
Entre tanto vértigo informativo lo que es noticia una semana, deja de serlo a la siguiente, y así transcurren los hechos nacionales con una caducidad amnésica que impide la reflexión, el análisis, la crítica. Ahora ya poco se dice de la Cartilla moral, cuando hace meses estuvo en el centro de los programas de opinión, las revistas y los periódicos. Ese es el vértigo noticioso que nos desborda.
La publicación de la Cartilla moral por el gobierno del presidente López Obrador llegó entre cuestionamientos de todo tipo. Muchos de ellos se enfilaban al contenido religioso de sus asertos, contenido sospechoso de atentar contra el Estado laico, razón por la cual hace poco más de 70 años, durante la presidencia de Manuel Ávila Camacho, el texto de Alfonso Reyes no llegó a ver la luz.
Otras objeciones se pronunciaron desde perspectivas más liberales. Bajo la fuerte influencia de las ideologías económicas y políticas de los Estados Unidos, algunos vieron en la promoción gubernamental de la Cartilla moral una amenaza a las libertades individuales y a la esfera privada e íntima de la vida de los mexicanos.
Se advirtió, además, que las ideas de Reyes no respondían al contexto actual del país y de la sociedad mexicana; no contempla, por ejemplo, problemáticas como la eutanasia, los asuntos de género o las nuevas estructuras familiares.
Los defensores, en cambio, sostuvieron que el documento original elaborado por Alfonso Reyes podría ser modificado, sometido a discusión, y que puede ser un buen punto de partida para lograr un consenso nacional respecto a los principios morales de la sociedad mexicana.
Tomando en cuenta estas dos posiciones, quiero hacer algunas anotaciones sobre las ideas que encontramos en esta obra, no sin antes mencionar que pocas veces podemos presenciar posicionamientos contrarios igualmente válidos. Tanto los que consideran que los contenidos cercanos a la moral cristiana son riesgosos para el Estado laico y la sociedad mexicana, o los que piensan que hay una amenaza oculta a las libertades individuales, como los que ven en la Cartilla sólo un punto de partida para la transformación o regeneración de los tejidos sociales actualmente reventados por la corrupción y la violencia, todos ellos tienen razón.
Que la Cartilla tiene una fuerte cercanía con la moral cristiana es a todas luces cierto. “La moral de los pueblos civilizados está toda contenida en el Cristianismo”, escribe Alfonso Reyes. Esta afirmación puede ser sometida a la crítica por su contenido. Por ejemplo, ¿no es una visión anacrónica y fuera de lugar distinguir entre pueblos civilizados y no civilizados, como si hubiera pueblos inmorales y otros morales? ¿Qué significa civilizado y no civilizado? El multiculturalismo de nuestros días nos impide aceptar de inmediato afirmaciones semejantes. Pero no sólo eso, además de que no explica cómo es que la moral cristiana integra la moral de la civilización china o hindú, por mencionar sólo dos ejemplos, parece que identifica al bien con la moral, y por esa vía, al bien con el cristianismo. “El creyente ―continúa Reyes― hereda, pues, con su religión, una moral ya hecha, pero el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general”. De este modo, la fórmula de la que parte es la siguiente: bien=moral=religión.
Además de estas inferencias que cualquiera puede hacer siguiendo el texto, lo que me parece más relevante son las implicaciones de la identificación entre bien y moral. Reyes habla de una moral común, compartida, por consiguiente, social. Supongo que no refiere a una moral privada e íntima, porque, si así fuera, las consecuencias de sus ideas serían más alarmantes todavía: todos los mexicanos tendríamos que vivir en nuestra intimidad de acuerdo con las máximas y creencias del cristianismo. Es cierto que no piensa esto último Alfonso Reyes, porque al mismo también considera al no creyente. Piensa, por tanto, en la moral pública, y de una moral pública que se identifica con el bien, sea lo que éste sea. Para Reyes, “el bien es un ideal de justicia y de virtud”, y no debe de confundirse con el interés particular. Es aquí donde los filósofos diferirán. Para unos, la moral social no puede dirigirse a bienes, pues los bienes son relativos y, por consecuencia, no podrían ser compartidos por todas las civilizaciones. Para otros los bienes siempre están vinculados con el interés personal y con fines utilitarios. Una cartilla moral que pretenda representar una moral pública de los mexicanos tendría que prescindir, por consiguiente, de la identificación entre moral y bien. Bastaría decir que nuestra moral pública se dirige a la consecución de una sociedad más justa, lo cual constituiría nuestro ideal, y para ello, no ocupamos de la moral cristiana, como no ocupamos hablar del bien.
Por otro lado, Reyes incorpora el ideal de la virtud a la definición del bien. La noción de las virtudes desde la antigüedad se vincula con el ámbito de la realización personal. A pesar de ello, Platón, por ejemplo, concebía la virtud no sólo como cualidad personal, sino como cualidad del Estado. Su República ideal sería el modelo del Estado virtuoso. Esto ha dado lugar a grandes debates en la historia de las teorías políticas, pues con ello surge el problema de si el Estado debería imponer una cierta forma de virtud. Normalmente se acepta que el Estado virtuoso está constituido por ciudadanos virtuosos, pero ¿estos deben ser formados por el Estado? o ¿el Estado debe ser constituido por ciudadanos que por sí mismos cultivan las virtudes? Esta es, en principio, la diferencia entre republicanismo y liberalismo, entre los modelos del Estado de derecho francés y alemán y el modelo estadounidense. Andrés Manuel López Obrador coincide con los primeros, y de ahí la idea de la Constitución moral ―que en mi opinión sería mejor llamar Constitución ética, para evitar los malentendidos con el sentido predominante en nuestros días de moralidad íntima o privada―; sin embargo, el presidente no ve que sólo puede haber una Constitución moral, a saber, la Constitución mexicana. Los derechos humanos, las garantías individuales, tendrían que ser la Constitución moral de los mexicanos. No hay, pues, por qué multiplicar los entes innecesariamente, para decirlo filosóficamente. No obstante, una Constitución moral, es decir, una Constitución integrada en la cultura, es el ideal que ha guiado a algunos de los más grandes pensadores.
Pero si las ideas anteriores tienen que ser sometidas a discusión y análisis crítico, Reyes aporta otras muy afortunadas que merecen ser tomadas en cuenta. Me refiero a la clasificación de las formas de respeto. La noción del respeto es bastante reciente en la historia del pensamiento filosófico occidental, quizás porque en un mundo en el que había una clara estructura jerárquica en todas las formas de organización social, desde la familia al taller, del ejército al reino, de la Iglesia al monasterio, el respeto era algo tan natural que apenas merecía ser objeto de reflexión teórica, y si llegaba a estar en la mente de los pensadores, era sólo indirectamente. No había, pues, nada más alejado de la conciencia de los seres humanos de siglos anteriores que la idea del respeto igual para todos. Esta conciencia cambió radicalmente en los últimos cien o doscientos años con la idea de la dignidad humana.
Siempre se pensó que lo que es digno merece respeto y, por tanto, del discurso sobre la dignidad humana ―especialmente después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial (atrocidades eurocéntricas, podríamos decir)― vino como consecuencia una ampliación del principio ético del respeto. Es precisamente esto lo que propone Alfonso Reyes y que tendríamos que establecer como base para la conformación de una cultura ética en México. En primer lugar, dice Reyes, respeto a sí mismo y a la dignidad humana; en segundo lugar, el respeto a la sociedad, en términos de normas de urbanidad y cortesía, y en términos de normas jurídicas; en tercero, el respeto a la patria; en cuarto, el respeto a la especie humana; en quinto, el respeto a la naturaleza.
Dejaré para una colaboración posterior la reflexión sobre estas formas del respeto que propuso Alfonso Reyes. Sin duda, es esto lo que nos convendría conservar de la Cartilla moral para el rescate ético de la vida pública nacional.