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De regreso a Ítaca. Sobre “Ya no estoy aquí”

enero 19, 2020Deja un comentarioCine, Portada Cultura, ReseñasBy Samuel Carvajal
Foto: Especial

Ay, me da, qué tristeza que me da, me da
me da la lejanía.
Ay, me da, qué tristeza que me da,
estar tan lejos de la tierra mía.

Lisandro Meza, Lejanía.

Una obra de arte lo es en función a la cantidad de información que coherentemente la conforma. Y Ya no estoy aquí, película de Fernando Frías (ganadora del Festival de Cine de Morelia de este año y de la edición 41 del Festival de Cine de El Cairo, en Egipto), tiene una cantidad de información, temas y lecturas que aplica para ser considerada una obra de arte cinematográfica.

            Tuve la oportunidad de ver la película en una función gratuita organizada por la UANL, en el Colegio Civil. La respuesta fue abrumadora: la fila para entrar rodeaba la plaza frente al recinto. Afortunadamente los organizadores montaron una pantalla en la misma plaza y los asistentes que no alcanzamos a entrar pudimos ver la película con unos agradables once grados de temperatura. Agradezco el detalle a los organizadores.

            Uno de los temas principales de la película es el destierro, el desplazamiento forzoso, el viaje de alguien que no quiere irse de su hogar, pero es obligado a hacerlo. El film nos cuenta una historia por medio de una estructura quebrada, como sus personajes, el principal de ellos: Ulises. Vivir en un hogar donde no te bajan de pendejo, en un barrio donde no te salvas de pertenecer a alguna pandilla, en una ciudad donde eres un marginado, en un país que vive una guerra tan falsa como sus políticos, te quiebra. Con toda seguridad a tus dieciséis años eso te quiebra.

            No necesitas ser regio para sentirte identificado con la parte de la historia que sucede en un Monterrey que pocos regios conocen. En el film no verás las grandes avenidas ni los centros comerciales, las grandes empresas ni el Paseo Santa Lucía; ahí no caben los protagonistas, ellos están confinados a su gueto: las laderas de la Loma Larga o el Cerro de la Campana; el tianguis del Penny Riel o los mercaditos callejeros; las construcciones abandonadas o los barrios bravos donde tarde o temprano toca vivir aquella famosa “guerra contra el narco”, contexto en el que se desarrolla la película.

            La vida de los personajes que viven en ese submundo se solaza un poco por la música colombiana: es su catarsis, su escape de las miserias; el baile es su vida buena, su vida sana. Ulises, contra todo pronóstico, es una buena persona, es el lidercito de una pandilla llamada “Los Terkos” que a su vez forma parte de una mayor llamada “Los Pelones”. Él cuida de su tropa, chavitos de su edad o menores, que buscan la tan humana pertenencia; los cuida de no consumir o distribuir “mugrero”; los guía por barrios sitiados por policías o delincuentes; les comparte el disfrute de la música y su baile, de su contracultura. Porque ese es otro de los temas que retrata la historia: la subcultura formada por los “colombias” que el film nos explica tácitamente cómo nace esa postura contestataria frente a una sociedad excluyente: si me marginas, por el motivo que quieras, me construyo una identidad propia para darte motivos de segregación, así yo te puedo segregar a ti también. (Ropa “tumbada”, que no es otra cosa que usar ropa de tallas mayores a las que corresponde; peinados con cortes extravagantes, gel, patillas y tintes incluidos; el habla que ni siquiera un regio “común” podría entender a cabalidad: “Ya bájele de huevos, pinche huerco cagapalo, y a usted que le valga verga, mija, al rato que llegue al cantón por mi ropa tumba’ pa’ andar colombia nos vamos por una guamas al bailongo”); y claro, la infaltable e identitaria música colombiana con sus músicos, sus bailes, sus letras y sus icónicos representantes.

            Una nota personal al calce: la música colombiana seleccionada es un gran acierto. Como el film,  el tema “Lejanía” de Lisandro Meza es una gran contradicción: inicia con unas notas que de entrada te ubican ya en la nostalgia y su letra lo confirma, lo que calza a la perfección con el tema de la película. Pero la contradicción que encuentro, en el buen y genial sentido de la palabra, es que a pesar de ser una música triste y sumamente nostálgica su ritmo te pone a bailar con una exacerbada alegría, ya lo hagas en la punta de la Loma Larga o a solas en un baño de Nueva York. Y eso leo en el film: vivir rodeado de motivos para estar triste, agredido o simplemente jodido y darse el valor de sacarle la alegría al lapso que dura una canción, y si hacemos trampa, podemos rebajar la cumbia y hacerla que dure un poco más para extender esa efímera alegría. Eso es un gran acierto de la banda sonora.

            El director utiliza los narcobloqueos en las avenidas de Monterrey, el video de un kínder asolado por una balacera (“si las gotas de lluvia fueran de chocolate…”) y otros materiales para ubicarnos en el tiempo (2011, aproximadamente), entre estos los discursos del ex presidente Felipe Calderón durante el inicio de su guerra. Ocho años adelante, en nuestro presente, justo después de enterarnos que su secretario de Seguridad Genaro García Luna es apresado en Estados Unidos por nexos con el narcotráfico, esos discursos nos suenan tan huecos, ofensivos, hipócritas e innecesariamente justificantes de todo lo que pasó en la ciudad y el país. Y uno de esos eventos le cambia, como a miles de mexicanos, la vida a Ulises.

            Sin develar nada de la trama que no devele el corto de la cinta, ese evento fuerza a Ulises a su destierro. Es quedarse y morir, o irse y tratar de sobrevivir. Como mexicanos entendemos a la perfección y sin mayor comentario la forma en que el personaje cruza la frontera y a qué va allá: a salvar la vida trabajando en lo que se pueda.

            Y es aquí, justo aquí, cuando vemos a Ulises como un animalito sumamente especializado, endémico, como un koala, por ejemplo, que está tan adaptado a sus árboles de eucalipto o a su música colombiana, que si lo sacas de su reducido nicho sufrirá horrores para sobrevivir. A pesar de llegar con trabajo y lugar donde habitar, para bien o para mal, también llega con compañeros mexicanos un poco más adaptados al entorno, tal vez porque ellos sí eligieron marchar, pero aun así sin renunciar totalmente a su identidad, la música de banda, las norteñas o la electro. Esto es un encontronazo cultural porque a él “le caga la música buchona”, no habla nada de inglés y se resiste a dejar de ser quien es. El acoso de los “propios” inicia por su manera de vestir, de hablar, de peinarse, de sus gustos musicales. La carrilla incluye burlas y motes, uno tan, pero tan regio que arranca las carcajadas del público regiomontano: “chirigüillo”. Mote despectivo que el regio usa para referirse a los inmigrantes de estados sureños de México. Recuerda: vivimos en la ciudad más discriminatoria de México, el Inegi dixit. Y aquí los regios sacamos el cobre porque lo que es un profundo insulto para el personaje, es una gracejada para el espectador regio. Tengo orgullo de ser del norte… Ok, no.

            La autoexclusión cultural se ve tan paliada como reforzada con el encuentro con una chica asiática que hace el esfuerzo de comunicarse con él, que está fascinada por lo exótico que le resulta Ulises, por querer ayudarlo o presumirlo con sus amistades. En ese punto del metraje el espectador añora que la suerte de un giro y salve al protagonista de tanta desdicha, pero una vez más el entorno, la música tecno o pop de una fiesta ajena por típicamente gringa le tumban el ánimo, le remarcan su no pertenencia.

            Punto y aparte merece el comentario sobre la actuación de los actores no actores. Aunque no es un recurso nuevo en el cine de ningún lado, el ejemplo reciente de Yalitza Aparicio en Roma, el uso de personas sin preparación actoral dota de una embrujadora frescura a la puesta en escena; si eres regio y has tenido la suerte de apreciar el slang de los barrios representados en la película, sabrás de su riqueza y fidelidad a dicho modo de hablar. Y aunque no vemos llorar a Ulises en la película, lo cual está más que justificado por su personaje, este refleja expresivamente la gama de emociones que la acción le demanda. Así que un aplauso a esos noveles actores esperando que le saquen provecho a este afortunado giro que sus vidas sí tuvieron.

            Y hablando de cine hay escenas memorables por sutiles: en el metro de Nueva York, Ulises queda embelesado viendo a un afroamericano bailar breakdance en el vagón. Sus compañeros se burlan pensando que el embeleso es por nunca haber visto ese baile pero el espectador sabe que es una profunda nostalgia a la vida que acaba de dejar atrás: su baile. El solitario viaje por la orilla de una autopista con una bolsita de pegamento a punto de la derrota. La gran escena donde Ulises enuncia “Ya no estoy aquí” al mutilar su esencia, su corte de cabello, es un momento de lo más doloroso para el personaje como para el espectador sensible.

            Y una más, vimos a Ulises irse de Monterrey a bordo de un carro viejo en una avenida de subibajas en una colonia al pie de alguna montaña de las que rodean la ciudad. En ese mismo escenario vemos aparecer al Ulises que retorna de su involuntario periplo, pero no lo recibirá su perro Argos, sino esta perra ciudad que le mutó a sus amigos, desplazó su vestimenta, mató a otros, apagó su música, se comió su mundo. El ver al muchachito con un corte de pelo “normal” nos deja apreciar todo el valor que tenía su identidad, su ser, aunque al típico regio le suena a burla o ridicule, pero ahora, gracias a la historia contada magistralmente por Fernando Frías, ese peinado, esa apariencia, esa forma de vida adquieren una estatura del tamaño del Ulises que hace siglos regresó a Ítaca. 

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