
Los viejos manuales estructuralistas esquematizaban la anatomía de todo relato basándose en la oposición de dos actantes: el sujeto y el oponente. Un sujeto que desea un objeto (de cualquier naturaleza, incluso humana), y, otro, que hace lo posible (y lo imposible) para que aquel no lo obtenga (como si su único objetivo en la vida fuese ése). En la lucha entre estos dos contrarios se concentraba toda la fuerza del juego narrativo. Sortear obstáculos, superar adversidades, seguir hasta vencer (física o discursivamente) al adversario. Debajo de esta oposición subyace la dualidad bueno-malo, sin medias tintas y sin la posibilidad de intercambio.
Sin embargo, la verdadera lucha no consiste en vencer al oponente, sino en crearlo, en configurarlo y darle las características negativas necesarias para justificar la dimensionalidad única e invariable del contrario. El héroe, para serlo, precisa del villano. La existencia de uno reclama la presencia del otro. El asunto va más allá del ámbito del relato, aunque su esencia sea casi exclusivamente discursiva. El problema radica en que en este esquema no hay antagonismo, no existe la posibilidad de la variación y el intercambio de roles. El héroe es siempre héroe; y el villano, villano.
En la antigüedad el antagonista era el que jugaba (recordemos que agón, en una de sus acepciones griegas, significa contienda), y más precisamente: el que jugaba en contra. El diccionario ofrece varias acepciones, enumeraré las principales. La primera: “Persona o cosa opuesta o contraria a otra”. La segunda: “El principal personaje que se opone al protagonista en el conflicto esencial de una obra literaria, cinematográfica”. La tercera: “Que pugna contra la acción de algo o se opone a ella”. Hasta ahí las definiciones, creo que tenemos la idea.
En este mundo de representaciones instantáneas, ¡pobre de quien se quede sin oponente! No hay dramatismo, ni valentía, ni vanguardia, ni diferencia posible. El peso del argumento —sobre todo si se le considera un argumento verdadero o legítimo— radica en una sola acción: demoler al otro. No se puede ser de avanzada o, en contraposición, tradicionalista sin tener en frente a un retrógrado o a un provocador. Que unos defiendan una cosa y otros otra, no significa que tengan que anular (hasta volverla cenizas) cualquier divergencia. Visto así, esto va más allá del universo de las falacias, pues ni siquiera se dan las posibilidades mínimas para un intercambio de ideas. Nadie escucha a nadie. El decreto aplasta a la interlocución. Y los falsos dilemas se coronan y se propagan como plaga bíblica.
El asunto de fondo tiene que ver con la otredad: ¿es posible la comprensión de la alteridad? Dije comprensión, no proyección de buenos deseos; y por desgracia parece que habitamos en una realidad virtual unidimensional. Pero en la superficie se mueven (conectándose y desconectándose) infinidad de redes discursivas. Representamos la realidad (nuestra particular y peculiar realidad) a través de relatos (esa idea del mundo donde tiene —o debería de tener, porque nosotros se lo otorgamos— sentido nuestra existencia).
La frase común y sobada “ponte en su lugar” no es, en la práctica, más que una fórmula retórica. ¿Es posible ponerse en el lugar del otro, de la otra? No lo sé, pero sospecho que para poder hacerlo más que imaginación precisamos de autocrítica: entender nuestra condición de interlocutores. Porque, al final, quiero creer que un objetivo posible de todo relato sería el establecimiento de un diálogo. ¿Podemos pasar de relatores a escuchas? ¿De autores a lectores?
Para ejemplificar lo anterior me gustaría recurrir a uno de los esquemas más socorridos en la era moderna, el de la comunicación. Todos los que, de alguna manera, nos formamos en el ámbito de las humanidades y tuvimos algún trato con la lingüística recordamos ese modelo que voy a simplificar hasta el extremo: emisor-mensaje (vía un código y un canal adecuados)-receptor. En esa abstracción, la comunicación parece marchar en una sola vía. El viejo Bajtín reparó en esta falencia, al denunciar el intercambio de roles y la puesta en escena de la interlocución. El emisor, una vez emitido el mensaje, se convertía a su vez en receptor. La vía comunicativa era (o debería ser) de ida y vuelta. Pensemos un poco en las implicaciones de este proceso. El primer emisor ha transmitido una idea que piensa verdadera al receptor (a quien considera su oponente). Hasta aquí suelen llegar las peroratas, parafernalias y balbuceos que inundan redes sociales y medios de comunicación. Imaginemos un poco más. El oponente escucha la idea, la analiza y responde con argumentos: pasa de receptor a emisor. Vayamos más allá: el primer emisor, ahora receptor, escucha la respuesta y la contrasta con su idea original, acepta lo aceptable y rechaza lo que considera inadecuado. Estaríamos ya ante un proceso auténtico de interlocución.
He ahí el verdadero antagonismo. El “yo” se complementa con el “tú”, pues al final son deícticos: funciones y significados intercambiables en el circuito de la comunicación según su posición en el discurso. No digo con esto que debamos aceptar cualquier tipo de oposición, en una suerte de acto reflejo, sino que tratemos de no confeccionar al antagonista a nuestro antojo y conveniencia. Hace falta la discusión, sin duda; pero de las imposiciones ya estamos un poco hartos.