
El concepto de literatura, tan mentado, tan transformado en las últimas décadas, no ha perdido, a pesar de los pesares, uno de sus puntos de base: la trascendencia, o mejor: la aspiración a trascender; esto a pesar de su reciente tendencia a la autoanulación como esencia (ya sea a través del regodeo antirreferencial de cierta narrativa, o el autodesvanecimiento de algunos discursos poéticos, o, incluso, en la ficcionalización de la propia vida de los escritores). Menudo asunto, pues para vencer el olvido se precisa la fijación y la reproducción de los textos, eso no ha cambiado a pesar de los años y las reformas tecnológicas. Pienso en la materialidad de la escritura, en la forma en que dotamos de sentido a esa materia y la configuramos como escritura literaria. Hablo de algo que va más allá del soporte. Puede ser una página, una pantalla, un registro sonoro y visual, una piedra, o la arcilla. La escritura es concreción y por ello es también una marca, el registro que inmediatamente se convierte en otra cosa. El lugar donde aparece la escritura no es un espacio transparente, sino el cruce de múltiples significaciones: muchas de ellas escapan al terreno de lo literario (territorio por lo demás difuso y sin límites fijos) y sin embargo no dejan de tener injerencia en la forma en que, como lectores, asumimos que una obra es o no literaria.
Podríamos incluso imaginar a la escritura como un traslado de espacios: de la página en blanco o de la pantalla de un computador personal al libro impreso o a la publicación digital. En ese trayecto suceden una serie de acontecimientos que revelan la injerencia de otros agentes en la creación literaria: la edición (primero como autoedición), la censura (o autocensura) y la final transformación a una “obra pública” legitimada por sellos editoriales, reseñas halagüeñas y un largo etcétera. Esta metamorfosis conlleva un reto para el creador y la creadora: ¿cómo ceder ante las demandas de esa materialidad sin perder por ello los impulsos iniciales que desataron la escritura? ¿Escribir no es ya un proceso colectivo? O más específicamente: ¿hacia dónde apunta esa materialidad? ¿Hacia el monumento o hacia el documento? ¿Estar o permanecer? Responder estos cuestionamientos nos llevaría a ubicarnos en un panorama más amplio: ir más allá del estado presente. No dejarnos impresionar por la parafernalia de los grandes voceros (que muchas veces son los mismos escritores) y pensar en el sentido de trascendencia (muy distinto, por cierto, a la obsesión de estar presente sin importar las consecuencias). Viejos cuestionamientos resurgen al adentrarnos en esta aventura. El más importante, quizá: la añeja queja platónica hacia la utilidad de la literatura. No me interesa responder o inventar una respuesta para ese cuestionamiento: el hecho de que la pregunta se mantenga implica también que la literatura ha permanecido en la cultura occidental (con todo y su infinidad de transformaciones).
Lo que me interesa realmente señalar es que esa permanencia está ligada a un hecho: la trascendencia de ciertas obras y de algunos autores, y que este fenómeno se ha dado no de manera esencial (o de cualquier otra manifestación metafísica), sino a través de cierta materialidad que, paradójicamente, no ha fijado esos textos, sino que los ha mostrado como obras cambiantes: escritura renovada con cada lectura. Articular esos elementos implica algo más: la participación de todos los involucrados en la vida literaria, hablo de autores y obras, pero también de lectores y críticos, de editoriales y demás publicaciones, de historia y de olvido.
Ahora siento que falta algo en ese proceso. La preocupación o el impulso por trascender se ha conformado, en muchos autores, en el hecho de estar presentes, de ser nombrados en ferias del libro y en encuestas periodísticas. La materialidad se desvanece en los 15 minutos de fama, y al final los lectores nos quedamos con las manos vacías, sin la posibilidad de resignificar las obras y dotarlas de otra dimensión. La escritura instantánea llega fácil y fácil se va, carece de materia, y uno se queda con la fuerte sensación de estar perdiendo el tiempo, algo en verdad lamentable.