
En los últimos años, en la mente europea, la inmigración se ha visto personificada por dos imágenes. La primera: grupos de millares de personas atravesando los Balcanes andando a pie, en harapos, con un pequeño hato con tres cosillas dentro; y la segunda: pateras repletas de gente desesperada y a punto de hundirse, al lado de un barco de una ONG que los está rescatando.
Y la mente europea siendo lo que es, lo que mucha gente ve es más bien hordas de morenitos invasores que vienen colonizar Europa e imponerle el Islam, votando leyes prohibiendo el jamón plurisecular para reemplazarlo con humus obligatorio para cada desayuno, y huestes raciales negras que vienen a manchar la inmaculada blancura pura de la raza europea. Y a veces hacer las dos cosas a la vez, manchando la diáfana pureza europea al matar al cordero en la bañera (con uñas afiladas y caninas aún más afiladas y cubiertas de curare).
Sin embargo, por muy llamativo que sean esas imágenes, y por mucho que captaron la atención mediática, cabe cuestionar si son las que más ilustran la realidad de las migraciones en Europa.
La imagen de migrantes africanos cruzando el Mediterráneo no es nueva. Apareció a principios de los años 2000 en España, cuando jóvenes migrantes intentaban saltarse las vallas alambradas de Ceuta y Melilla, o intentaban directamente el cruce del Estrecho de Gibraltar. Pero, si bien llamó mucho la atención del público, numéricamente hablando representaban poca cosa, unas quince mil personas al año, comparando con el millón de inmigrantes ingresando a Europa anualmente. Ni siquiera representaban una fracción importante de los inmigrantes ilegales, que en su mayoría eran migrantes legales que permanecían en Europa después de caducar su visado legal.
Un pico en los cruces en 2006 —más de 35 000 cruces— constituye la primera crisis migratoria europea. España replicó con eficacia con una de las mejores técnicas inventada por la humanidad cuando se tropieza con un problema: enviar la mier… ej… digo, el problema hacia el vecino, y allá él. Funcionó bastante bien y a los cuatro años el número de cruces entre Marruecos y España se redujo por debajo de los 5 000.
De forma totalmente inexplicable hasta estos días, más o menos al mismo tiempo, el número de cruces entre África e Italia se disparó: alcanzó los 36 000 en 2008. Afortunadamente, ellos también tenían una solución al lado. Esa solución se llamaba Grecia.
Esto es muy importante para México hoy en día, porque es en aquel entonces que se inventó el deporte más practicado a nivel mundial, el bien llamado “ping-pong migrante”. Las reglas son sencillas: un país, el cambio climático, o problemas económicos, mandan bolas por una parte, y del otro lado, otro país intenta reenviarlas, o, a su defecto, enviarlas al equipo de al lado. Al final, todos los equipos envían bolas por todas partes.
Árbitro no hay, se puede hacer cualquier cosa para enviar las bolas —salvo comérselas— el ACNUR gestiona el marcador, y al final gana el que ha reenviado más bolas. Si desaparecen bolas en medio del partido no pasa nada. Ahora estáis listo para el partido de México (con el delantero Ebrard y el defensa AMLO) con Guatemala enfrente, y a Estados Unidos en la mesa de al lado.
Total, el verdadero problema aparece cuando ya no hay otro equipo al lado. Y se incrementa exponencialmente cuando al mismo tiempo una guerra civil provoca el exilio de 4 millones de personas. En 2014 se disparó el número de refugiados llegando a Europa: 620 000, el doble de 2012. En 2015, llegaron 1 000 000. En total, este año, llegaron a Europa 1 800 000 inmigrantes “ilegales”. Fue en aquel entonces que vimos familias con bebés dormir bajo las estrellas en las magníficas playas de Turquía, cruzar el mar Egeo, y recorrer millares de kilómetros antes de cruzar la frontera del espacio de libre circulación europeo en Hungría, antes de seguir su camino hasta Alemania y Suecia.
Pero la Unión europea reaccionó como se podía esperar del continente de la Libertad (nadie lo llama así, pero me parece que el apodo tiene un buen toque. Ojalá que cuelgue.): cerró las fronteras más que antes, pactó con Turquía para que hiciera todo lo posible para que los 2,5 millones de refugiados sirios que acoge no se vayan a Europa, empezaron a reenviar gente a Afganistán porque no hay taaaaanta gueeeerra vamos, no exageres, no seas débil.
Fue en aquel entonces también que empezó el segundo acto: una vez más o menos agotado el goteo de los refugiados medio orientales, Europa dirigió la mirada hacía un nuevo escenario. En el mediterráneo volvían a cruzar pateras llenas de africanos. La mayoría zarpando de Libia para llegar a Malta o Italia, aprovechándose, en gran parte, del caos creado por la caída de Gadafi.
Durante dos o tres años, casi a diario vimos la llegada de migrantes africanos a las costas europeas. En la tele o en internet, se veían imágenes de pateras en medio del mar, de pateras al lado de un buque de rescate, de migrantes negros desembarcándose al muelle. Tuvo un impacto importante en el debate público europeo, en el discurso político, y sobre todo en la percepción de la gente, que tuvo la impresión de una llegada importante, ininterrumpida, imposible de parar, de negr…digo, de inmigrantes ilegales a Europa.
Pero, ¿cuál es la realidad de las cifras? ¿Es corroborada esta impresión?
Ante todo, en la cúspide de la crisis llegaron 1 800 000 de refugiados. La Unión tiene 513 millones de habitantes, así que los refugiados recién llegados representan un 0,3% de la población.
Sobre el millón de refugiados que cruzó el mediterráneo, los sirios constituyen un 25% de los refugiados; los iraquíes y los afganos, otro 25%. Luego vienen países con mucha población, tipo Nigeria y Pakistán. En proporción de la población, los eritreos llegan tal vez segundos detrás de los sirios, gracias al hecho de que el país es una dictadura que considera que las amenazas militares contra el país justifican imponer un servicio militar integral de duración indeterminada, y que al esperar un enfrentamiento militar hipotético se puede afectar a los alistados a tareas de “guerra económica” en fábrica o en el campo, sin pagarlo, lo que en la realidad se traduce con una porción importante de la población siendo esclavizada. Un 25% de estos migrantes eran menores.
Pero, como bien lo habrán notado los dotados para las matemáticas, hay una diferencia entre 1 y 1,8. De dónde procede esta diferencia? Pues de la mismísima Europa. En el proceso de cruzamiento de los Balcanes, se sumaron gente a los que venían de lejos. En algunas semanas, se juntó el 5% de la población de Kosovo. Albaneses, serbios, pero fuera de los Balcanes, también ucranianos, rusos y georgianos, también se juntaron al esfuerzo común.
En Francia, el segundo país de origen de los que piden el estatuto de refugiado es Albania. Si no es exactamente la primera potencia económica del continente, tampoco es un país cuya situación interna justificaría tal flujo de refugiados. Por lo cual, surgió en la opinión pública la idea de que el estatuto de refugiado taparía en realidad una inmigración económica.
Y eso es clave: en su mayoría, los europeos se imaginan la inmigración como la llegada masiva de negros con una máscara de refugiados que esconde en realidad un migrante económico que va a robarme el trabajo (y, a medio plazo, a mi mujer o a mi hija.) Pero, ¿será así? Esta visión apocalíptica, ¿coincide con la realidad?
En primer lugar, hablamos de un tiempo de crisis. En promedio, en los años precediendo la crisis, la Unión Europea acogía más bien a unos 300 000 refugiados al año. En 2018, la cifra bajó a 150 000, la mitad de lo que era antes. En la cúspide de la crisis, la inmigración extraeuropea representó algo como tres años normales, y gracias a las nuevas políticas que se implementaron a consecuencia, si la cosas siguen como son —lo que es muy poco probable, pero da una idea de la amplitud del fenómeno— tardaría unos seis años para que el reparto corresponda al promedio. Ya pasaron tres.
En segundo lugar, hablamos de refugiados. Pero los refugiados distan mucho de ser el primer motivo de migración a Europa. De forma algo esquemática, a largo plazo y sin tomar en cuenta las variaciones temporales, el asilo representa un 10-15% de la migración a Europa. La migración económica legal, con visado, contrato de trabajo y justificación del trabajo representa otro 10-15%.
Luego viene el motivo de los estudios, que explica un 30% de las migraciones, como es lógico para un continente que considera que acoger a estudiantes del mundo entero es un elemento clave de su estrategia de poder de atracción mundial. Cinco de los diez países que acogen a más estudiantes extranjeros son europeos. Y debido a que muchos países son atractivos, pero tienen una población reducida, a lo mejor teniendo en cuenta la población o el número total de estudiantes, sería aún mucho más.
Y el resto, un 50%, llega a Europa por motivos familiares. O sea, gente que vive en Europa que trae a su pareja o a sus hijos. Digo “gente que vive en Europa”, porque en más o menos la mitad de los casos, se trata de europeos de origen que se casaron con extranjeros, o que tuvieron hijos que nacieron en otro continente, y que los traen a Europa. O sea, franceses que se fueron a hundir el cruasán en chocolate negro, ingleses que hundieron su galleta en té indio, alemanas que abrieron el pan para acoger el kebab turco. Pero sus vástagos cuentan como inmigrantes.
Y, en fin, hablamos de migrantes extraeuropeos. Pero, si bien el travieso espíritu europeo percibe huestes negras musulmanas detrás de las cifras brutas, la realidad es que un 50% de los inmigrantes en un país proceden de otro país europeo. Como pasa en otras partes del mundo, la mayor parte de las migraciones se realizan a corta distancia, en el país vecino, o en uno cercano.
Se estima que un 3-4% de la población europea vive en otro país de Europa. O sea, entre 12 y 16 millones de personas. Esta migración interna afecta de forma diferente a las distintas partes del continente. Europa del Oeste y del Norte acoge a la mayoría de esos migrantes, mientras que Europa del Este perdió un 10-20% de su población que emigró al oeste. Así, un millón de polacos inmigraron al reino Unido… mientras que dos millones de ucranianos inmigraron a Polonia (Ucrania no está en la Unión Europea, y tampoco en Rusia, aunque es lo que piense el Kremlin, pero la idea sigue vigente).
En total, se estima que alrededor de 22 millones de habitantes de Europa nacieron fuera del continente. Más o menos un 4%. En comparación, sin evocar casos particulares y casi caricaturales como los países del Golfo, Europa se queda detrás de grandes países de inmigración como Rusia (que acoge a unos 300 000 inmigrantes anuales, y la población extranjera llega al 7% de la población. Si en los años 1990 se trataba sobre todo de “rusos étnicos” nacidos en las ex repúblicas de la difunta Unión Soviética, hoy en día se trata en mayoría de poblaciones musulmanas de Asia Central o Estados Unidos.
Obviamente, ese hueco entre percepción y realidad tiene consecuencias políticas en el desarrollo del voto de extrema derecha en Europa, en la integración de las poblaciones extraeuropeas, etcétera. Sobre todo, que, ilustrando a la perfección el viejo dicho “los otros emigran, nosotros nos expatriamos”, no entra para nada en el imaginario europeo el hecho de que cada año 3 millones de europeos se marchan a otro continente, la mayoría temporalmente.
Del mismo modo, no queda para nada integrado que durante los dos siglos precediendo el presente régimen migratorio, Europa fue la mayor, si no la única, fuente de migración transcontinental.
Entre Napoleón y la Primera Guerra Mundial, 60 millones de europeos emigraron a otro continente. De los descendientes de la gente que vivía en Europa en 1800, un 40% vive hoy en día fuera de Europa. 500 millones de personas, contra 800 millones en Europa.
En comparación, si tomamos como punto de partida artificial el año 1800, y consideramos de forma artificial que la población de los continentes es pura (ya, ya sé que para México ya no es así, pero no jodáis, el centro del mundo es Francia, no México, aguántenlo), vemos que hoy en día tal vez un 90-95% de los descendientes de norteamericanos, suramericanos, africanos y asiáticos que vivían en 1800 viven en sus continentes respectivos.
Esa es la dura realidad. En los siglos de mayor desarrollo económico y social, en los que Europa exportó al mundo su filosofía, sus libros, sus películas, junto con sus técnicas, sus tecnologías, sus coches y sus aviones, siglos de invenciones, comodidad material y bonanza intelectual, el mayor producto de exportación europeo fue la lefa. Bueno, el esperma. Bueno, el esperma transformado, producto final. De nada.
Resulta difícil contemplar la magnitud del esfuerzo original que no necesitó. Para él, se necesitó producir 3 000 000 litros de esperma. El equivalente de 7 500 piscinas olímpicas. Para llegar hoy en día a 37 000 millones de tonelada de material biológico extraeuropeo originando de Europa.
Y hoy en día, el mundo se baña —metafórica, y no literalmente, espero— en estas piscinas.
Total, se puede sacar varias conclusiones de estos desorientadores datos.
Lo primero, es que lo mejor de Europa no salió de la boca de Einstein, sino de sus cojones.
Lo segundo, en realidad los cruces del Mediterráneo apenas representan una gota de agua en el mar. Bueno, una gota de unas centenas de metros de anchura, a lo mejor, pero sin embargo una gota.
Lo tercero: gracias a su posición dominante en lo tecnológico, lo militar, y lo político —sí, considero inscribir esta frase en el campeonato mundial de neologismo— Europa, el continente que durante más tiempo conservó su homogeneidad étnica, más, digamos, que América Latina. Esto está a punto de cambiar. De hecho, ya está cambiando —proyecciones demográficas indican que, en Europa del Oeste a corto plazo, una generación, hasta un 20% de la población tendrá un padre, o los dos, que nació en otro continente— pero no tan rápido como uno piensa.
Lo cuarto: a la hora en que la cantidad de la población europea está a punto de reducirse como una polla que sale de una piscina en invierno, mucha gente ve a la inmigración como una solución para traer a Europa “sangre fresca”, o sea jóvenes trabajadores que trabajarán para pagar las pensiones de los jubilados. Parece que no va a ser así, o que al menos no será suficiente. Por una parte, porque en gran medida es una parte del continente que atrae a los jóvenes de otra parte, así que esto incentivará aún más los problemas allí, y por otra parte porque aún así, y aún con la inmigración extraeuropea, no bastará.
Por cierto: los inmigrantes europeos tienen, en promedio, mejores calificaciones que la población autóctona. Lo que es lógico porque emigrar cuesta mogollón, y en este caso mejor vale apostar en los mejores que en los necios. Eso no impedirá que en Europa barran calles y edifiquen muros, pero cabía notarlo.
Otra cosa cierta: también hay una inmigración relativamente rica, por ejemplo, en el caso de los rusos, que suelen inmigrar a Europa —y compran clubes de fútbol— cuando tienen mucho dinero, y temen que les pase algo inesperado en la Madre Patria (a lo mejor pronto se tendrá que actualizar la sabiduría popular francesa que solía decir “uno aún se sabe diferenciar entre un árabe y un emir”).
Lo quinto y lo último: que uno puede ser a la vez habitante del continente de la historia reciente —sólo hablo de los últimos milenarios, no más— más tuvo migración extracontinental, y ser el que más se queja de las migraciones extracontinentales.
Creo que es una lección importante y tranquilizadora, por si algún día los mestizos guatemaltecos se ponen a joder el mestizaje mexicano.