
Los actuales debates que giran en torno a la idea de democracia suenan un tanto anacrónicos, pues con Rousseau, Voltaire y Montesquieu el debate democrático pareció haber sido superado tras el estallido y triunfo de la independencia de Estados Unidos y poco después de la Revolución Francesa. Fueron estos pensadores los que moldearon en el siglo XVIII la modernidad y junto a ellos se fundó la idea del Estado-Nación en contraposición con los reinos estamentales y feudales que preponderaron en Europa durante siglos previos.
La democracia no puede ser explicada sin un análisis de clases y es que como repaso histórico, se debe recordar que en Europa a finales del siglo XVII y mediados del siglo XVIII una clase mercantil comenzaba a ascender: la recién nacida burguesía que ya teniendo el poder económico debido al comercio, quería comenzar a hacerse del poder político; sin embargo, esta aspiración de clase se veía obstaculizada por la aristocracia o nobleza que se negaba a ceder ese lugar en la jerarquía social. De esta forma la tensión entre clases creció hasta que finalmente resultó en el estallido de revoluciones que se propagaron a lo largo del territorio europeo y culminaron en la inauguración de un sistema económico conocido como “capitalismo”, el cual opera hasta nuestros días.
La democracia entra a escena de manera teórica, es decir, los grandes pensadores retomaron a los antiguos griegos y su modelo político y lo adaptaron a las condiciones sociales de su momento, esta idea fue el sustento teórico-moral de las revoluciones; sin embargo, la intencionalidad abarcaba más un interés de clase que un interés humano universal, pues era la clase burguesa la que llevó a cabo estos cambios estructurales en la historia y quien dio comienzo a una nueva etapa productiva, se hizo del apoyo del pueblo y lo utilizó como carne de cañón para enfrentarse a un sistema que los nobles representaban, quizá el acto más simbólico de esto fue el echar a rodar las cabezas de dos reyes que representaron el final de un imperio ideológico.
A pesar de lo anterior se debe hacer énfasis en el hecho de que con el capital, el imaginario del Estado-Nación y la democracia también arribaron a las estructuras sociales y esto se propagó de manera masiva a partir de los aparatos ideológicos del Estado, una noble tarea que tras de sí contenía una cruda realidad, y es que a pesar de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que se suponía la propia revolución y el sistema democrático buscaban impulsar, en la práctica el tema era otro. La democracia supone el poder votar y ser votado, la participación ciudadana y el hacer entrega del poder político al pueblo, el soberano ya no es una persona sino una población, un pueblo soberano, pero no debemos de olvidar que detrás de las revoluciones existía una clase interesada en llegar al poder y que dialécticamente se instauraría en este para dominar a otra clase. La burguesía se reservó el triunfo para sí misma, los campesinos y siervos pasaron a ser obreros y el acceso al poder continuó reservado para una élite ya que en términos generales, los únicos que podían llegar a las cúpulas políticas eran varones, blancos, letrados y con propiedad privada, condiciones excluyentes que sólo podía cumplir un porcentaje mínimo de la población; la democracia era el discurso, el capitalismo era la práctica.
A excepción de algunos territorios en los que la dualidad burguesía-nobleza logró fusionarse, -tal es el caso de Gran Bretaña-, en la mayor parte del mundo occidental el capitalismo se hizo el sistema económico que regía, es decir, el sistema se globalizó y se hizo llegar a los territorios y reinos más remotos en donde se abrió paso generalmente por la fuerza a través de las colonias y las intervenciones, esto siempre bajo el amparo de los ideales de democracia y libertad que no eran más que una justificación expresa de un acto de dominación excusada con el acto “civilizatorio” que no pretendía sino abrir nuevos mercados para el comercio y la acumulación.
Para este punto se requiere de hacer una breve explicación del anacronismo que significó la democracia y el cómo y por qué esta nace en Grecia, es recuperada por los contractualistas y se “adapta” a sus tiempos; que tras el triunfo de la independencia estadounidense y de la Revolución Francesa esta se hace un modelo político que poco a poco se expande y se impone en diferentes pueblos, es decir, en diferentes realidades, culturas y se interrumpen procesos históricos particulares de una región para ser encajada en uno que tenía la pretensión de ser universal; pero no debemos continuar sin hacer un breve análisis del punto de partido y referencia de Rousseau, el que es quizá el contractualista más famoso.
Rousseau al ser suizo escribió desde una experiencia suiza en la que la democracia podría ser funcional. Suiza, al ser un país pequeño con una población reducida es un territorio en el que este modelo político se habría podido aplicar de forma adecuada, esto sin mencionar que la población de Suiza para mediados de 1700, que fue el momento y espacio histórico desde el cual Rousseau escribió, era muy inferior a la población suiza contemporánea. La democracia, desde su semilla, no estaba diseñada para ser implementada en poblaciones tan grandes y aún así este es el sistema que se exportó en conjunto con un capitalismo.
La evolución de ambos sistemas es interesante; en una dinámica hollywoodense de policías, la democracia es el policía bueno y el capitalismo el policía malo -o al menos así funcionó durante décadas-, no obstante, ambos policías forman parte de la misma institución de seguridad. Esto es sólo otra forma de decir que ambos sistemas son parte de una dinámica bien definida, aunque teóricamente no deberían de serlo, pues dentro de las bases teóricas de la democracia moderna, los pensadores coincidían en que el mayor mal humano es la propiedad privada, que fue una de las mayores motivaciones para la lucha en contra del sistema feudal; la democracia liberal es entonces un oxímoron.
Esta relación no la podemos entender sin ayuda del análisis histórico, mucho se dice que el orden de los factores no altera el producto, aunque esto no es así en los procesos sociales. A pesar de que democracia y capitalismo surgen en un periodo histórico casi paralelo, uno de esos hermanos termina por ser el dominante y el otro el dominado, ni siquiera la carga conceptual milenaria de la democracia le valió para imponerse epistemológicamente sobre el capitalismo, pero es que en un contexto dominado por la lógica del intercambio es el dinero y no el significado lo que mueve la historia y la forma en que una idea se expresa y se propaga; la democracia se subordinó al capitalismo, esto se explica por la sencilla razón de que fue un interés de clase y no humano lo que movió las revoluciones. La democracia es entonces, un modelo político que justifica teórica y prácticamente el ascenso de una nueva clase que antes estaba impedida por otro modelo. La democracia debería ser un ente aparte que brinde la posibilidad de igualdad política a cualquier ciudadano, sin embargo, al haber sido rescatada de su pasado por un interés de clase se subordina al sistema económico y la universalidad del sistema político se pone en entredicho. Por supuesto que este sistema se ha renovado para no morir y es por ello que a lo largo del tiempo diversos grupos, como las mujeres o las comunidades afrodescendientes han recibido reconocimiento como ciudadanos completos, al menos en la teoría y ley, aunque esto no se hace para integrarlos a la política de manera activa -pues aún existe una brecha cultural e histórica que las leyes no alcanzan a cerrar sólo siendo redactadas y aprobadas- pero este reconocimiento se hace con el objetivo de liberar presión social e impedir un colapso del sistema como el que se vivió durante las revoluciones de pleno siglo XVIII.
Moviéndonos en este análisis tenemos que traer a colación hechos que pongan a prueba lo dicho. Sí bien Europa es el mayor exponente del modelo democrático, particularmente Francia, debemos dar a Estados Unidos el lugar que merece en el desarrollo de este sistema dual, pues es el mayor exponente de la intervención política, económica y militar justificada en la idea de “democracia” occidental. El siglo XIX le pertenece a Europa, pero este dominio cambia casi recién entrado el siglo XX con el estallido de la Primera Guerra Mundial y el triunfo silencioso de Estados Unidos, que lo posiciona como una potencia a ser considerada dentro del escenario de las relaciones imperiales que se estaban dando con el zarpazo liberal que significó para Europa los 14 puntos de Woodrow Wilson, que a grandes rasgos definieron la política exterior que tomaría Estados Unidos con respecto al mundo y el valor que este país le daba al libre mercado justificado en el ideal de democracia -pues entre otras cosas, se le demandaba a Europa renunciar a sus colonias y a eliminar barreras económicas que le significaran un freno al comercio libre-.De esta forma se intentó poner un freno institucional al monopolio europeo del comercio y así Estados Unidos se abrió paso en las dinámicas imperiales. El presidente Wilson fue la cara democrática e institucional, el iniciador de una doctrina conocida como el liberalismo que no es más que una de las caras de la moneda, pues cuando las instituciones y acuerdos fracasan, no queda más remedio que usar la mano de hierro.
Estados Unidos definió su hegemonía tras su irrefutable triunfo en la Segunda Guerra Mundial, a partir de este momento y con un enemigo tan formidable como lo fue la Unión Soviética, Estados Unidos ya no debía esconder los dientes y la democracia ya no era sólo parte de un discurso político sino una máscara de un hacer político en el mundo; la democracia fue la justificación perfecta para intervenir económica, política o militarmente alrededor del mundo, así, a pesar de que Europa puso bases teóricas importantes en lo que se refiere al concepto de democracia, fueron los propios Estados Unidos quienes la pusieron en práctica, su mayor mercadólogo.
Los planes Marshall y Breton Wood fueron la cara institucional y liberal, la “democracia” en su máximo esplendor, también fueron un trazar fronteras con la ideología comunista promovida por la URSS; pero ejemplos como las intervenciones en Corea, Vietnam, Cuba, Nicaragua, El Salvador, Chile, Argentina, Irán, Irak o Afganistán, por mencionar algunas, fueron el rostro realista y capitalista protegido por el ideal de “democracia” que tanto intentó globalizar Estados Unidos. No obstante, esto no era más que una violenta apertura de nuevos mercados a explotar que se veían amenazados por ideas contrarias a las del libre mercado; es decir, ideas comunistas.
El capital se vale de la democracia para actuar, se libera a los pueblos por medio de las armas y se les integra dentro de una dinámica comercial relegándolos a su papel de periferia dependiente de un centro. Ya sea por sutiles presiones económicas o descaradas intervenciones militares, diversos países fueron obligados a abandonar sus aspiraciones de autonomía y abrazar un modelo capitalista, abrir sus fronteras y desproteger su campo e industrias en aras de la libre competencia internacional frente a la cual las pequeñas y medianas industrias nacionales nada tenían qué hacer frente a oligopolios trasnacionales; claro que esto tiene su excusa democrática en instituciones como el Banco Mundial (BM) o en Fondo Monetario Internacional (FMI), que condicionan su ayuda y rescates financieros a que los países receptores de estos fondos hagan profundas reformas en sus sistemas económicos y políticos, pero si los países receptores acceden por voluntad propia a realizar estas reformas a cambio del rescate, ¿dónde está lo autoritario y antidemocrático? Que se aprovechen los momentos de crisis y mayor debilidad de los países nada tiene que ver con eso.
Lo expresado en el párrafo anterior se puede ejemplificar nuevamente por medio de la historia. Durante los años 80 América Latina, después de años de desarrollo formidable gracias al modelo de sustitución de importaciones, entra en crisis por la caída internacional del precio del petróleo acordada por la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP) ante los hechos que acontecían en Medio Oriente, frente al recién creado Estado de Israel y la afrenta que eso significó para los países árabes, entre ellos algunos de los mayores abastecedores de petróleo mundial. Después de la caída de los precios, la deuda externa adquirida por países latinoamericanos se vuelve impagable y Estados Unidos, en conjunto con potencias de Occidente, ve en esto una oportunidad de obligar a América Latina a abandonar su modelo de producción por sustitución de importaciones, que si bien era capitalista, no era un modelo lo suficientemente abierto al mercado y se establece el “Consenso de Washington” en 1989, un acuerdo obligado al cual llegan diversos países de América Latina y que son forzados a aceptar de frente a la crisis económica y política que sus gobiernos tenían. La esencia de este consenso es que los países debían reformarse estructuralmente y abrirse al mercado internacional, privatizar las empresas del Estado, reducir aranceles y permitir la entrada de inversión extranjera directa. Por poner un caso cercano, es gracias a estas medidas y consenso que en México durante el gobierno de Miguel Alemán y después con Carlos Salinas, se alienta demasiado la inversión extranjera, se desprotege a la industria y se venden paraestatales como Telmex; de igual forma se firma el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y se comienzan a liberar sectores productivos antes cerrados y protegidos. Las reformas estructurales vividas durante el sexenio de Enrique Peña Nieto son sólo una secuela de este primer momento de apertura.
En este punto es interesante mencionar que estos ideales de libertad económica y democracia, en realidad son puro pragmatismo que protege los intereses de potencias mundiales, pues a pesar de que les exigen a los países periféricos economías totalmente abiertas a la libre competencia, ni Europa ni Estados Unidos desprotegen a sus campos e industrias nacionales, pues esto significaría un golpe fuerte a su seguridad económica y alimentaria.
Hasta este momento democracia y capitalismo parecen una dupla inseparable, pero es natural que si desde la teoría y conceptualmente ambos estén separados, esta rivalidad eventualmente se haga evidente en la práctica. Los medios de comunicación y población en general parecen sorprenderse ante la llegada a las sillas presidenciales de personajes como Donald Trump y Jair Bolsonaro, dos demagogos que parecen contravenir todos los ideales de democracia perseguidos durante siglos, pero es que ellos no representan a las instituciones, han dejado de usar máscaras liberales y se reducen a puro pragmatismo capitalista. Por otro lado, finalmente la democracia comienza a mostrarnos el deterioro en el que se encuentra al haber sido forzada en sociedades tan grandes, pero más que esto, en sociedades tan desiguales en donde los intereses de clases son radicalmente diferentes entre ellos, casi irreconciliables. El capital está entrando en una nueva etapa, en un “hipercapitalismo” en donde la democracia se vuelve ahora, paradójicamente, la mayor enemiga del capital, pues esta representa un obstáculo institucional a su naturaleza expansiva, una etapa en donde o la democracia le sirve o la asesina.
El peso mayor del capital por sobre la democracia siempre se vio y ya se reafirmaba cuando Europa y Estados Unidos comenzaron a relacionarse política y económicamente con un país como China, el cual dista de ser un mercado totalmente abierto con un gobierno democrático, pues estas condicionantes que Occidente impone a otros para comenzar a tener relaciones comerciales y políticas, pasan a segundo término cuando la ganancia es mucho más atractiva que apegarse a un ideal que sólo aplica para países fáciles de doblegar. La democrática elección de Salvador Allende en Chile como presidente se vio enfrentada a los intereses del capital, y como consecuencia se dio su posterior asesinato y el golpe de Estado militar por parte de la junta liderada por Augusto Pinochet apoyada por Estados Unidos; nuevamente la democracia es un peso ligero cuando se le pondera con los intereses monetarios. Países como Israel o Arabia Saudita son otros ejemplos de países no democráticos y violadores de derechos humanos, cuyo peso en capital resulta mayor que el de apegarse a ideas, y su atractivo comercial y político puede invisibilizar cualquier otra objeción ética.
El proteccionismo desenvainado por Estados Unidos nada tiene qué ver con el fin del capitalismo y del libre mercado; al contrario, este país que durante décadas ha sido el mayor exponente de un modelo socioeconómico está entrando en una nueva etapa en la cual pareciera que pretende quebrar todas esas instituciones que lo regulan -sobra decir que son instituciones fundadas en la democracia y en el paradigma liberal wilsoniano, pero que para el capitalismo actual, más que un justificante ya son un estorbo para su crecimiento-. Los ataques en contra de las instituciones fundantes del sistema internacional actual -OMC, ONU, Unión Europea, OTAN, TLCAN, FMI, BM- son un síntoma de un modelo económico que lucha por librarse de sus propias limitantes ante la amenaza de un nuevo contrincante que no funciona dentro de las dinámicas y lógica de Occidente; la llegada de China al juego de hegemonía y la debacle de Estados Unidos como única potencia mundial ponen a prueba una vez más a un sistema económico que nació moribundo y que, otra vez, necesita renovarse para no morir. Sin embargo, sin las limitantes institucionales, como auto sin frenos, el único destino al arrancar es el impacto mortal.
La llegada de la extrema derecha a puestos políticos es sólo el reflejo de un sistema que intenta protegerse, un momento de repliegue durante el cual concentrará fuerza para volver a estallar, pero es este momento uno de los más álgidos y delicados en la historia, pues despierta en las sociedades los miedos que permanecieron ocultos en los tiempos de aparente bonanza. Es en estos momentos de declive cuando “el otro”, se vuelve más visible, o más bien, se vuelve más visibilizado y se le culpa de la escasez económica, política y existencial que prepondera en las sociedades, se alienta el odio y el miedo a partir del discurso político que produce discursivamente un enemigo y de esta forma lavan sus culpas a través de las manos de otros. La política utiliza dos herramientas a su favor para lograr esto, es la economía de la educación y la economía de la ignorancia decidiendo cómo se utilizarán ambas y sobre qué territorialidad y estratos. Huxley, Orwell, Fromm, Marcuse, Foucault o Althusser ya nos hablaban de los riesgos de la alienación y enajenación de las sociedades industrializadas, de la administración pública del ocio, de la cultura, del miedo y de la ignorancia; es esta enajenación y alienación reproducida por el propio Estado que a su vez está subordinado al sistema económico mundial, lo que impide un verdadero pensamiento revolucionario. No obstante, el sistema capitalista paulatinamente se manifiesta tal cual es, más allá de la ética y de las instituciones, más allá de cualquier posibilidad de humanización, pues un sistema que fue pensado para expandirse y crecer a toda costa poco se interesa por el daño que cause y es en este mostrarse sin máscara del sistema que la revolución intelectual dará comienzo.
Democracia y capitalismo, dos hermanos hijos de un Adán y una Eva feudales, condenados a estar unidos por la sangre y destinados a enfrentarse y asesinarse; el capitalismo ha demostrado ser el Caín, asesino de Abel, pero debemos recordar que Caín a su vez fue condenado por Yahvé.