
¿Cómo se vive una vida literaria? La pregunta encierra un sinfín de posibilidades, pero también una montaña de desafíos. Voy a ampliar, o mejor dicho, a delimitar la pregunta: ¿cómo se vive una vida literaria en una ciudad desbordada y saturada como la nuestra? No me refiero solamente a la actividad de leer y escribir en un medio que suele ser adverso y hasta hostil, sino al vivir cotidiano, a la existencia extramuros. Cruzar calles y transitar avenidas, sentarse en las bancas de los parques, pagar impuestos y facturas, comprar el pan y el vino, cambiar los focos fundidos, entretener la espera en aeropuertos y estaciones de autobuses. Actividades múltiples que confirman la residencia en la tierra, la vecindad con el mundo y el tránsito infinito de las palabras, y para las cuales es preciso cultivar al mismo tiempo la racionalidad y el instinto más primario, el seso y la sangre, las oraciones y los rugidos.
Miguel Covarrubias ha cumplido ochenta años, y esas décadas cuya cifra asemeja según sus palabras, al infinito y a la nada misma, las ha vivido en Monterrey. La escenografía de su biografía es pues, contradictoria y vital, hostil y entrañable a un tiempo: son esas “montañas épicas” (como las llamó alguna vez Alfonso Reyes), y aquellos edificios grises que se levantan hasta las nubes. Son también las ruinas de las casonas derruidas y el barullo de los centros financieros y de los millares de centros comerciales que se multiplican como esporas. Poeta, traductor, ensayista, editor, maestro de literatura y habitante de esta urbe enloquecida. Entre sus calles y fábricas, escuelas y oficinas ha aprendido a moverse como la pantera de Rilke: sigilosa, presa de muros de concreto y cristal, pero con la agilidad y vista de depredador, siempre al acecho de lecturas y diálogos: “Una ráfaga exhausta que no adivina su metamorfosis”, como describió al felino de oscuro pelaje (y de paso se describió a sí mismo) en Sombra de pantera.
¿Cómo se vive una vida literaria en una ciudad desbordada y saturada como la nuestra?
Su formación literaria fue múltiple, iniciando en la casa familiar donde el patriarca confeccionaba artículos y columnas y practicaba el noble oficio de impresor. Sempiterna compañía del papel y la tinta, de las pruebas de imprenta. Ahí leía los extremos de la literatura nuevoleonesa: las flamígeras “Saetas” que Nemesio García Naranjo publicaba en El Porvenir y los ensayos y poemas de Alfonso Reyes; tal vez recurría como mediadores a las desbordadas memorias de fray Servando Teresa de Mier o a las crónicas urbanas de Porfirio Barba Jacob.
De la casa salió a las escuelas y las bibliotecas. Formado posteriormente en las aulas de la facultad de Filosofía y Letras (bajo la tutela de maestros como Luis Astey y Juan Antonio Ayala); en la mítica librería Cosmos: suerte de cátedra alterna que dictaba a diario el librero y humanista transterrado Alfredo Gracia Vicente (en sus pasillos, por ejemplo, vio al poeta Pedro Garfias hurgar títulos y rumiar versos); en cafés y explanadas; y, por supuesto, en la arena pública y en las amistades que cultivó.
Covarrubias pertenece a la primera generación intelectual y artística formada de manera integral en las aulas de la Universidad; con esto quiero decir que tanto él como sus pares tuvieron la posibilidad de hacer de su vocación una profesión y una forma de vida. Escritores que supieron tomar distancia pero a la vez aprovechar las conquistas de sus antecesores: el grupo de la revista Katharsis, por ejemplo. Devotos por igual de Apolo y Dionisos (no por nada su primera revista fue bautizada como Apolodionis), defendieron la vocación y pelearon por la autonomía universitaria. Sólo una certeza tuvieron: nadie haría el trabajo por ellos.
Años después, al emprender la titánica labor de historiar nuestra cultura (en un gesto de continuidad a los trabajos fundadores de Rafael Garza Cantú y Héctor González) Covarrubias definió el esfuerzo intelectual de esta manera: “Es frente a la necesidad cotidiana cuando el hombre de un país o ciudad equis levanta su torre intelectual y tensa el arco de sus neuronas en busca de un blanco perfecto. Dispara su dardo como idea y se automaravilla. Inventa. Produce un saber aplicado.” Sus palabras resultan propicias para describir su propio legado literario.
Covarrubias pertenece a la primera generación intelectual y artística formada de manera integral en las aulas de la Universidad, tanto él como sus pares tuvieron la posibilidad de hacer de su vocación una profesión y una forma de vida
Miguel Covarrubias representó así un nuevo tipo de escritor que en rigor, era la prolongación y rearticulación de diversas prácticas letradas que venían de antaño: un poeta formado en la carrera de Letras, que lo mismo atendía su cátedra (desentrañando las etimologías grecolatinas) o se aprestaba a la defensa de las profesiones humanísticas ante los continuos embates del empresario y el gobierno. Catedrático y síndico. Sus armas: la edición de revistas (nutridas, además, con sus propias traducciones), la confección de antologías literarias para estudiantes (florilegios en donde muchos nos formamos como lectores) y su charla, que tiene mucho de oratoria y de lección literaria y bien puede partir de la descripción de su pluma estilográfica hasta las teorías de Rifaterre sobre la estilística literaria.
Alguna vez se refirió a su prosa ensayística como “El laudo que alguien profirió desde una región abstrusa, [y el cual] no tiene deuda alguna con el pragmatismo ideológico sino con la lealtad a quienes fueron mis maestros en horas precisas. Me confieso, entonces, de nuevo, lector agradecido de esos autores y cómplice de mi propia juventud”. Lector de sí mismo, cada trazo es renovación y un nuevo sentido de la palabra. Un nuevo zarpazo de la pantera que no se ha dejado domesticar por la urbe y su imperio de lo práctico.
¿Cómo se vive, entonces, una vida literaria? El propio Covarrubias da la respuesta: vivir cada momento como continuación del anterior, y a la mañana siguiente retomar la lectura en la página en donde nos habíamos quedado la noche anterior.