
Cerrar un año y comenzar otro. Finalización de una década e inicio de otra (sin importar que, según el cálculo matemático, falte todavía un año). Cambio de cifras y renovación de votos. Como si las horas pudieran clausurarse: encapsularse en un corte de 365 días, o en el de un lustro o en el de una década. Y como si cada recorte temporal tuviera su propia índole. Nunca ha dejado de asombrarme lo artificial de los ritos y su peso simbólico. Lo atestiguamos con el “cambio de milenio”. En el transcurso de un minuto ya estábamos en otra era e inmediatamente comenzaba la decepción para todos aquellos que crecimos en las últimas décadas del siglo pasado escuchando las maravillas que nos depararía el mundo para el año 2000. Nada de nada. Porque en rigor no vivimos sino la continuación interminable de momentos y sensaciones, y son nuestras emociones las que determinan, de manera consciente o inconsciente, la clausura de un ciclo y el principio de otro.
Detrás del “libro del año” se esconde el simulacro de su encumbramiento, el trastocamiento y la conversión de la crítica literaria en mera estrategia de difusión.
Lo mismo acontece con la literatura. Los recuentos anuales o, para nuestro caso, de una década, no son sino listados de productos lanzados al mercado y cuyo impacto es imposible determinar. ¿Quiénes los leen? Y, sobre todo: ¿cómo los leen? ¿Qué determina que una obra sea representativa de su tiempo? ¿La fecha registrada en el colofón? ¿El momento de su escritura? ¿El de su lectura? Y ahora podríamos añadir más cuestionamientos: ¿permanecen los criterios literarios a la hora de seleccionar? ¿Cuáles son tales criterios? ¿La corrección política, que puede ser una extensión de la censura, o, peor aún, de la autocensura? ¿La calidad, el talento, la innovación, la experimentación? La lista puede seguir infinitamente.
Detrás del “libro del año” se esconde el simulacro de su encumbramiento, el trastocamiento y la conversión de la crítica literaria en mera estrategia de difusión. Cada diciembre disfruto la lectura de estos listados, no por los títulos que ofrecen sino por los argumentos que esgrimen: los hay emotivos, “irreverentes”, serios, académicos, personales. Pueden ser publicados en medios masivos o en redes sociales, poco importa. Nos dicen más de la subjetividad neoliberal (aquella que asocia el consumo con la imagen y la proyección de una identidad) que de los acontecimientos literarios. Porque lo que aquí importa es hacer visible al lector como un consumidor no como un sujeto con criterio propio. ¿Dónde queda la “trascendencia” de los títulos escogidos cuando al siguiente año se los devora el olvido? Resulta un poco cansado vociferar antes del 31 de diciembre la magnificencia de un año lleno de novedades y empezar enero como si nada hubiera pasado, poniendo el velocímetro en ceros e iniciando de nuevo la marcha.
Se nos podrá tachar de desfasados, pero quién se atrevería a negar que el anacronismo sea una forma de vanguardia.
La relación entre la literatura y el tiempo es sumamente compleja, problema mayor para la historiografía literaria. Durante un corte temporal cualquiera, se publican, en diversos formatos, una cantidad ingente de textos, de ellos cuáles entrarán en el canon y cuáles quedarán fuera. Hablo de esa primera instancia receptora, que solía ser la prensa y ahora es una combinación heterogénea y algo grotesca de medios, redes, instituciones culturales y gremios artísticos. En esa instancia se barajan nombres, títulos y editoriales. Se privilegian estrategias de difusión, se confeccionan reseñas halagüeñas. No existe aquí un plan premeditado sino la inercia del mercado: la explotación del prestigio, la repetición de fórmulas, el uso y abuso de temas contingentes y novedosos.
Se me ocurre una mejor manera de transitar de la Nochevieja al primero de enero: seguir con lo que estábamos leyendo, mantener el ritmo personal de lecturas con nuestros propios criterios de selección. Gozar de esa temporalidad distinta, que no está atada a meses y años, y dejar que ella misma marque sus propios cortes y periodos. Así tendremos en la cima de nuestros listados particulares y privados obras que se escribieron hace mil años o hace cinco. Se nos podrá tachar de desfasados, pero quién se atrevería a negar que el anacronismo sea una forma de vanguardia. Los senderos en el universo literario no suelen ser lineales sino laberínticos y el final muy bien podría ser el principio. No existe una obra más actual que aquella que sostenemos en nuestras manos a la hora de la lectura.