con consecuencias. Desde los años 70 y la aparición de movimientos “verdes” en Europa del Oeste (movimientos antinucleares, en defensa de las tierras agrícolas, etcétera), los Verdes vacilan entre dos estrategias: la primera, la de ser un partido de izquierda, que además de ideas “verdes” promueve valores de izquierda, lo que va con un antiliberalismo o un anticapitalismo, así como buscar alianzas con los socialistas y los comunistas (cuando no se les considera horribles gules socialtraidores matatierra, cómplices estúpidos de la destrucción del planeta que habrá que matar primero para transformarles en compost), y la segunda, que busca una alianza con los Verdes de derecha, que son mucho más minoritarios y aislados en su familia política, pero también más pragmáticos, y sobre todo que no se comen al capitalismo para cagárselo en baños secos ecológicos. Algo que para los Verdes de izquierda es tan difícil como al albatros le resulta difícil tragarse una botella de plástico encontrada en el mar.

Y es la principal diferencia entre el Partido Verde alemán y los otros partidos Verdes, sobre todo el francés: en las últimas décadas optó por la alianza con los Verdes de derecha. Lo que le permite, entre otras razones, alcanzar 10% de los votos a nivel nacional, cuando los otros partidos verdes difícilmente se suben a 3%. Eso quiere también decir que en Alemania el Partido Verde es el que más se parece a La República en marcha, el partido de Macron. Que se encuentra en otro grupo parlamentario. Justo al lado.

Y entonces, ¿ahora qué?

En primer lugar, con dos grupos principales, los Verdes y los centristas, que deberían organizarse alrededor de dos partidos que tienen mucho en común, y también intereses comunes, los Verdes alemanes y los macronistas franceses, cabe pensar que podría aparecer un fuerte polo central que tenga bastante influencia en el Parlamento.

En segundo lugar, la mayoría socialista-conservadora debería ser reemplazada por un cuarteto socialista-verdes-centristas-conservadores. O al menos alguna combinación de tres de estos cuatros partidos, porque es lo que se necesita para llegar a la mayoría. De los cuatro, los Verdes parecen ser los más vulnerables para ser excluidos, porque son el grupo menos numeroso. Pero la tradición política consistiría en incluirlo también, porque se trata en general de tener la mayoría más extensa posible.

En todo caso, ahora las negociaciones entre los partidos se encuentran en torno a los cuatro puestos importantes a nivel europeo: el presidente de la Comisión Europea, el presidente del Consejo Europeo, el presidente del Parlamento, y el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Este último es como un ministerio de asuntos exteriores, pero sin el poder ni el nombre. No tiene el poder porque los jefes de gobiernos de los Estados miembros prefirieron hacerse cargo del poder de decisión sobre la política exterior. Y no tiene el nombre porque frente a las opiniones públicas resultaba difícil asumir transferencias de soberanía a nivel europeo en asuntos exteriores. Pero como premio de consolación, el título de “alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad” ganó el Premio Internacional de Neologismo con Significado Vacío 2014 en la categoría “política” (también llamado “reconocimiento público a través de un objeto simbólico comprensible por personas de ámbitos culturales distintos de su capacidad de llamar las cosas fáciles de explicar con nombre difíciles de entender”).

Las negociaciones parecen dirigirse hacia un reparto equitativo de los cuatro puestos entre los cuatro partidos. Aunque tal vez a los Verdes solo se les otorgue uno para la mitad de la legislatura, por tener menos peso político que los otros. O no se les otorgue nada.

En tercer lugar: en realidad, no debería cambiar nada. Digo, mucho.

En realidad, el Parlamento europeo tiene relativamente poco poder —este es el tipo de información que me viene mejor compartir al final de un artículo que trata de las elecciones en el Parlamento europeo—.

La Unión Europea no es una federación, ni una confederación, y tampoco una alianza. Es una especie de entidad híbrida de soberanía compartida. Un poquito como un coche con alas, una pata de pato y aleta de tiburón, con tres ojos y ocho bocas.

La Unión Europea funciona con tres instituciones: el Consejo Europeo, la Comisión Europea y el Parlamento. El Consejo, la cumbre de los jefes de estado y de gobierno, es a la vez una especie de asamblea de la Unión que vota las decisiones (en teoría a la mayoría, en la práctica casi siempre de forma unánime), y de gobierno, que ejecuta las decisiones comunes. La Comisión es una especie de coordinador que propone cosas y verifica que las decisiones del Consejo son aplicadas por los gobiernos de los estados miembros, o sea los propios componentes del Consejo. En fin, el Parlamento tiene el poder de veto sobre los actos legislativos que vota el Consejo, tiene que votar el presupuesto europeo votado por el Consejo, y controla la acción de la Comisión.

Pero el verdadero poder de decisión lo tiene el Consejo. Y 21 de sus 28 miembros siguen siendo socialistas y conservadores. Una dominación que se ve ponderada por el peso de Francia que dirige el centrista Macron, que tiene dos otros aliados en el Consejo. Y los Verdes no tienen ninguno. En otros términos, la principal consecuencia política de las elecciones europeas es que Macron y los centristas fortalecieron su poder de influencia al reforzar su posición en el Parlamento, pero sin que tampoco cambien los grandes equilibrios políticos europeos.

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Sobre el autor

Clovis Motti

Nació con una organización de 3200 millones de codones compuestos de timina, adenina, guanina, y citosina que le hacen pertenecer a la especie humana, por lo cual se encuentra en la cumbre de la cadena alimenticia. Estudió historia, derecho, y economía, por lo cual tiene una gran biblioteca. Es francés, por lo cual se considera campeón del mundo aunque no juegue al fútbol.

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