
No en el sendero bienaventurado
Veo la noche, Críspula, amiga,
tu bicicleta ya no anda entre nubes,
veo que viene la noche amarilla
y los tímalos nadan hacia la orilla,
Críspula, hay una gota de agua en cada
uno de tus dedos y el pez nada,
si en la niebla, si en la semilla,
si en el algodón de la pérdida,
Críspula, si en el sendero de los
bienaventurados, amiga, tuvieras
tu sombra, si pudieras caminar,
pero estás lejos de estos pasos.
La luna suspira y de su aliento
caen pétalos, Críspula, ¿no lo ves?
Como se cae el valle, como cae en
la sombra, como en este momento
se callan todos los sapos, ¿por qué
Críspula no me quiere decir
donde encontrar su nuevo nido?
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El consuelo del mar
Digamos que estoy frente al mar y pienso en todos los versos que se le han escrito,
los griegos arcaicos ya lo sentían agotado en su hexámetros:
se había comparado la espuma a caballos, a nubes; su marea a los
ojos de una amada fenicia y antes de ellos los cavernícolas se paraban boquiabiertos,
tenían que pensar más que ahora porque no se había bautizado todo bajo el sol,
¿con qué compararlo?, no conocían el espejo ni los dioses para cotejar,
entonces se veían obligados a decir nada más, inespecíficos: «es como una palabra»,
tenían que asegurarse, dudosos, «es quizás más grande que el albatros, el escollo y el pez», porque, ¿quién sabría de proporciones y volumen entonces?, (aún la corona de
Arquímedes no se hundía en la bañera,) pero sentían lo mismo al esconderse bajo la
copa de los tilos, rasgar la arena y tomar agua fresca de sus manos calladas.
Estando frente al mar no hay mayor consuelo que esto.
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Idem marum
Todo siempre ha sido igual.
Los viejos siempre se preocupan, ¿qué le pasa a los jóvenes?,
lo dicen desde sus terrazas, espiándolos, escandalizados,
¿no recuerdan los chismes de sus vecinos cuando tenían diecisiete?
¿no se recuerdan a si mismos? ¿no recuerdan las orgías papales?
¿no recuerdan que a los doce se tiene una canción favorita, fuera una
cítara, una banda de glam rock o el bramido ronco de un mamut?
¿no se recuerdan las tardes imperiales-perversas de Mesalina?
vemos las noticias y nos ponemos cada vez más ansiosos,
¿no recordamos los aullidos de los empalados de la Inquisición?
¿la Noche Triste? dicen: «qué terrible, lo asaltaron a la vuelta de la esquina,
eso no pasaba antes», ¿y los forajidos que atacaban a los vaqueros?
¿los corsarios que atracaban puerto a matar?
¿los comunistas que nos iban a expropiar?
¿que nada crecía de nuevo donde pasaban los hunos?
hablan de los fakes news, ¿no recuerdan el libelo de sangre?
me asustan más los visigodos, los corazones secos de las Guerras Floridas
colgando como pétalos blancos, las manos de glorias como raíz de regaliz.
La gente dice: «los niños de ahora son tan extraños, le tienen miedo a las sombras»
pero uno lee a Erina de Telos recordándole a la difunta Baucis su pavor a
Mormo, es decir, al Coco, al Boogyeman, como jugaron a ser novias.
Todas las infancia se temieron igual,
pero es mentira, porque algunos crecieron con dictadores
o en la Constantinopla virulenta de Justiniano,
pero, ¿no todos vimos la sal?, si, quizás no la tuvimos
en el paladar pero la vimos, todos brotamos del mismo telar, idem marum,
no hay nuevo bajo el sol, dice el rey en su trono nuevo de marfil,
la misma canela, todos amamos a quien no nos amó
(no puedo decir que todos amaron a quien los amó), le tuvimos aprecio
a un perro o a un pavorreal que murió atragantado,
pero como Salomón es sabio dice, podemos concluir
también que todos es diferente cada cinco minutos,
una hoja de arce se desprendió, la escolopendra que
reptaba se escondió en su guarida,
hay nueva miel en el panal,
una llamada telefónica entre dos amigos
termina para siempre.
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Nocturno del María Aguilar
Las piedras no sangran, dicen, las piedras tienen piel
de rinoceronte y no sangran, dicen, las piedras solo son
las cáscara del huevo de donde germinó la tierra, dicen,
el gran huevo alegórico del que hablaron doscientos alquimistas
en su abrogación áurea contra los teólogos, las piedras no sangran,
me aseguran, así que tengo que responder como un demóstenes,
si me lanzan las piedras, contra un muro arenoso,
como los hombres malos que detestaron los profetas,
o como los infantes-diablos que mataron a los adúlteros,
o como los clientes antiguos de las prostitutas suplicantes,
si muero apedreado así, serán ellas (las piedras) las que sangren
y no mi piel de cordero, no mi carne de animal asustado,
todos los sedimentos sin recoger en el humus de los continentes,
esas simientes infecundas y grises, nacieron para que yo no sangre,
que mi piel quede como antes del bautismo y antes de las vacunas
de refuerzo, termino de hablar pero entonces ellos me preguntan por
mi sangre y yo les respondo con el fuego rapaz de las mil dudas,
¿qué fauna, que peces con espinazos, que serpientes camufladas
pueden nadar entre sus muros? ¿qué anémonas se sacuden en su
corriente? ¿cuáles vientos impulsan sus mareas de camarones?
¿a dónde flotan los rosarios estrujados de sus náufragos?
¿podrá decir «esta soy yo» estando tan lejos, allá en el pie?
¿por qué está más viva en las sienes? Su atardecer tiene que ser
más rojo, más submarino y, sin embargo, eterno, entibiando las
regiones fangosas de los riñones donde reposan semillas de quién
sabe qué bestia, y entonces ellos me preguntan de nuevo por las piedras,
por mi casa hay piedras enormes que trajo ese río con nombre de mujer
ahogada, María Aguilar, un río que se ahoga en sí mismo, que trajo
las piedras en los tiempos prehistóricos cuando el habitante paleolítico
moldeaba sus vasijas en la misma gruta de donde brotan los pilotes
de mi casa, en esas piedras también se agolpa mi sangre con su
misma fauna, anémonas y rosarios, depósitos duros de mi alma,
adentro de esas piedras los calcios de mis leches y el aire de mis
bostezos apostólicos, los vitrales de mi digestión vegetal, el cordón
umbilical que se hunde, subyacente, en la colina mojada por el río
María Aguilar por lo que mi cuerpo y los dones de mi lengua
se pierden en la hostia seca y la sangre de buey de la colina,
eso pasa y las piedras se mantienen fuertes como discóbolos,
ellos se estremecen, los débiles se alejan, recurro a la parábola
en el meandro roto del María Aguilar vive una náyade,
a) la náyade es acaso luz refractada, cetáceo
b) es muda, no tiene lengua, antigua, tiene algo de loba en ciertas noches inquietas
c) se dice que enloqueció, que se esconde en la escalera de la casa, mi mamá la ahuyenta, infancia, no habla
cuando la náyade se va, tengo que concluir, veo que ellos agarran
piedras, parece un gorrión que se aleja, un gusano que se asfixia,
a veces hasta parece, y eso da de qué pensar, que no odia el río.