
Reza la frase trillada: “la primera impresión es la que cuenta”, en un claro guiño a los instintos y en detrimento de algún razonamiento posterior. No voy a discutir aquí la validez de tal sentencia. Puede ser que la primera impresión nos marque y condicione nuestras opiniones posteriores. Me preocupa más bien la incapacidad para movernos de esa etapa sensorial. Tras la impresión debería llegar el análisis y, finalmente, la emisión de un juicio. No siempre sucede así, más bien: casi nunca sucede así. Y si bien esta acción condicionada opera en todos los órdenes en la vida (hay montañas de teorías sobre el “amor a primera vista”, por ejemplo), me gustaría concentrarme en el ámbito cultural. Esto me coloca en el campo de los públicos, de las audiencias. Escribo estas líneas apelando a mi condición de lector, de espectador. Estoy consciente de que estos tiempos privilegian la instantaneidad y para el mercado y la política actuales las tendencias son más importantes que los contenidos. La meta es “posicionar”, “impactar”, aunque esas “conquistas” sean inevitablemente efímeras.
No hay tiempo para reparar en nada, sólo para reproducir en automático prejuicios a diestra y siniestra. El campo de la cultura padece esta saturación de impresiones que sólo reafirma la condición de producto desechable de cualquier tipo de creación. Obsesionados con evidenciar cada instante, con dar cuenta de cada producto cultural consumido, los lectores y espectadores se vuelven protagonistas en cada una de sus burbujas virtuales. Esto no es necesariamente negativo: la cultura es un proceso continuo y en ella intervenimos todos. El problema radica en que la participación de los receptores no suele pasar del simulacro, y, eventualmente, es omitida tanto de las políticas culturales como de las estrategias del mercado. En el ámbito cultural parece no haber espacio para públicos activos, sino sólo lugar para clientes y consumidores. Las instituciones persiguen cumplir con el protocolo; y las industrias culturales se contentan con vender o colocar sus producciones.
La respuesta a esta exclusión es sencilla: para quienes intentan imponer y difundir “productos artísticos” o “políticas culturales” es más fácil lidiar con impresiones que con argumentos. Esto no es nuevo, pues, a pesar de todas las transformaciones que ha padecido el campo cultural en nuestras naciones, la exclusión del juicio del público sigue siendo una constante. Lo novedoso son los mecanismos que ahora adapta. Doy algunos ejemplos: sustituir a la crítica por el comentario o la publicidad (los canales de videos en las redes sociales son terreno fértil para estas acciones); equiparar la adquisición de un bien cultural con su lectura o interpretación; y ponderar el vínculo afectivo y nostálgico sobre el reflexivo. El común denominador de las acciones que recién señalé es el impresionismo. Así, nos recetan formulas, listados y competencias basados en gustos, instintos, recuerdos y anécdotas. El gancho: la personalización. El gran simulacro donde parece que esa obra, libro o cinta te habla directamente a ti, y, en apariencia, tú puedes expresarte libremente sobre ellos. Pero hasta ahí llega la ilusión. La exclusión, lo sabemos, es más efectiva cuando no parece tal.
El resultado: la saturación de impresiones y la banalización de los juicios. La prisa por decir algo, por dejar constancia, termina por tener el efecto opuesto: la intrascendencia. La impresión se quedó en eso: una reacción impulsiva, carne de cañón para publicistas y demagogos. No apelo a la noción de autoridad ni mucho menos propongo un retorno a la pontificación de los “expertos”. Al contrario: entre menos mediaciones, mejor. Pero sí apelo a un esfuerzo mayor, tratar de ir más allá del gusto: cuestionarlo, interpelarlo y, también, distanciarnos un poco. En pocas palabras, configurar nuestro proprio canon y elaborarlo a través de búsquedas y descubrimientos propios. La primera impresión no es la que cuenta, es sólo el inicio…