
I
Le debo mucho a las clases de poética del maestro Eliseo Carranza Guerra; a las largas conversaciones en la Facultad de Filosofía y Letras con Ricardo Damián Aguirre Garza; y a la amable señora de la Librería Cerda. Ellos, a su manera, me presentaron y enseñaron los cuentos de una de las más grandes representantes de la literatura fantástica escrita en nuestra lengua: Amparo Dávila.
En ocasiones la memoria y la literatura se vuelven en países extraños, sobre todo al momento de querer volver a ellos y visitar esos pasajes que hoy en día no pueden verse tan claros; pero recuerdo bien que, una vez influido por las clases del maestro, y por las largas pláticas con mi amigo, fui a las librerías de viejo que están ubicadas entre Guerrero y Washington donde terminé encontrando Muerte en el bosque, una pequeña antología de los dos primeros libros de cuentos de Amparo Dávila, y Tiene la noche un árbol de Guadalupe Dueñas. Ese hallazgo en los estantes empolvados me haría pensar que era imposible terminar de leer a una y luego no querer comenzar a leer a la otra. Ahora me cuesta trabajo hablar de Amparo Dávila y no mencionar a Guadalupe Dueñas, o viceversa. Ambas obras hicieron que viera otro rostro que la literatura mexicana tenía que ofrecernos; ese mismo rostro que me había cautivado con el primer libro de cuentos de Carlos Fuentes: Los días enmascarados y que, en ocasiones, también llegué a encontrar en algunos relatos de José Emilio Pacheco en El principio del placer.
Hoy en día me cuesta mucho trabajo pensar, y repensar, en el enorme mapa de la literatura mexicana y latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX sin obras como El libro vacío, de Josefina Vicens; Un hogar sólido y Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro; La tristeza terrestre y El país más allá de la niebla de Margarita Michelena; Tiene la noche un árbol de Guadalupe Dueñas, El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández; La señal y Río Subterráneo de Inés Arredondo; Muerte por agua y Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, de Julieta Campos. Estas autoras desafiaron las formas convencionales de escribir novela, cuento, teatro y poesía. Resulta imposible no mencionar entre ellas los delgados, pero poderosos y sinfónicos, libros de poesía y cuentos como Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades (1954), Tiempo destrozado (1959), Música Concreta (1966) y Árboles petrificados (1977), de Amparo Dávila.
En cada una de estas obras, la escritora nacida en Pinos, Zacatecas, en 1928, decide apartarse de los temas que mayor predominio tenían en la literatura mexicana como el de Revolución mexicana (siguiendo el rumbo de varios autores de su generación, o de antecesores como Alfonso Reyes y Francisco Tario), y opta por no dejar de bordar en el abismo de la cotidianidad los temas de la soledad, el amor, la locura y la muerte. Formas y temas que tanto nos cautivaron y que a la vez nos enseñó a leer con su voz, al imponernos un ritmo que cada uno de sus textos literarios nos ofrecen, con “El huésped”, “El espejo”, “La celda”, “Alta cocina” y “Tiempo destrozado”, en su primer libro; “Matilde Espejo” y “El entierro”, en el segundo; “Griselda” y “Árboles petrificados”, en el tercero. Pero el dolor es otro de los temas que más han transitado por la obra de la escritora mexicana, donde cada uno de sus personajes parecen orillarse a una locura abrigada en el terror de la mente humana y donde la realidad, tal y como la creemos conocer, parece ser trastocada por elementos externos, ajenos a las leyes que conocemos. Un claro ejemplo lo encontramos en los cuentos de Tiempo destrozado:
“Los días le parecían cortos, huidizos, como si se le fueran de las manos, y las noches interminables. De sólo pensar que habría otro más, temblaba, palidecía…”
II
¿Fuimos justos con Amparo Dávila? La pregunta viene ahora porque muchas veces me había cuestionado por esas obras que hoy en día nos cautivan y que, sin embargo, fueron ignoradas y olvidadas en los estantes por mucho tiempo (como fue el caso con el legado narrativo de Francisco Tario, cuyos libros, entre los que se encuentran piezas claves como La noche y Una violeta más, tienen apenas menos de diez años que volvieron a reaparecer en las librerías, a pesar de ser otro gran cultivador del relato fantástico en la literatura mexicana). Casi el mismo destino estuvo a punto de ocurrir con la autora de Tiempo destrozado y Música concreta. Aún después de haber sido galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia en 1977 por Árboles petrificados, la obra de la autora solo era conocida por muy pocos lectores. Algunos reconocimientos, sin embargo, como el de hace unas semanas con el Premio Internacional Jorge Ibargüengoitia por parte de la Universidad de Guanajuato, y varias reediciones constantes de sus libros, permiten darnos la idea de que más lectores están llegando a ella.
Hoy en día, gracias a mis compañeras y compañeros de carrera (de distintas generaciones), puedo darme cuenta de que leemos más a Amparo Dávila, una escritora que, en gran parte de su obra literaria, jamás abandonó la postura de contar historias desde la categoría de lo fantástico, y eso me da mucha esperanza al igual que crece mi entusiasmo.
Quizá sea su obra poética la menos estudiada (en contraste con sus cuentos), pero tampoco dudo que a ella volveremos en otra ocasión para leerla con más calma y comentar cada uno de sus poemas como lo merecen. Recuerdo que en el primer tomo de Los narradores ante el público (libro que dejé en la oficina durante esta cuarentena que nos tomó a todos por sorpresa), había dicho que sus primeras aproximaciones a la literatura fueron directamente con la poesía, que leía con entusiasmo, a orillas de un cementerio, La divina comedia de Dante. Y ese fue uno de sus principales detonantes para escribir poesía:
En el silencio de sólo se escucha el lamento de una campana;
en el silencio mortal de un cementerio.
Es la campana que anuncia a los muertos; a los que vienen
a dormir, bajo la sombra angustiosa de los cipreses.
La noticia de la partida de Amparo Dávila del mundo terrenal es algo que termina por golpearnos a todos en la soledad de nuestros cuartos cansados de nosotros mismos. Nos damos cuenta de que cada vez más nos estamos volviendo huérfanos de una generación literaria que no volverá a darse de la misma manera. Pero aún nos quedan sus libros, y, en el caso de Amparo Dávila, es muy seguro que siga regresando a nosotros como la dama del cuento fantástico que borda la soledad en los abismos de nuestra condición humana.