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Celso no fue un chingón

septiembre 19, 2019Deja un comentarioArtículos, Música, Portada CulturaBy Juan Sordo
Imagen de Omar Vega/Getty Images, desde https://www.grammy.com.

Hace unos días, de repente, se nos murió Celso. Una vez confirmada la noticia se vino la avalancha de reportajes, notas y posts que lamentaban su partida y, sobre todo, que buscaban aquilatar en unas cuantas frases el valor de su obra y su legado. Los días que siguen a la muerte de un artista célebre son tiempos de elogios desmedidos y de exagerar el aprecio que declaramos tenerle a su obra. Pero aun dentro de la exaltación esperada, tuve la sensación de que dos rasgos resultaron distintos a lo que ocurre en otras ocasiones.

Primero, los mensajes de admiración y respeto en las redes fueron tan generalizados como sinceros. Fue evidente que se fue alguien profundamente querido; alguien querido con un cariño vigente y vivo; no como esos afectos avivados por la noticia de la muerte. Aquí no hubo tren del mame. O si lo hubo, ya traía los vagones a reventar desde hacía varias estaciones.

Segundo (y en contraste con esta intensa sinceridad), las páginas de medios locales, nacionales y extranjeros se llenaron no sólo de las alabanzas algo excedidas que cabría esperar, sino de imprecisiones y exageraciones más burdas. Algunas de las más extremas fueron la forzada comparación con George Harrison que hiciera Rolling Stone o la falsa anécdota sobre una primera vez en que Celso habría tocado para García Márquez en el bar 1900 que Código Magenta compartió con lujo de detalles. Pero más constantes fueron las también inexactas, aunque no nuevas, descripciones de Celso como un virtuoso ejecutante y como una suerte de vanguardista de la hibridación de géneros musicales[1].

No soy yo el indicado para juzgar su calidad como ejecutante o innovador musical. Más de uno muy cercano se lo dijo en vida. El mismo día de su muerte, Tony de El Gran Silencio le escribió un mensaje a Celso. En un tono íntimo y amoroso recordó cómo ya le había expresado su desdén por ese afán de los medios por ensalzar su carrera: “No eres el inventor de esa gran mezcla de rock y cumbia […] No eres el literato, el gran maestro de la acordeón”. Remarcar esto ahora, a los pocos días de su muerte, no tiene el objetivo de restarle ningún valor. Es, sin embargo, un punto de partida necesario para aprehender algo del lugar que Celso tiene en el mundo cultural, y más aún, en el mundo psicoafectivo regiomontano.

Antes de tocar para el Gabo, antes de su éxito mundial, antes de que su música llegara al cine de Hollywood y de que se presentara en escenarios internacionales; antes de que grabara esas fusiones de géneros tan mencionadas en estos días, Celso Piña era ya una figura indiscutible y de primer orden en la cultura popular regiomontana y del noreste mexicano. Ya era El rebelde del acordeón, sus canciones tenían un lugar especial en los recuerdos de miles y miles de regiomontanos y, como bien hace notar Olvera en su libro Colombianos en Monterrey, su singular posición como músico e ídolo popular había contribuido como ninguna otra al surgimiento de una nueva identidad colectiva: ser colombia.

Reconocer que la relevancia local de Celso estaba completamente cimentada antes del inicio del nuevo milenio no es ocioso. Al contrario, permite poner sobre la mesa un elemento de su música durante las primeras décadas de su carrera que va completamente a contracorriente de la hibridación y las fusiones por las que hoy tanto se le ensalza.

Indudablemente Celso se convirtió en quién es en gran medida por su personalidad. Amistoso y querendón, bromista y atrabancado, punk y barrio. Alguien que presumía sus logros siempre desde una humildad inquebrantable y que se mantuvo siempre entre los suyos. Alguien que soltaba mentadas de madre en las entrevistas y le hablaba de “güey” al entrevistador en turno. Tenía fama de grifo e interpretaba en vivo con una intensidad que electrizaba a la raza. Pero en cuanto a la música que tocó durante los años en que se forjó como el “Celso de la Macro a reventar” (Joaquín Hurtado dixit), nada más lejano de la innovación o la fusión de géneros.

Su genialidad en un sentido estrictamente sonoro consistió en intentar tocar de la forma más fiel posible a lo que en el mundo sonidero local se consideraba la auténtica cumbia colombiana tradicional. No se trata de ningún secreto. Es un asunto que él mismo narró en numerosas entrevistas y que incluso dejó grabado en los primeros segundos de su canción más conocida mundialmente: la versión de Cumbia sobre el río del disco Barrio bravo de 2001. Su maniobra más importante fue tocar en vivo, de la manera más parecida posible lo que en los barrios de Monterrey ya se escuchaba en discos de vinilo.

Ese es el Celso que yo atesoro. El que se enseñó a tocar el acordeón agarrando a un tocadiscos por maestro. El que, a partir de estudiar las grabaciones que tenía disponibles, estableció su gusto por las variantes de una música que, comparada con las versiones mexicanas de la época le resultaban instrumentalmente más sencillas, más limpias y, justamente por eso, superiores. Más “padrotas”, diría en alguna entrevista.

El Celso de las giras internacionales, el de la ristra de duetos y colaboraciones, también es un Celso verdadero, auténtico. Celebro que se haya disfrutado a sí mismo en esa etapa tanto como aparentaba estarlo haciendo. Si bien en ese periodo, musicalmente, tal vez fue más importante haberse dejado llevar por las propuestas de otros que las innovaciones emprendidas por iniciativa propia, en perspectiva, eso es intrascendente. Celso podía hacerlo. Alrededor de Celso sucedían las cosas. Celso gozaba. Creo que en buena medida, ante su muerte, Monterrey ha reaccionado celebrando su vida más que lamentando su partida.

Celso el virtuoso, Celso el pionero de la fusión de la cumbia tradicional y los nuevos géneros, no son más que tropos que se repiten cansinamente para intentar hacer comprensible el fenómeno de El rebelde del acordeón. Es cierto que se apoyan en algunos elementos innegables de sus últimos años de carrera. Pero ese Celso de las últimas dos décadas sólo pudo catapultarse desde el punto al que ya había llegado un Celso anterior, paciente y empecinado en tocar la cumbia y el vallenato colombianos como debían ser tocados. En el camino, ese Celso paciente contribuyó enormemente a mantener vivo un cancionero y un sonido que en la misma Colombia había salido del gusto del público. Un sonido que es hoy regiomontano. De todos los regiomontanos, pero más de los jodidos. Un Celso que siempre supo que su fuerza no era una fuerza personal ―aunque su persona la potenciara― sino la fuerza de la cumbia misma.


[1] Uno de los pocos textos críticos hacia Piña que se publicaron en estos días, intenta poner en perspectiva que el aprecio que le tienen músicos y públicos de otros géneros, su tardío éxito mediático y sus repercusiones le deben más a ciertos procesos culturales más amplios que tuvieron lugar en Monterrey que a su talento o al carácter especial de su obra. Pero por más refrescante que sea la nota discordante del texto de Sánchez Borges y la dosis de razón que puede llevar, no puede dejar de señalarse el silencio que guarda ante el magnetismo que desde hace décadas ejerce la figura de Celso.

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Sobre el autor

Juan Sordo

Investigador en el Centro de Estudios Interculturales del Noreste, en la Universidad Regiomontana. Doctor en Estudios Humanísticos por el ITESM. Fabricante de cuadernos.

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