
Los matices de la soledad son infinitos; sin embargo, cada cual la percibe con base en sus propias emociones (que no son sino formas de limitación): hay quien se llena de terror o quien la disfruta, y, entre un extremo y otro, habitan miles de posibilidades. Entre muchas cosas, la ausencia de compañía nos puede empujar a dialogar con uno mismo, a tratar de acortar la distancia entre la manera en que nos percibimos y como somos (o somos vistos) desde el exterior. Adentro y afuera. No hablo, por supuesto, de un conocimiento objetivo y preciso, sino de atisbos, de miradas al sesgo, que pueden, sin embargo, echar luz sobre diversos aspectos de nuestra personalidad. En una de las entradas de sus Pensamientos, Pascal lanzaba al mundo la condición fragmentaria de los seres humanos: “Conozcamos, pues, nuestro alcance. Somos algo y no somos todo. Lo que tenemos de ser nos priva del conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada, y lo poco que tenemos de ser nos oculta la visión de lo infinito”. Y, por si fuera poco, esa limitación se extiende a todo lo que nos rodea: “Nuestros sentidos no perciben nada excesivo: demasiado ruido nos ensordece; demasiada luz nos deslumbra; demasiada distancia y demasiada proximidad nos impiden ver”. Si nos extendemos en el razonamiento de algo (o, por el contrario, abusamos de la brevedad) lo oscurecemos, según Pascal. ¿Cómo encontrar el equilibrio?
Tenemos, pues, ante nosotros sólo un milímetro de universalidad (el tránsito espacial y temporal que nos ha tocado realizar durante el trayecto de la vida) y con él debemos crear sentido, otorgar una suerte de lógica individual a nuestra existencia. En pocas palabras: autorrepresentarnos. ¿Cómo contaremos la historia de nosotros mismos? ¿Qué tanta dosis de ficción contendrá? Y: ¿hasta dónde es válida la invención en estos menesteres? Estoy, lo sé, pisando el terreno cenagoso de los relatos autorreferenciales: autobiografías, biografías, confesiones, vidas, memorias, hojas de vida, y un largo etcétera. Los días circulares del confinamiento y la lectura o relectura de viejos libros, como el ensayo Literatura y conversión de Hans Jürgen Baden, se tornan en combustóleo para estas divagaciones. Y yo me dejo llevar un poco al garete…
Baden se refiere al converso (de cualquier índole) como alguien que ha sido marcado en su vida por una cesura: un acontecimiento que ha deslindado un antes y un después. Sujeto escindido en dos mitades, como una vida antigua y otra nueva: “Ambas formas de vida están tan irremediablemente separadas, que la continuidad de destino y de nombre es meramente formal”, dice Baden, para luego añadir: “El converso percibe que, entre el presente y el pasado, entre el ahora y el entonces, se ha abierto un abismo, ya no comprende su vida anterior, sabe que nunca podrá retroceder”. El acontecimiento puede ser religioso o ideológico, pero también estético o psicológico. En el tópico de la fe, son célebres los casos de san Pablo, san Agustín y el propio Pascal (y Baden se ocupa muy bien de ellos y del momento en que el descubrimiento de la fe transformó sus vidas); pero también existen conversos de conciencia de clase: Georg Lukács y Julio Cortázar, por ejemplo; de transición estética: Picasso, Rivera y sus evoluciones plásticas, por mencionar dos casos emblemáticos; y, finalmente, los hay que transitan en sentido inverso: de la fe al descreimiento.
El último ejemplo es, paradójicamente, el menos tratado. No es casualidad. La conversión suele ser asociada con una creencia o una convicción que determinará, en lo sucesivo, conductas y acciones. Quien ha perdido la fe o la convicción, por el contrario, cae en la exploración del ancho universo del sinsentido: se adentra en las contradicciones humanas y debe cuidar muy bien sus pasos para no sucumbir ante la tentación del relativismo extremo. No hay faro que lo guíe ni sustancia que lo alimente. Anda a tientas por el mundo, haciendo uso de sus sentidos y de su pensamiento. Se aleja de conglomeraciones y sospecha de las ideas compartidas sin mediación racional. Ve, asombrado, la facilidad con la que las personas actúan por consigna y emiten juicios viscerales a la menor provocación. Anatole France, en esa maravillosa sátira de la historia de Francia llamada La isla de los pingüinos, retrata a la perfección esa natural inclinación colectiva al linchamiento cuando cuenta el episodio del tristemente famoso caso de Alfred Dreyfus (Pyrot en la novela), condenado por traición, sin pruebas y por ser judío: “No se dudó, porque deseaban que Pyrot fuese culpable, y se cree fácilmente lo que se desea. No se dudó, porque la facultad de dudar no es común, sus gérmenes no se desarrollan sin cultura”. Hay recelo y dudas, pero no indiferencia…
“Quien quiere nacer tiene que romper un mundo”, esta famosa frase de la novela Demian, aplica a los conversos, pero sobre todo encaja en los que han recorrido a la inversa el camino de Damasco. Destruir una imagen del mundo (heredada o impuesta) y construirse la suya propia. He ahí una historia de vida que sería digna de lectura. Una narrativa retroactiva que no esté despojada de dudas e intuiciones y se aleje de soluciones y verdades trascendentales. Hacer, en pocas palabras, de la soledad una compañía serena y elocuente y contar la vida desde las limitaciones de nuestros sentidos.
Yo recuerdo que la conversión impuesta a los Judíos por los Reyes Católicos en 1492 les dió al mismo tiempo la reafirmación de sus convicciones al pedírseles la escritura de la Biblia Políglota. Quién en el mundo hoy está libre de su pasado heredado? Lo que nos mantiene iguales son los genes de nuestros ancestros Sapiens y con limitaciones hay que seguir reflexionando.