
El lugar de José de la Colina no lo llena nadie. Es común que se hagan aseveraciones por el estilo cuando un autor fallece, no obstante la convicción de que, con el tiempo, alguien vendrá, mal que bien –a su manera- a sustituirlo: la gente no dejará de escribir; y nada más mediocre que pensar en un pasado irremplazable.
Sin embargo, el caso de José de la Colina es tan particular, de una luz tan propia y refulgente, que sus lectores difícilmente encontraremos una personalidad que iguale su encanto y brillantez. Aunque no titubeo en la aseveración inicial, tengo claro lo absurdo de dicha circunstancia pues, el lugar de José de la Colina en la cultura nacional, se ve un tanto difuso y de difícil ubicación.
Un lector agudo de Faulkner y Conrad que, a pesar de contar con grandes cualidades para la narrativa, es un cuentista de una carrera muy breve; algunos cuantos, quién sabe por qué razón, habrán leído La lucha con la pantera o, gracias a la Universidad Veracruzana que la rescató y relanzó: Ven, caballo gris. Por otra parte, está el periodista cultural, lúdico e inteligente, que podía hablar igual de novelistas que de poetas, dedicarse a la traducción o al anecdotario.
De lo anterior da cuenta ese diálogo que tuvo con Octavio Paz en la serie televisiva “Conversaciones con Octavio Paz”, donde José de la Colina derrocha toda su cultura con gran amenidad. Esa amenidad que a veces suele criticarse, porque se le ve como un signo de desmedida relajación, de facilidad o imposibilidad por parte del escritor para ser más serio, más profundo, es en José de la Colina reflejo de todo lo contrario. Un conocimiento amplio y profundo de diversos tópicos, el gozo honesto que el arte produce en él, le permiten abordar todo ello con la mayor familiaridad, de manera muy personal, pues tal es su dominio.
Tan inteligente y buen prosista era José de la Colina que, lo más leíble del monótono periódico Milenio (incluso en sus textos culturales), era él. Por fortuna vivió más que sus contemporáneos, de tal modo que fue él el encargado de recuperar sus biografías, a retazos de anécdotas, detalles, bromas que dibujan a los personajes con toda su riqueza, mejor de lo que podían hacerlo trabajos académicos. Él y Emilio García Riera -entre otros- vinieron de España para confundirse con sus contemporáneos mexicanos formando una sola camada, con las mismas pasiones e ingenuidades, mismos rencores y preocupaciones. Pero hay un José de la Colina que nos interesa destacar más: el crítico de cine.
José de la Colina es una fortuna para la reseña cinematográfica en México, sobre todo en la década de los sesenta, época de valiosas apariciones y confirmaciones: la trilogía de cámara de Bergman, la Nouvelle Vague, Antonioni y, aquí en México, el Concurso de Cine Experimental sólo por mencionar algunas. José de la Colina dio cuenta –con mirada única- del valor de todas esas cintas, autores y corrientes. Su labor crítica está esparcida en distintos medios, desde la mítica revista Política hasta Diorama de la Cultura. Su paisano, Emilio García Riera, el escritor que más le ha dedicado al cine nacional, lo replica en varias de las fichas de su sesuda Historia Documental del Cine Mexicano.
Hombre de vanguardia como su amigo Salvador Elizondo, formó junto con él, García Riera y otros escritores adelantados, la revista Nuevo Cine: revista-clan que practicaba en el contexto nacional los hallazgos del grupo Cahiers du Cinéma en Francia. De toda esa labor nos quedan algunas maravillas poco difundidas: El cine italiano; Luis Buñuel, prohibido asomarse al exterior y Miradas al cine.
El libro sobre Buñuel es una entrevista que –con la ayuda del guionista Pérez Turrent- no desmerece frente a otras genialidades, como lo es el libro de Truffaut sobre Hitchcock. Más aún: la entrevista no sólo es inteligente, sino que tiene el tono y color de José de la Colina: esa erudición sin desmesura que sirve al texto antes que lo sofoca, y una escritura que convierte en crónica de bello estilo lo que en principio es sólo entrevista.
Pero el libro fundamental de José de la Colina, quizá el más deslumbrante, es Miradas al cine. Ahíestá José de la Colina, es decir totalmente: hay obras en las que la pluma del autor se percibe con mayor fulgor, un peso que el lector puede sopesar gracias a que la obra en cuestión traduce un momento del autor; un momento, sin duda, en que talento y entusiasmo se combinan con mayor plenitud.
Editado por el gobierno de Echeverría en la colección SepSetentas, Miradas al cine es el testimonio más lúcido de lo mejor que le haya pasado al cine mundial, y sobre todo de su mejor momento creativo: los años sesentas. Es el trabajo más valioso para el lector que aspira a convertirse en crítico; para dotar de formación al espectador y volverlo lector crítico. Miradas al cine es un texto nodal.
Hay una frase hermosa que José de la Colina expresa para explicar al cineasta Jean-Luc Godard: “Godard es preguntarse qué es el cine, y contestar la pregunta sólo para volverla a formular”. Asimismo, José de la Colina constantemente cuestiona al cine; pero es un cuestionamiento amoroso, que se solaza en la delectación del análisis antes que en destripar al filme: pregunta y respuesta son lanzadas y vueltas a formular con la mirada suspicaz de un niño inteligente.