
Me cuesta mucho trabajo escribir por estos días. Bueno: siempre me cuesta trabajo. Desde hace tiempo me convertí al escepticismo y la pandemia solo vino a confirmar lo que ya sospechaba sobre nosotros mismos: somos animales de costumbres y no tenemos remedio. La vida ya era rara antes y el confinamiento ha sido el remate de la locura instalada. Curiosamente —y en descargo de tanta distopía— por ahora, cuando escribo, llueve tormentosamente. La lluvia es el último remedio terapéutico para los males de sí mismo: lástima que dure tan poco.
Pertenezco al gremio filosófico. Digo gremio como aspiración de comunidad quizás imposible (Nancy dixit). Reconozco que no soy el único extraviado en los problemas de identidad de su profesión. Así pasa. Soy filósofo: soy parte de una tradición que abrevó los ecos esperanzados, alguna vez, del humanismo de occidente. Soy testigo de la barbarie de mi tiempo y de todos los tiempos y promotor, en los bordes del apocalipsis, de la esperanza. Como otros muchos, maestro por convicción y necesidad, deposito mi fe y saber, como Spinoza, en un Dios naturaleza toda. Dios armonía y no castigo: Dios indiferente al bien y al mal. Dios que nos hace un guiño para voltear al cosmos que se encuentra ya en el corazón, por ahora extraviado, de lo humano.
Soy maestro y cada día entiendo menos lo que significa, o más bien, lo que vale tal figura en nuestro presente. So pretexto de la agobiante pandemia nos han extraviado el ánima, la veta, el ethos y el telos de tan añeja, romántica y contradictoria forma de vida. Un virus que no es nada y lo es todo por estos días ha sido la punta de lanza de promoción del entorno digital como destino manifiesto de la educación para pensar lo que pasa y “lo que vendrá”. ¿Temporal como el “home office”, o como la tormenta que viene y pasa? ¿Cómo, cuándo y dónde nos vamos a reiniciar? ¿Regresaremos para ser los mismos?
Desde hace tiempo mi desconfianza se alimenta de los signos que la propia realidad de la educación superior ha venido mostrando. Es claro que el ideal romántico de la universidad hace tiempo se agotó y que, como la ha expresado Miguel de la Torre (2004) hace tiempo pasamos del humanismo a la competitividad. Instalada, desde hace tiempo, la educación y sus fines no en el aprendizaje del arte de la existencia (es decir: en el saber vivir, reconocer y coexistir), sino en la resolución de las necesidades materiales de reproducción del sistema-mundo (Wallerstein, 1979) pensar distinto aparece como utópico y desfasado.
La pandemia ha desatado un proceso reflexivo, no inédito, pero sí bastante sugerente en el espacio filosófico y educativo. Del primero dan cuenta las escaramuzas teóricas que entreveran artículos y entrevistas de Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy, Slavoj Žižek y Byung-Chul Han. En menor medida, lo que demuestra una vez más la selectividad de la red, encontramos las voces filosóficas femeninas en los textos de Martha Nussbaum, Judith Butler, Adela Cortina o Amelia Valcárcel.
En el campo educativo el debate, que ya era intenso respecto a la crisis de los sistemas formativos, se nutre de voces críticas como las de Peter McLaren, Henri Giroux, Fernando Bárcena, Jurjo Torres Santomé o Carlos Skliar. Es, sobre estas voces, y desde la perspectiva de la filosofía de la educación, que, en lo que sigue, intentaré hilar algunos argumentos para pensar el futuro postpandémico en su mediano y largo plazo.
- Declives del humanismo
Parto de lo testimonial, aunque de lo fragmentario. Desde hace tiempo una de las líneas de investigación de mi trabajo versa sobre la sociedad del conocimiento y las condiciones que vinculan la producción científica e intelectual en la educación superior, particularmente la que se genera en las universidades, a la dinámica y exigencias estructurales de la sociedad neoliberal globalizada. Podría decir que el tema “me ha perseguido”, primero desde la preocupación didáctica por los métodos de enseñanza en la filosofía y luego, entreverado con ello, por el trasfondo del modelo de competencias y su énfasis en el llamado “learning by doing”, esta obsesión por objetivar materialmente —en forma de producto y de consumo— el aprendizaje disciplinar.
Acorde con las macrotendencias globales a las que refiere Gimeno Sacristán (Educar y convivir en la cultura global, 2001), la universidad mexicana experimenta, desde hace un buen tiempo, un proceso de reconversión en sus fines que se refleja en sus programas, modelos curriculares y filosofía educativa. Ello implica la redefinición de los conceptos mismos de educación y de la misión institucional, consignada como filosofía educativa, sobre un discurso fundante que se cobija aun bajo un desdibujado humanismo: la universidad es humanista discursivamente aunque cada vez más adopte un tono y prácticas administrativas que reflejan las leyes del mercado y el consumo.
Desterradas las ideologías críticas, las identidades de los actores del proceso educativo se redefinen. En sus extremos, los alumnos son clientes y los profesores “prestadores de servicios académicos” o simplemente “empleados”: la racionalidad instrumental deprecia la autorrepresentación de unos y otros y empobrece, al mismo tiempo, el imaginario social sobre su lugar social y su importancia. Al entrar en esta categoría se desdibuja la singularidad del encuentro humano de subjetividades que hace que la educación sea algo más que un simple adiestramiento para la vida productiva, para referirse al encuentro social, colectivo, de construcción de un sentido de vida y de cultura que acompaña la antropogénesis (Fullat, 2000).
El relativismo posmoderno ha afincado el valor de la formación orientada no para la convivencia en la cultura global, sino para la maximización de las competencias individuales en un mundo que, hasta hace muy poco, se creía en un eterno proceso expansivo en coexistencia con una crisis social, humana, ecológica y de seguridad normalizada como condición de vida. El dispositivo pedagógico, funcional en términos generales, había tenido, en sus momentos más críticos, la capacidad de absorber sus contradicciones o limitar sus efectos. Sociedad del conocimiento bajo los paradigmas de la sociedad del rendimiento. Cultura exenta de política o política mediatizada por los fines preestablecidos de la modernidad tardía que nunca imaginó que las antiguas seguridades desaparecerían, aparentemente, en un virus mutante de un lejano e imaginario mercado de animales silvestres en Wuhan.
- Respuestas y asimetrías
La inercia es una de las características de todo aquello que está sujeto a un reposo relativo o a un movimiento relativo. Las leyes de la física señalan que la cantidad de inercia que posee un cuerpo depende de su cantidad de materia. De este modo podemos pensar el ámbito de lo educativo en tanto el peso de lo institucional en la reproducción de sus propios fines. Las respuestas de las instituciones de educación superior públicas frente a la pandemia han sido tardías o por lo menos equívocas. Es justificable en cierto grado que así fuera en la medida que nadie supuso hasta dónde el coronavirus, en tanto enfermedad infecto-contagiosa, supondría una transformación radical de procesos, costumbres y dinámicas sociales. ¿Cómo repensar, en emergencia, lo educativo? ¿Cómo enfrentar, de manera inicial, el problema de la atención de cientos de miles de estudiantes en el país y millones en el mundo tomando en cuenta las asimetrías de acceso a recursos tecnológicos e infraestructura educativa?
En México, desde antes de la pandemia, varias instituciones educativas ya estaban en crisis; es decir, estaban muy lejos de cualquier “normalidad posible” y abandonadas a su propia suerte y/o condicionadas a las nuevas exigencias de la política educativa federal en cuanto al acceso a recursos financieros. Más allá de su estatus —en algunos casos, claro está— en cuanto a indicadores de producción científica o atención educativa, el desmontaje y las carencias de recursos de dichas universidades augura una catástrofe anunciada que ahora se agudizará en la postpandemia, cuando lleguemos, tardíamente a ella.
Según el artículo “Doce universidades, en crisis financiera” de José Antonio Román (La Jornada, 29 de mayo 2020), no solo la realidad actual de las universidades en crisis (entre ellas, la UAZ, la UMSNH, la UAS y otras), sino de una gran mayoría de las instituciones universitarias mexicanas es francamente preocupante. De acuerdo con las declaraciones del subsecretario de Educación Superior, Luciano Concheiro, el 58 por ciento de las universidades reportan carencias de equipo de cómputo e internet. El estudio de 116 instituciones públicas y privadas de educación superior reporta un 55 por ciento de alumnos y docentes sin formación para atender las actividades de educación a distancia, ahí donde las universidades la ofrecen como alternativa. El mismo estudio revela que: “Solamente 14 de las 116 instituciones encuestadas utilizan una plataforma diseñada exclusivamente para ellas; 52 más reportaron la adquisición de una plataforma comercial, y el resto utiliza herramientas digitales gratuitas o de pago de uso público”.
El diagnóstico suma indicadores que confirman las asimetrías entre regiones del país, desde la saturación de las redes o plataformas de las universidades (un 35 por ciento), la poca disponibilidad de materiales y herramientas digitales (un 21 por ciento) o la carencia absoluta de infraestructura tecnológica para atender a los estudiantes (un 16 por ciento).
Las variables atienden sobre todo las realidades institucionales, pero hace falta voltear a ver la realidad de las y los estudiantes, sobre todo en la educación pública, donde, de acuerdo con el mismo estudio referido en la nota de José Antonio Román: “…55 por ciento de los alumnos ubicados en el primer decil en la medición de pobreza, no tienen equipo ni acceso a Internet; 41 por ciento, en el segundo decil, y 37 en el tercero”. En la educación superior el diagnóstico se agrava para ubicar en el mismo orden, en el primer decil al 81 por ciento, 65 en el segundo y 58 por ciento en el tercero, revelando el tamaño de la desigualdad de la educación pública en México.
La operatividad y estrategia de la institución universitaria en México frente a la pandemia ha provocado ya índices de deserción aun no calculados, pero frente a los indicadores es posible imaginar sus alcances que se recrudecerán con la pérdida de empleos y crisis económica global. Frente a indicadores tan negativos la sensibilidad social de la universidad, la empatía y la reestructuración de recursos dirigidos a la atención del estudiantado han sido respuestas marginales que solo algunas instituciones han podido poner en marcha.
- Los medios y las estrategias
Hablemos de las “respuestas emergentes”. No soy comunicólogo. Ya lo he dicho, pero en algún momento me encontré con el viejo aforismo de McLuhan por el cual se entiende “que el medio es el mensaje”, para referir hoy, en la época de la internet y la 5G, la tecnología que supone la virtualidad, aplicada ahora a los procesos educativos. Bajo esta lógica de la emergencia, disociar el cuerpo y la acción del conocimiento, mediatizar la reflexión, materializa la eficiencia y la continuidad de la respuesta educativa.
Es bien cierto que la tecnología ya existía como recurso para algunas instituciones y que su uso eficiente en plataformas educativas sobre todo se había implementado exitosamente en la educación privada –caso destacado, desde hace años, en el Tecnológico de Monterrey–, mientras que en el sector público se utilizaba marginalmente, salvo algunos programas diseñados exprofeso. La contingencia transformó radicalmente las condiciones por las cuales se obligó a estudiantes y maestros a la migración digital a fin de continuar con el desarrollo de los programas educativos. Comprensible, pero complejo, el proceso ha funcionado parcialmente para la mayor parte de los programas en lo instrumental, aunque sería difícil establecer con exactitud sus logros en cuanto aprendizaje y calidad educativa. Sumemos la inequidad del acceso a los recursos tecnológicos y seguramente cualquier triunfalismo de una autoridad educativa sería un exceso. En los registros del sistema educativo mexicano el 2020 será conocido como el año del desastre y el retroceso.
Si la universidad es la instancia donde se conoce, analizan, critican y proponen alternativas plurales ante los nuevos retos del presente, adaptarnos a la “nueva normalidad” no es un asunto de calendario escolar, de acceso a la tecnología, o incluso de adopción de políticas sanitarias, sino un laboratorio de ideas que puedan ser capaces de confrontar el pasado para transformar el presente. Me pregunto si esta conciencia será capaz de romper con la inercia con la que, históricamente, si bien con momentos excepcionales, ha actuado la universidad en su conjunto. ¿Será posible pensar en la pandemia como un punto de ruptura, de inflexión, de las prácticas burocráticas e instrumentales de buena parte de las instituciones de educación superior en México?
Asumo aquí la perspectiva de Peter McLaren, uno de los teóricos más destacados, con Henri Giroux, de la corriente de la pedagogía crítica. Crítico de la privatización del conocimiento y el desmontaje de la educación pública efectuada por el neoliberalismo global en las pasadas décadas para dar paso a un sistema de estratificación de los fines de la educación, McLaren ha cuestionado la normalidad de la crisis permanente de lo educativo y su reproducción en la formación humana.
Me interesa en particular pensar en los lugares que en esta normalidad se han venido gestando para profesores y estudiantes y la exclusión desde la cual se ha configurado el acceso a la educación superior. ¿Se corresponden, en realidad, los procesos formativos con la búsqueda de sociedades globales orientadas hacia el desarrollo y la eliminación de la pobreza, el racismo y la igualdad entre géneros, o por el contrario, como expresa McLaren, lo que priva es un sistema de adaptación a la ideología que reproduce esas asimetrías? ¿La educación en un contexto post confinamiento transformará este enfoque para pasar de consumidores a ciudadanos?
Dos son los puntos que la irrupción del nuevo escenario global vale pensar en cuanto al imaginario de representaciones de maestros y estudiantes: el primero refiere el auto concepto del maestro, su formación imaginaria sobre sí mismo, el lugar que le refiere a los fines, más allá de lo cognitivo, sino fundamentalmente en la dimensión axiológica, de su propia práctica y su dignidad como trabajador intelectual, que incluye la conciencia de sus derechos y deberes; el segundo corresponde al alumno, en la percepción de que su formación no es un mero ejercicio de adaptación técnica para un mundo roto: “No quiero que los estudiantes se adapten a un sistema roto. Y no quiero que arreglen un sistema roto porque si está roto, puede que no esté en el camino correcto. Quiero que los estudiantes puedan comprender qué cambios sistémicos deben hacerse y luchar por esos cambios” (McLaren, 2020).
En la línea de la pedagogía crítica Henri Giroux (2019), otro de los pilares de la transformación del status quo pedagógico, señala que la pedagogía crítica no es un método, sino una revisión del tipo de escuela que queremos, en el entendido que la educación tiene una naturaleza política que “tiene que ver con la cultura, la autoridad y el poder”, aspectos altamente sensibles para pensar hoy la educación pública y el establecimiento de la tradición universitaria. Retomar el aspecto de que lo central es formarse para el tipo de sociedad en la que se quiere vivir y no meramente sobrevivir.
Carlos Skliar (2020) ha señalado con justeza, a propósito de la incertidumbre de lo que vendrá, que no se nos debe olvidar que “… la educación es un enclave entre el presente, el pasado y el futuro”. En esa idea, lo que vendrá por delante no puede pretender la amnesia del mundo anterior que ya presentaba rasgos de agotamiento. El estado de excepción de la pandemia que ha hecho proliferar la tecnoeducación y entenderla como la expresión del progreso, advierte Skliar, confunde la conectividad con la posibilidad de comunicar algo. Si anteriormente la postmodernidad educativa apuntaba, en el agotamiento del último elemento civilizatorio humano, al self-service generalizado y a prescindir de la figura del maestro para sustituirlo por una especie de figura de coaching del estudiante, sería tiempo de considerar la figura del docente, por el contrario de la inmediatez de la vida, como aquél/aquella que da tiempo a los demás. La referencia al amor lacaniano se hace presente una vez más: educar, como el acto de amor, es dar un tiempo que no tenemos. La crítica a la urgencia y la rapidez, ya expresada previamente en el modelo pedagógico (el mundo de las competencias) y luego ahora, aceleradamente, en el dispositivo tecnológico, augura una discusión profunda en torno a los fines de la educación. Quizás ya no baste la competitividad, sino, sobre todo, el ser capaces de construir ese suelo colectivo, esa casa común, ya olvidada, que se llama comunidad.
Construir una educación diferente significa también reconocer que, para desarrollar una idea estética de la educación se debe volver la mirada de nuevo a los procesos de formación y profesionalización que ya no corresponden a la idea romántica de antaño. En opinión de Skliar la formación docente vuelve a plantearse como algo que nunca concluye, que nunca termina. Se trata de tener la claridad de saber –y de saberse– “maestros para qué mundo y para qué vida”. En ese devenir de la figura del maestro que podría emerger se destacan dos elementos de su carácter que apelan quizás a elementos “superados” de su pasado “clásico” y “moderno”: 1) Reconocer la figura del maestro como la de un educador apasionado por algo de este mundo y que lleva ese esfuerzo comunicativo a otra generación, y 2) Una figura del educador formado en una cultura filosófica y artística. No tan técnica, ni tan centrada en los dispositivos; un maestro/maestra que no se ponga en una figura de subestimación de sí mismo. Este esfuerzo también implica reconocer la precariedad de su circunstancia y la lucha por sus derechos, ahora acotada en el eficientismo y el sistema de recompensas-castigos.
La pandemia y sus tiempos de “desconfinamiento” es también una oportunidad invaluable para repensar los fines de la educación. Hay algo positivo en el saldo del horizonte de lo que podría venir y que me parece un acierto entre tanta incertidumbre y poca eficacia en la estrategia político-educativa para enfrentar la continuidad del año escolar en México: el modelo a cultivar en el futuro no es el miedo al otro, sino el cuidado del otro como semejante. Este elemento axiológico quizás nos puede llevar a la reflexión sobre la escuela que hemos tenido hasta el presente y la que podríamos tener en el futuro, pues es en el cultivo de estar virtud ciudadana y democrática de reconocimiento del otro como igual donde se puede gestar otra escuela posible.
- Navegar en las aguas de la incertidumbre
Es conocido el escepticismo de Giorgio Agamben en torno de la configuración de la vida moderna. Lector atento de Foucault, su lectura Biopolítica de las sociedades contemporáneas desata más de una crítica de tirios y troyanos. La pandemia ha sido el culmen de sus críticas a los sistemas de control en occidente tan bien descritos, por otra parte, por el surcoreano Byung Chul Han.
El confinamiento ha sido, para Agamben, el punto de quiebre de las supuestas libertades de occidente. Particularmente sensible a las normativas de la política estatal de salud en Italia, uno de los países más afectados por el coronavirus, el italiano vuelve a remover las aguas filosóficas al reflexionar sobre la condición postpandémica de la universidad europea (que avisora nuestro propio futuro). No se trata, señala, de la transformación de la didáctica, la presencialidad y el debate tan importante en la relación entre maestros y alumnos, que ha sido sustituido por la barbarie tecnológica y el aprisionamiento “en una pantalla espectral” (Agamben, 2020) sino de algo más importante: el fin del estudiantado como forma de vida.
La consideración del filósofo italiano alude, en muchos sentidos, a la tradición, profundamente arraigada en Europa e incluso en Norteamérica, del espacio físicouniversitario como instancia de socialización y escuela de vida. Más allá de las funciones groseramente pragmáticas de la educación superior, Agamben ve en la universidad cofradía, comunidad de intereses y de amistad. Es cierto, como expresa el colega Juan Carlos Moreno Romo, que desde hace tiempo nos “roban” la universidad, pero el juicio, demasiado rotundo de Agamben de equiparar la aceptación del profesorado de la teleformación es el equivalente simbólico del juramento al régimen fascista italiano de 1931. Demasiado dramatismo en esta expresión a menos que se acepte que estas serán las reglas permanentes del nuevo “mundo feliz” –y distante– universitario que destierra el encuentro, la empatía y la solidaridad. Comparto, eso sí, su sentido del agotamiento de la universidad como espacio permanente de la renovación del pensamiento, de la crítica y del disenso que fue la base histórica de sus ideales humanísticos hoy agotados. ¿Es posible otro tipo de universidad? Quizás, pero en otro tipo de nueva normalidad.
En el cierre del zigzag de esta tormenta de ideas tengo preguntas puntuales que marcan mi escepticismo inicial sobre lo por-venir y mi esperanza que la filosofía siga teniendo fundamento como una de las formas de la resistencia al destino manifiesto del telepensamiento:
- Hasta dónde la mediación tecnológica y la instauración de su dispositivo pedagógico de acompañamiento obligará (o ya lo está haciendo) a modificar nuestra percepción como docentes sobre lo que significa la libertad de cátedra.[1]
- Al salir del “estado de excepción” de la pandemia, ¿cómo se redefinirán los roles del proceso educativo? ¿O es que acaso, como en el entorno de lo biopolítico (tan bien expresado en la administración estadística y logarítmica de los fallecidos por el Covid-19), el estado de excepción educativo se pretenderá permanente?
- ¿Considerará la universidad lo irremplazable de la figura del maestro/a y de la presencialidad como construcción de la naturaleza social del ser humano o apostará por el civismo distancial?
- ¿Emergerán o no y de qué modo, en la comunidad de estudiantes y maestros, resistencias a esta formar de pensar y practicar la educación superior?
Mientras espero, pienso con Boaventura de Sousa (2020), que el futuro puede comenzar hoy.
Referencias
Agamben, Giorgio (23 de mayo 2020). Requiem por la universidad. Artillería inmanente.https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1514&fbclid=IwAR0vRRQvmHVH4ahswobDD7pjbp_RmnJzJujc3xLM12ry0pcKbJQY5rVB3KE
De la Torre, Miguel (2004). Del humanismo a la competitividad. UNAM: México.
De Sousa Santos, Boaventura (2020). La cruel pedagogía del virus. CLACSO: Buenos Aires.
Díaz, Andrea (19 de mayo 2020). La libertad de cátedra, o qué tan libres somos los docentes. La diaria. https://ladiaria.com.uy/articulo/2020/5/la-libertad-de-catedra-o-que-tan-libres-somos-los-docentes/?fbclid=IwAR1RfBdTQ8O0AKZLfXqBH2Kb975J4Oq5CgZZ2hv9PTxHZE5DJDWAg6rx3Tw
Fullat, Octavi (2000). Filosofías de la educación. CEAC: Barcelona.
Giroux, Henri (14 de mayo 2020). Los docentes son un bien común y merecen más respeto que un banquero o un ejecutivo. https://webdelmaestrocmf.com/portal/henry-giroux-los-docentes-son-un-bien-comun-y-merecen-mas-respeto-que-un-banquero-o-un ejecutivo/?fbclid=IwAR3mfWgwPBg9n_itI2WrZnNKy3LRk3OW_e6wiQeo1ubFgwpLmWjHrINkrS0
McLaren, Peter (16 de mayo 2020). La educación es una forma de política. Iberoamérica Social. https://iberoamericasocial.com/la-educacion-es-una-forma-de-politica/
Moreno Romo, Juan Carlos (2017). Nos roban la universidad y otros ensayos de filosofía de la educación y hasta gestión del conocimiento. Ediciones Texere: Zacatecas.
Román, José Antonio (La Jornada, 29 de mayo 2020). “Doce universidades, en crisis financiera”, en periódico La Jornada. México. https://www.jornada.com.mx/2020/05/29/politica/015n3pol
Sacristán, Gimeno (2001). Educar y convivir en la cultura global. Morata: Madrid.
Skliar, Carlos (23 de mayo de 2020). La escuela que viene será objeto de una batalla entre el humanismo y la tecnocracia. Marca de radio. https://soundcloud.com/user-981543510/carlos-skliar-la-escuela-que-viene-sera-objeto-de-una-batalla-entre-el-humanismo-y-la-tecnocracia?fbclid=IwAR0wYS2W0lvHvcoZZSIQzZj0jNHpjwmdpRb8OYMLHojkqs2HWfBBP34pdQY
Wallerstein, Immanuel (1979). El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. Siglo XXI Editores: Madrid.
[1] Al respecto, la filósofa Andrea Díaz (2020) ha escrito muy puntualmente: “En un sentido general, detentar una cátedra es asumir compromiso y responsabilidad a partir de un conocimiento y reconocimiento. La libertad específica vinculada a la enseñanza es, pues, la libertad de cátedra. Y según los niveles educativos, los grados de autonomía de la institución, el tipo de centro del que estemos hablando, esta libertad de cátedra tendrá mayor o menor amplitud.”