
El ejército significa jóvenes campesinos de uniforme,
armados y dirigidos por hombres diferentes.
Theodor Shanin
La clase incómoda.
Bueno, y la mujer esperaba, paciente, al hijo. Le había advertido esa noche que no fuera:
Hoy no, hijo, porque el perro tiembla y su sangre lleva galope.
Él debía entregar las cartas, sus manifiestos, pedir comida para los niños que arrancaba de las camas el hambre.
Pero hijo, el perro tiembla y un pájaro se desbandó y cayó mientras hablabas. Que no, que no, madre, es sólo que en su agua hay escarcha y hace mucho no llueve.
Se lavó la cara con el agua glauca y helada del estanque, besó a su madre. Besó a sus hijos, a su esposa, les sorbió los minerales del llanto.
Otra vez no, Silvio. Hoy quédate aquí que soñé que yo iba a la iglesia con un vestido blanco y esos sueños llaman heridas o a la muerte.
Qué soberbia creer que intervienes en el mundo, hijo, tienes una mujer y tres niños y el perro tiembla.
Pero ya iba subido en la camioneta con las mejillas ardientes por el desgrane frío del cielo. Y salieron a despedirlo, aunque a los niños los metieron rápido. Desde la batea él gritaba:
Hoy se enteran esos mierdas de traje que con todo y el hambre nos queda lengua.
Los campos se habían helado y vio que algunos prendían fuego cerca de las mazorcas. Cómo calentar todo el sembradío.
Y el muchacho se fue quedando dormido, dándose calor con el maletín de los manifiestos. La madre esperaba, esperaba paciente. El perro salió corriendo en la espesura de la niebla y perdió en el frío el olor de su dueño. Volvió, aterido, a echarse en la espera.
Bueno, y finalmente era
cierto: no duró mucho el tendón de su resistencia. La
mujer puso en las manos pequeñísimas los manifiestos cubiertos de sangre:
Déjame que te hable de mi
amor, de mi amor y de su largo viaje.
Y la niña de seis años escuchó, escuchó la larga historia acerca de una muerte prematura. Qué significaba todo eso, se diría. Qué significa una trampa, la falsificación de un accidente. Quién se toma el tiempo para herir a un muchacho, y por qué la sangre cubre este maletín y es oscura y no roja, como cuando me caigo y me raspo y las rodillas me lloran.
Cuándo llega papá, preguntó.
Y la mamá, ovillada sobre el maletín, dijo que nunca.
***
En el panteón nacieron
algunas canciones. Pero nada, ya no quedaba nada. Sólo
el gran pulmón que todos eran, respirando. Y respirar hería, era el frío, era
la sensación de estar ahí, vivos, entregados a la llaga. Era diciembre, los
niños azulados caminaban junto al cuerpo de su padre.
Al
perro se le vio morir sobre la tumba donde remolcaron una cruz de hierro con la
fecha de la muerte de su amigo y junto a él se fueron hinchando en la muerte
otros cuerpos y otros animales se pelearon en el lugar donde la familia y los
amigos cantaron como última defensa.
Después de que se hizo todo lo que se pudo para ampararlo de desaparecer: embalsamar su rostro negro, ponerlo en una caja para que no se fuera, el muchacho fue consumido por su lecho. Y su madre usó todas las mantas donde pedía justicia (letras rojas y negras, los dibujos malhechos de un puño tenaz) como sus sábanas. Y durmió encima cada noche, venció cada día su vigor con su tristeza, esperando, esperando.
***
Y así él hubiera dicho: culpo de mi posible muerte a este hombre y a su ejército, así nada hubiera pasado. Sólo el dolor de los demás de ser pulmón respirando el mismo aire. Todos tenían miedo entonces, todos tienen miedo ahora. Incluso el soldado que gatea para atravesar la fisura del resguardo tiene miedo. A veces se desconoce y se teme, pero otras, las más, teme del ariete, del proyectil, del otro soldado. Podría llamarse Hombre, podría llamarse Mujer, podría llamarse Aullido. Da igual, le llaman soldado, perro, maldito, marica, entrenado para responder sin pensar un Sí a la orden. Y en las noches cómo ser más grande que esa minúscula cama para que nadie arribe y lo toque, y cómo conservar el pelo por el que atravesaron los dedos del hombre o la mujer que amaba, cómo guardar la cabeza que puso en el regazo de un desnudo. Da igual, podría llamarse Sollozo, Roca, Gruñido, pero a veces unos le escupen las espaldas y la sangre le revienta los sueños. ¿Perderse o recuperarse? El soldado se cuelga de un dios herido, escucha las historias de los héroes triunfantes. Podría ser como un río, envejecer, pero entonces perdería el respeto en la ciudad de la burla; sin la gruesa tela que no atraviesan las espinas, más allá de su piel, una desnudez de verdad invencible se abriría como una grieta y ahí caería para siempre en un desplome sibilante.
***
“El canto del caballo rojo con sacras de color isabelo”
El rojo es el primer color que vemos ¿Cómo podríamos prescindir de él? Si nacemos a través de ese río de placenta y al nacer la sangre nos llena los ojos. Hombres y caballos somos bestias coronadas por la sangre en la abertura, coronados por la luz y el aire desde el momento en que el cuerpo llega. Pero ellos, los hombres, aman y son amados.
Soy Caballo, nací animal y tengo la sensación de ser yo mismo como todo. No sé qué es el amor de los hombres porque siento lo mismo por cada ser y cosa que ocupan un lugar en este mundo. Obedezco al soldado no porque le deba, sino porque le temo y porque para mí él es una parte mía y yo soy suyo.
Puedo oler en los hombres esa sustancia a la que somos ajenos, la sustancia que los atrae y los separa, la que los hace decir: él, el otro. Ella, la otra. Esto: lo que es mío.
Para éste, para Caballo, el amor es igual al odio: preserva la memoria más allá de la apariencia, más allá de la enfermedad y los confines del mundo. El amor de los hombres es una sencilla fruta de la tierra, el banquete incomible, la barca y el esquife. Aman como los perros ladran, los gatos maúllan, como la lluvia cae y los caballos relinchan. Y es lo más duro de la tierra. Veo que el amor es la más natural de las resistencias y que, como mis ojos saben hacer por sí solos, los deja asomarse en la sensación del gran vacío.
Caballo, me dicen, y yo puedo oler en ellos el deseo agresivo de ser uno y no dos, y no millones. Caballo, me dice el soldado, mientras acaricia mi crin como al cabello de alguien que le falta. Huelo su agrio sueño de hacer una alianza.
Pero los hombres sufren y gozan para hacer su historia. Necesitan decir: lo mío, lo otro, yo. Viven para contarse a sí mismos. Siempre, siempre algo que contarse mientras pasan de ser niños a ser adultos, mientras pasan de ser adultos a ser niños y alrededor las cosas nacen en las cosas que se mueren. Su dolor es proporcional a la alegría que estuvo y se fue. Su alegría es proporcional al dolor de perder lo que todavía no se ha ido.
A los caballos se nos demanda ser ecuánimes, pero a veces las patas se nos vencen y caemos impávidos ante la muerte de pequeños fragmentos de nosotros: niños, árboles, otros caballos. No puedo nombrar lo que describo, no puedo llamarlo amor o explicarlo, sólo puedo decir: no podemos permanecer inmutables a los trechos de nosotros que se van muriendo.
***
“Tercer canto del ave”
(Todo lo que destruyes te cambia.)
La lluvia fluía en un perro sucio que escuchaba con miedo las balas. La lluvia mojaba a los hombres que asían a los hombres contra los árboles y mojaba también el bulto de ropa ensangrentada. La lluvia levantaba el sonido de las hojas, la tierra agrupaba aguacarne y las almas de las cosas devastadas.
Por qué seremos tan quebradizos.
Silencio, ninguna rama vibraba al tono mismo del universo. Ningún animal, en ningún sitio, podría haber cantado ese segundo en el que todos callamos. Pronto se hará de día. Las gotas se detienen del terciopelo de las rosas, se detienen en la frente y los vellos finos de los muertos. Pronto se hará de día. Saldrán otra vez las mujeres con sus picas, saldrán los hombres. Hallarán junto a este sembradío de milpa el bulto de ropa ensangrentada y enterrarán su pica como lanza hacia la tierra.
Quien los viera a los lejos pensaría que se trata de jornaleros regando semillas para cultivar algún fruto de la zona. No obstante, se trata de familias que hurgan en los suelos para hallar a sus muertos.
La tierra caliente sublima la lluvia, el sol seguirá girando como una tuerca alrededor de la muerte.
La punta de la pica tiene olor a muerto. La lluvia entra a la fosa y riega huesos como a semillas trágicas.
Buscamos un brazo
una cabeza
una pierna
lo que sea.
Hundan sus picas en la tierra removida, húndanlas hasta donde se pueda.
Los hombres cavan, las mujeres cavan, siguen cavando. Algunos buscan en el bulto de ropa el último atuendo que vieron en sus hijos. Los responsables de esta flora silenciosa patrullan, patrullan, siguen patrullando, en una nave pintada de follaje.
(Este texto contiene fragmentos de la nota “Veracruz: la brigada civil halla ropa ensangrentada de jóvenes y niños, olor a muerte, cartuchos”, publicada en Sin Embargo, el 12 de abril de 2016.)