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Las vidas que no se lloran en “Salón de belleza” de Mario Bellatin

enero 19, 2020Deja un comentarioEnsayo, Portada CulturaBy Adriana Ixchel Robledo Serna
Foto: Especial

Cuando Judith Butler habla sobre lo humano y las vidas que valen la pena llorarse, se remite a un entendimiento del ser social diferenciado de la mera identificación de una vida humana, concediéndole el sentido de “otro”, de tal modo que esta otredad contribuye a convertirlo en un ser indeseable, generalmente marginado y vulnerable, a razón de la violencia a la que se encuentra expuesto desde el momento en que no encaja con los patrones de comportamiento propios del macro-discurso. Así, se habla de quienes no solo sobresalen en el discurso heteronormativo, además son configurados en la conciencia colectiva como los acreedores de una condición que refuerza y justifica una marginación de por sí institucionalizada.

Esta discriminación que apela a la seguridad de la mayoría, una mayoría de vidas que sí valen la pena ser lloradas, es el punto de partida de la novela Salón de belleza de Mario Bellatin. Y aunque la obra favorece la representación de un grupo minoritario, es decir, las víctimas de una condición degenerativa que las orilla a acudir a este salón de belleza acondicionado como moridero, y cuida de no enfatizar la perspectiva de los individuos ajenos a este grupo (quienes encuentran en ellos la otredad), consigue dejar claro que la razón del salón de belleza como último destino es resultado del desentendimiento, previo o posterior al proceso degenerativo, de los seres queridos. Dicho abandono remite a la noción de deshumanización, mencionada por Butler:

¿Cuál es así la relación existente entre la violencia y lo que es “irreal”, entre la violencia y la irrealidad que espera a aquellos que son víctimas de la violencia, y cómo aparece la noción de vida merecedora de duelo? A nivel discurso algunas vidas no se consideran en absoluto vidas, no pueden ser humanizadas; no encajan en el marco dominante de lo humano, y su deshumanización ocurre primero en este nivel. Este nivel luego da lugar a la violencia física, que, en cierto sentido, transmite el mensaje de la deshumanización que ya está funcionando en nuestra cultura (Butler: 2006, p. 45).

Continúa con esta idea al mencionar sobre los casos de sida en África y el desconocimiento del mundo occidental:

Si hay un discurso, es la silenciosa y melancólica escritura en la cual no hay vidas, ni pérdidas, donde no ha habido condición física común, ni vulnerabilidad que sirva como base para nuestra aprehensión de lo común (…). ¿Acaso sabemos cuántas vidas ha sesgado el sida en África en los últimos años? ¿Dónde están las representaciones mediáticas de esta pérdida, las elaboraciones discursivas de lo que estas pérdidas significaron para las comunidades locales? (p. 46).


En casos de deshumanización como el que presenta Butler y como el de Bellatin, no se establece nunca una respuesta formal a estos cuestionamientos, mucho menos una que tenga la posibilidad de mediatizarse. En todo caso, dicha problemática puede seguir apelando a la definición del “otro” propuesta por Sardar (1997), porque, si se entiende que el otro se refiere a “la entidad representativa distinta del yo”, que “todas las culturas y civilizaciones no occidentales son consideradas como el Otro por Occidente”, y que “dentro de la sociedad occidental, las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes, frecuentemente se consideran el Otro” (1997: p.13), resultará más sencillo asimilar la coexistencia de seres a través de relaciones inequitativas, donde los unos se permiten persecutores de los otros, y esos otros asimilan su situación de vulnerabilidad con su condición de existir; eventualmente se resignan a ella y, con esfuerzo, la aceptan.

Momentos similares cuando el protagonista de Salón de belleza habla de sus peces y concluye cómo “la desaparición de un pez no le importa a nadie” (Bellatin, p. 65), o durante el último momento, cuando intenta explicarse por qué es que no cuenta con nadie que le llore durante las noches (p. 72), denotan la realidad del ser degradado, no sólo como resultado de una enfermedad incurable que parece no alarmar a nadie al menos hasta que los vecinos del salón temen un posible contagio, sino por una trayectoria tan personal como política que determina a los homosexuales, y miembros de la comunidad LGBT en general, como seres fuera de la norma que no son merecedores de protección.

Butler afirma que los integrantes de la comunidad LGBT están constituidos políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de sus cuerpos, incluso si estos no han sido agredidos en su individualidad (2006, p. 36). Es precisamente debido a la violencia que se le ha atribuido un carácter político a la causa LGBT y, a su vez, los sujetos se han visto forzados a determinarse en los márgenes de la estructura social, a ser excluidos de la protección de la ley, y refugiarse en la aceptación de la existencia a través de la irrealidad.

En películas como 120 Latidos por minuto (Campillo, 2017) o Un corazón normal (Murphy, 2014), se presentan dos luchas equivalentes aunque aisladas: por un lado, están los estudiantes franceses de la década de los 90 que protestaron en contra de las compañías farmacéuticas, bajo la sospecha de que no se les proporcionaba el medicamento necesario a los enfermos de sida a pesar de ya contar con él; y por otro, los integrantes de la comunidad gay neoyorquina de la década de los 80, conscientes de que la mediatización del entonces denominado “cáncer gay” o GRID (Gay Related Immune Disease) provocaría que la sociedad los estigmatizara como nunca antes. Ambas películas manejan casos de reacción política por parte de un grupo vulnerable preocupados porque esta invisibilidad les conduzca a la muerte.

Por su parte, en el documental Paris is burning, (Livingston, 1991), una de las protagonistas habla de cómo, próxima una cena de navidad, un grupo de policías acudieron a ella para mostrarle la foto de una de sus compañeras, Venus Xtravaganza, estrangulada y abandonada debajo de una cama de hotel durante cuatro días: “Para mí era como mi mano derecha. La extraño. Haga lo que haga siempre la extraño. En otras palabras, era la hija predilecta de mi casa. Pero así es la vida de un transexual que intenta sobrevivir en Nueva York”.

En Salón de belleza la perspectiva del protagonista se aproxima más a esta última resignación. En consideración de la enfermedad, él mismo procura que los enfermos que acuden al moridero pierdan toda esperanza de continuar con vida, y hace lo que puede para hacerles entender que sus recuperaciones esporádicas realmente no implican una mejora. En general, los conduce a olvidarse de lo que está afuera, de sus seres amados (amantes o familiares) y provoca en ellos la sensación de encontrarse en el destino al que su vida en los márgenes habría de conducirlos de manera irremediable. El moridero se convierte, así, en la representación del fin de las vidas que no se lloran.

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literatura mexicanaMario BellatinSalón de Belleza
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Adriana Ixchel Robledo Serna

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