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Carlos Fuentes y el cine

julio 19, 2020Deja un comentarioCine, Portada CulturaBy Andrés Vela
Foto: Archivo

Cine y Literatura. El vínculo de la palabra y la imagen. ¿Hasta dónde o qué tan flexible es ese vínculo? Es decir: acaso sí, el cine es la palabra llevada a la pantalla, con toda la transformación del germen original que ese proceso implica, mas, ¿hasta dónde la imagen puede ser llevada a la página con todo el logro poético que esa traslación implicaría? Si las incursiones de los cineastas en la literatura casi siempre son saludadas con buen talante, las de los escritores, en cambio, han sido maravillosas, aceptables, intrascendentes o hasta desastrosas.

En nuestro país hay una pluma que es ineludible, más allá de las simpatías o antipatías que su persona genere; sin él, nuestra tradición literaria quedaría mutilada. Pero su importancia también se localiza en la -menos robusta, o, quizá deba decir: más confusa como tradición- cinematográfica nacional. Sin la pluma de Carlos Fuentes, con todos sus aciertos y despropósitos, varios momentos importantes, artísticos, e incluso lugares ya comunes de nuestro ámbito cultural, no existirían. 

Gracias al libro Los nuestros, de Luis Harss, nos enteramos de que un primer proyecto para trabajar en el cine era la adaptación de El Acoso, de Alejo Carpentier, para ser filmada por Buñuel, pero se quedó en el tintero. Así que apuramos el tiempo para llegar a 1964, con su excelente libro de cuentos Cantar de ciegos, una maravilla que no lo sería tanto en sus distintas adaptaciones, como por ejemplo Las dos Elenas, estupendo trabajo técnico e insólito en la narrativa mexicana que en la pantalla parece otra boba película sesentera que, como mínima distinción, cuenta algunas alusiones culturales que terminan por resultar chocantes. En cambio, Un alma pura, que participara en el Concurso de Cine Experimental del 65, es una obra que, aunque grita su irrefrenable deseo de verse muy nouvelle vague, dicha pretensión no es tan errada y tiene momentos de verdadero genio, destreza. Cintas dirigidas por José Luis y Juan Ibáñez, respectivamente -quienes, por cierto, no eran hermanos. Más tarde ambos harían otras cintas: Las cautivas (José Luis) Los caifanes (Juan), de esta última hablaremos más tarde.

Sin la pluma de Carlos Fuentes, con todos sus aciertos y despropósitos, varios momentos importantes, artísticos, e incluso lugares ya comunes de nuestro ámbito cultural, no existirían.

Otras obras de Carlos fueron filmadas sin pena ni gloria: Muñeca Reina (1972), de Olhovich. Ahora, algunas filmaciones deberían de poner otra vez en la mesa de discusión su obra, que sí, se desbarrancaba por el impulso vertiginoso de la presunción, y, sin embargo, el genio, a veces más claro a veces desvaído, asomaba. Por ejemplo: La cabeza de la hidra es una novela muy mal -¡terriblemente!- valorada: “intentó una novela policíaca y le falló bien feo”, dicen los tiernos ignorantes, sin darse cuenta de que, sí, hay la estructura, pero el tono es ¡otro!: lo que ahí hay es en realidad la parodia de una novela policial. ¿Lograría Paul Leduc una traducción decente de esa propuesta? Que lo diga el lector-espectador. Por otra parte, si La cabeza de la hidra atrajo la atención del gran Paul Leduc, Gringo Viejo atrapó la atención de Jane Fonda y, de la mano de Luis Puenzo, la actriz llevó al cine esta obra en la que el fantasma del mítico de Ambroce Bierce es encarnado por Gregory Peck… también: ¡que hable el lector!

Pero la pluma de Fuentes también fue esencial en trabajos que no tenían que ver con su obra (de la que, a excepción de Gringo Viejo, siempre fue guionista). Aunque con lamentables resultados, la difusión de la obra de Juan Rulfo tiene mucho que ver con los diversos intentos por filmarlo: ahí Fuentes es fundamental. La primera versión de Pedro Páramo es un guion de Carlos (junto con Velo) que, aunque no podríamos hablar de fracaso estrepitosos, al menos sí de un trabajo insatisfactorio, que deja que desear. Después está la conocidísima anécdota con García Márquez adaptando El Gallo de Oro para Gavaldón. El resultado: otra película ranchera sin brillo propio. Más tarde, Fuentes intentó adaptar para François Reichenbach ¿No oyes ladrar los perros?, que en 1975 llevó el título de Ignacio.

Sin embargo, pieza de verdadera poética es Tiempo de morir… No, no es el mérito de Fuentes, mas la cinta no hubiera sido posible sin su intervención, pues adaptó unos diálogos bastante verosímiles para un western, cuyo guion había sido escrito por un colombiano: Gabriel García Márquez. Y con el fulgor creativo de Ripstein, esa cinta termina por ser memorable, fundacional.

Otras cintas que vagan por ahí como satélites sin rumbo: Vieja moralidad, de Orlando Merino; México-México, de François Reichenbach o, Las diabólicas del amor (adaptación de Aura por Damiano Damiani. Pero no podemos concluir sin recordar Aquellos años, en pleno momento echeverrista de supuesta “apertura democrática”, sacralizando a Juárez a través del estupendo Martínez de Hoyos, es otro ejemplo de que no siempre la mancuerna de dos genios llega a buen puerto. Si en El Gallo de Oro director y guionistas de lujo habían terminado en la grisura, en este homenaje al Benemérito, Carlos Fuentes y Felipe Cazals erraron el tiro inevitablemente. El director le comentó a quien esto escribe: “Carlos y yo intentamos lo mejor, pusimos de nuestra parte, pero aquello salió de una solemnidad, tan engolado, que no, no…”.

Decidí terminar con Los caifanes no porque crea es la mejor obra, ni siquiera sé si ha aguantado la prueba del tiempo; en gran medida está rebasada. Pero ahí están los diálogos. Esa obra es un trozo de la narrativa de Fuentes en su momento de mayor vitalidad; pareciera un trozo de Los días enmascarados y, sobre todo, de ese portento que es La región más transparente, sin duda una de las primeras obras en nuestra lengua (y quizá en el mundo) que cuenta con una poética tan cinematográfica. Porque eso es: la poesía está ahí: el lenguaje resplandeciente al tiempo que podemos ver los rushes y esos tremendos big long shots con que Carlos nos hace ver, realmente ver. Busque el lector esa descripción sin parangón de la derrota de las fuerzas villistas por las obregonistas en La región…; esa batalla es un cortometraje perfecto que pasa con el poder y deslumbramiento de la incandescencia.

Pero volviendo a Los caifanes, no sólo está esa feria del lenguaje, esos malabares del ritmo, sin esa revisión del imaginario colectivo mexicano, con todo lo filtrado que pueda estar por el dandi Fuentes. Que se diga lo que sea. Fuentes llegó, de dónde sea, desde esa hibridez de la nacionalidad (por qué no recordar a Henry James) para dotar a nuestro contexto de mitos y relectura de mitos a partir del lenguaje. Y esa búsqueda personal en el lenguaje –deliberada o involuntariamente- enriqueció el ritmo verbal de nuestra habla. Sí, pero porque Fuentes se dedicó a escuchar desde los bajos fondos, sin importar lo que le estuviera vedado, poblando así nuestro registro de imágenes, ¿reales?, eso no importa: el artificio derivó creación, imaginación; nuestra galería de imágenes posee más referentes a los cuales atar el ímpetu de nuestra realidad.

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Andrés VelaartículoCarlos FuentescineCine mexicano siglo XXliteratura mexicana siglo XX
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Sobre el autor

Andrés Vela

Se ha dedicado al periodismo por más de 10 años en periódicos y revistas. Ha publicado artículos sobre cine, literatura y artes visuales en el periódico El Porvenir, el periódico Vida Universitaria de la UANL, en la revista Armas y Letras de la misma institución, en Crítica de la BUAP, La Nuez, de Guadalajara, y en el suplemento Semanal, del periódico La Jornada.

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