
A lo largo de la historia de las ciencias sociales han surgido teorías y enfoques que han pretendido revolucionar la construcción del conocimiento social ante el agotamiento de paradigmas previos, incapaces de dar respuesta a las transformaciones de la realidad. En las últimas décadas, los giros epistemológicos permean la forma de acercarnos a los problemas sociales contemporáneos (Velásquez, 2009). Entre otros, se registra una creciente emergencia del análisis de las emociones, otorgándoles un lugar central para la descripción de la realidad. Empero, el mundo de los afectos ha sido objeto de largo interés abordado por la antropología y la sociología, aunque generalmente de manera tácita.[1]
Ya desde la filosofía clásica, las emociones fueron objeto de reflexión profunda, considerándolas como parte constitutiva de la conducta, de la agencia humana y de la creatividad individual y colectiva; es decir, como parte integral de la cultura (Trueba, 2009). No obstante, incluso muy superada temporalmente la época clásica, no se llegó a configurar una teoría específica para el análisis de la expresión emocional en las ciencias sociales y habrá que esperar hasta mediados del siglo XX para la elaboración de un pensamiento sistemático en torno a los afectos y las emociones como unidades analíticas centrales (Domínguez y Lara, 2014).
En las siguientes líneas, se ofrece un breve panorama de algunas posturas paradigmáticas en torno a la reflexión de las emociones que han coadyuvado a la conformación de un pensamiento occidental sobre el tema. La revisión no es exhaustiva. Apunta principalmente a delinear formas constitutivas del quehacer antropológico, con base en un pensamiento dicotómico que tendía a escindir la razón y la emocionalidad en ámbitos irreconciliables, así como propendía a afirmar la universalidad de la expresión emocional. En este tenor, se proponen los elementos fundamentales de la perspectiva socioestructural de las emociones, como una vía analítica que reduce la brecha razón-emoción para, en su lugar, resaltar la articulación cognitiva-evaluativa, así como el carácter contextualizado de la expresión emocional y de las relaciones de poder implicadas en su ejecución, que derivan en una multiplicidad de formas de ejercer la vida afectiva.
Construcción de una dicotomía: razón-emoción
En sus Diálogos, Platón se interesa por definir la constitución del alma humana en los dominios cognitivo, afectivo y apetitivo[2], donde el último hace referencia a lo que actualmente entendemos por emoción. Pero es Aristóteles en su Retórica, quien hace un acercamiento más acabado de la comprensión de las emociones, como “toda afectación del alma acompañada de placer o dolor y el placer y el dolor son la advertencia del valor que tiene para la vida el hecho o la situación a la que se refiere la afección misma” (Abbagnano, (1961) 1993: 379,). La concepción que ambos hacen de las emociones humanas es de naturaleza funcionalista y moral, que rige a los individuos en su devenir.
Asimismo, el pensamiento cristiano medieval otorga tanta relevancia a las emociones como los filósofos griegos[3], subrayando la necesidad de someter las emociones a la evaluación religiosa para controlarlas y dirigir los ánimos siempre en dirección divina. En ambos casos, la función imperativa de redención individual que cumplen las emociones deriva de su carácter natural e intrínseco a la totalidad de los seres humanos. Ésa fue la concepción desarrollada por Santo Tomás en Suma teológica, la cual fue retomada y sofisticada posteriormente por Descartes durante el Renacimiento (Moya, 2007). Para Descartes, las emociones son afecciones del alma causadas por el movimiento de los espíritus vitales, es decir, de las fuerzas mecánicas que obran en el cuerpo. Por ello le da tanta importancia a la tristeza y a la alegría, como los extremos opuestos provenientes de las cosas que dañan al cuerpo por un lado y las que le son útiles por otro.
En este planteamiento dualista, el alma funciona como asiento de las emociones, mientras que el cuerpo las padece: son sustancias distintas y separadas. De tal concepción es de la que abrevará el pensamiento positivista, pasando por las ideas de Hume, Spinoza, Smith y Comte (Ariza, 2018) [4], que se interesaron por definir las emociones humanas con base en presupuestos morales de cohesión social, apuntalando la escisión mente-cuerpo, razón-emoción, con base en la mecánica cartesiana que se instalará en el pensamiento occidental cada vez con mayor depuración a partir de las ideas neoclasicistas. Sin embargo, el XVII hereda al siglo posterior la repulsa ante el agotamiento del rígido neoclasicismo, basado en la razón pura y la cientificidad. En este clima, la estética se erige como la disciplina moderna por antonomasia por cuanto pretende ensalzar al nuevo sujeto autónomo moderno.
Esta búsqueda de armonización entre la razón y la experiencia sensible, se asienta en el reconocimiento de un comportamiento intrínseco al humano, por tanto, la vivencia de la experiencia estética constituye una característica distintiva de su humanidad; “la estética ambiciona también la utopía de un estado de felicidad en el cual la cabeza y el corazón se reconcilian en una paz sublime e inalterable” (Marchán, 1986: 20). La empresa moderna confía a la estética la onerosa tarea de dotar de autonomía a los sujetos, toda vez que se reconoce las capacidades sensibles y racionales para ajustar la percepción de lo bello, puesto en la materialidad, tamizado por el entendimiento. Si la estética ambiciona un proyecto emancipador que pretende la libertad antropológica de los sujetos, en la apuesta al efecto de la experiencia emocional surgida de la relación entre individuo y colectividad, lo que se observa, sin embargo, es el establecimiento de una división sin resolución entre corporalidad y afectos, puesto que la expresión emocional no logra ser sistematizada con fines analíticos, dada su separación del raciocinio y de la materialidad corporal.
En las postrimerías del XVIII, la incipiente división de los saberes en ciencias humanas o del espíritu y en ciencias exactas, procura la especialización para el entendimiento del ser humano a partir de sus dos facetas, natural y social. El puente ha sido tendido y la brecha cada vez más insoslayable. La tradición antropológica en ciernes para ese momento, se nutre de esta división, supeditando la naturaleza de los sujetos a su expresión social. Faltará aún para encontrar a la antropología plenamente asentada y observar este fenómeno de escisión de la comprensión del mundo, de las dicotomías que gobernarán el abordaje en la praxis analítica, pero es importante subrayar el efecto de esta fragmentación como mediadora en los problemas antropológicos.
El evolucionismo darwiniano, al tratar de conocer las leyes de la conducta humana, fue determinante para concebir la emocionalidad como subsumida al ámbito biológico. La premisa básica: el ser humano desciende de un ancestro inferior común a todas las personas, urgió a dar respuesta a las particularidades culturales. Bajo el criterio de razas y mediante la extrapolación a un evolucionismo social, durante el siglo XIX y principios del XX, las emociones son significadas como inexorable capacidad humana, pero de necesario adiestramiento moral en la búsqueda por alcanzar el estadio civilizatorio superior. La expresión normada de los afectos, provendría de un sujeto que ha alcanzado un grado de desarrollo más elevado que el salvaje visceral, víctima de sus instintos. La idea de la emocionalidad como antónimo de lo racional, se prolonga.
Una manifiesta expresión emotiva demostraría, pues, una mayor cercanía al mundo animal y vegetal, como afirmaba Lévy-Bruhl “las emociones se habitan desde la naturaleza mientras que su regulación y adiestramiento, reflejan la cultura” (Calderón, 2012: 84). Una excepción al pensamiento evolucionista de principios del siglo XX, la hallamos en Elias:
De acuerdo con Elias, la tradición dualista no dejó convertir en objeto de la reflexión las redes de interdependencia “que hacen que cada acción individual dependa de toda una serie de otras al modificar, a su vez, la figura misma del juego social” (Elias, citado en Chartier 1992, 89). Por ello, su análisis crítico se adelanta a los debates teóricos de la década de los sesenta al desplazar varias de las oposiciones clásicas: individuo-sociedad, libertad-determinismo e incluso objetividad-subjetividad (Bolaños: 182).
Por su parte, Marcel Mauss formula el carácter público e intercambiable de los sentimientos y reconoce los aspectos socio-culturales y psicológicos más amplios para la conformación de la expresión emocional de los sujetos, así como la obligatoriedad a la que son sometidos los individuos en sus expresiones afectivas. La reciprocidad del don, de la que las emociones forman parte, como hechos sociales totales, como un lenguaje completo, impele a los individuos a comunicarse a través de códigos culturales específicos. No obstante, estos acercamientos innovadores al estudio de las emociones tenidos en cuenta como fenómenos sociales de gran trascendencia para la comprensión de las realidades humanas, del intercambio social y del ejercicio del poder, no dieron frutos en una línea de estudio particular, y tendrían que pasar aún décadas para que se retomen en la investigación antropológica.
Estudio de las emociones en antropología
Las teorías provenientes del posestructuralismo, de los estudios culturales, de la sociología interpretativa, del feminismo y de los estudios de género, son fundamentales para traer a la luz la naturaleza relacional de las emociones (Lutz, 2012) y con ello evidenciar que la motivación de los afectos siempre es detonada por un agente exterior (otro sujeto, un espacio, una idea, un discurso), en relación con las socioestructuras donde se desencadena la expresión emocional. Sin embargo, no se puede reducir a un momento concreto el nacimiento y apogeo del estudio de las emociones tanto en antropología como en otras disciplinas afines (Domínguez y Lara, 2014). El relieve del tema en las ciencias sociales actuales es multifactorial[5]. La bastedad del renovado interés por la emocionalidad dificulta la comprensión puntual de sus orígenes y aun la comprensión de los matices que ha tomado desde la multidisciplinariedad en que se aborda.
No obstante, podemos condensar los principales aportes teóricos en dos dobles tendencias opuestas: una perspectiva naturalista y universalista frenteauna tendencia culturalista o construccionista de las emociones. La primera tiene su asiento en las ideas darwinistas que promueven la idea de la herencia biológica de los instintos, reflejos, rasgos y expresión afectiva, y plantea la existencia de un cúmulo de emociones elementales que son compartidas por los humanos. En el extremo opuesto se hallan las teorías culturalistas, “en este caso se agrega a la perspectiva sociocultural la idea de la variabilidad cultural e histórica y un fuerte énfasis en las nociones de construcción social, cultural e, incluso, lingüística de las emociones” (Bourdin, 2016: 56). Una segunda tendencia analítica se centra en diferenciar “emoción” y “sentimiento”[6], lo cual no es un asunto meramente formal, sino que entraña la construcción de una epistemología:
[…] dentro de la reciente teoría de los afectos encontramos dos tendencias diferenciadas. La primera está representada por Brian Massumi quien distingue una dimensión afectiva y una dimensión emocional; la afectiva está situada en el terreno de la inmanencia y la emocional está atravesada por la cultura, significada por los discursos y el lenguaje. Con una clara inspiración deleuziana, Massumi define los afectos como intensificaciones corporales (Massumi, 2011 cit. en Ahmed 2015: 12) y coloca la afectividad en el espacio de la autenticidad, algo que ha sido criticado por la segunda tendencia representada por teóricas feministas como Eve Kosofky Sedwig, Sarah Ahmed y Laurent Berlant, que nos alertarán acerca de los riesgos “de su romantización en términos emancipatorios” (Macón, 2013: 172) y de “una reinstalación de la falacia opositiva cultura/naturaleza que ignora el carácter sobredeterminado de los procesos corporales” (Hemmings, 2005 en Ahmed 2015: 12) (Pons: 152).
En nuestra opinión, decantarse radicalmente por uno u otro enfoque, sólo reduce el espectro de análisis de un problema por cuya complejidad, concierne a aspectos culturales e individuales, normativos e ideológicos, tanto como factores de orden biológico. Además, tomamos en cuenta la actual, como una época de crisis de representación antropológica (Marcus y Fischer: 2000), de valoración del quehacer etnográfico tradicional, de la crítica al carácter cientificista de las humanidades y, sobre todo, de visiones estandarizadas. Entonces, una necesaria reevaluación crítica de la clásica perspectiva naturaleza-cultura, debe proveer un modo pertinente para describir esa relación, a partir de la vivencia socioemocional experimentada corporalmente.
Con Rosaldo, la escisión entre emoción y cognición se pone entredicho al invocar las emociones como “pensamientos corporeizados” (1984), atrayendo con ello necesariamente el análisis del cuerpo (Soto y Villagrán, 2013), de la materialización de la emocionalidad (Gumbrecht, 2005; Navaro, 2013), el estudio de la geografía humana (Lindón y Hiernaux, 2006; Ortiz, 2012); el problema del embodiment (Ramírez, 2001), del cuerpo humano como lugar con fronteras y límites propios (Augé, 1998), así como las implicaciones políticas y económicas de los afectos en distintos espacios. Así, asistimos a un cambio paradigmático del trabajo antropológico que prioriza la búsqueda del sentido de la vida social de quien la protagoniza; se dirige la atención hacia “los modos en que los sujetos significan la realidad que viven y no sólo desde el punto de vista del observador científico” (Hirai, 2012: 80). Pues se asume que la observación y análisis de la vida afectiva, en su carácter de socialmente construida y significada en contextos concretos, provee información esencial para el conocimiento sociocultural.
Expresión emocional: relaciones de poder y estatus
Desde una perspectiva socioestructural (Kemper, 1978; Barbalet, 2001), se plantea que las emociones son suscitadas a partir de las situaciones dadas en cada contexto y en relación con las condiciones estructurales que enmarcan las interacciones. Es decir, las emociones son relacionales: “del intercambio relacional emergen –a través de un flujo sensorial incesante– una interpretación y una disposición a actuar, que resitúan dialógicamente al sujeto y altera de nueva cuenta el contexto situacional” (Ariza, 2017: 68). En este sentido, las emociones están mediadas por procesos cognitivos y evaluativos para llevar a cabo la lectura e interpretación de la situación desencadenada y no se limitan a estados anímicos de exaltación producidos de manera mecánica, sino que se van instaurando las formas del sentir adecuado para situaciones específicas de la experiencia, las cuales progresivamente se conformarán como parte de la “economía psíquica de la persona” (Torregrosa, 1984: 186). No son pues, reacciones viscerales que se contraponen al razonamiento lógico ni elementos residuales de los procesos cognitivos que no llegaron a serlo, sino que fungen al modo de herramientas evaluativas para ejecutar la actuación en cada situación experimentada interrelacionalmente, acorde a los códigos de conducta aprendidos e incorporados (en sentido amplio).
Desde este enfoque, se establecen dos dimensiones básicas para comprender el potencial significativo de las emociones, éstas son, el poder y el estatus. En el marco de las interacciones sociales, cada sujeto detenta cierto grado de poder que le permite imponerse sobre otros, obligarlos a acatar sus direcciones o deseos; mientras que el estatus se trata del respeto u honor otorgado voluntariamente a alguien, es el prestigio concedido de manera libre (Turner y Stets, 2006: 216). Ambos, poder y estatus, existen en tanto son reconocidos por los otros y por sí mismo, ubicando al sujeto en un lugar determinado dentro de las jerarquías de la estructura sociocultural donde se llevan a cabo las interrelaciones. Al ser parte constitutiva de las estructuras sociales, poder y estatus son grados facultativos ganados por diversos medios a lo largo de la vida y, por lo tanto, pueden ser perdidos. No son fuerzas permanentes: cambian, varía su potencia, son mensurados en concomitancia a la trayectoria personal que a su vez es legitimada por los valores que prevalecen en las sociedades. Por otra parte, tampoco pueden ser transferibles sin conflicto de una sociedad a otra, pues se asume que las estructuras que respaldan el poder y el estatus asimismo cambian de cultura en cultura (verbigracia, el reconocimiento social, profesional, académico, ganado en el lugar de origen, puede variar significativamente para los migrantes fuera de su localidad o de su país).
Las emociones forman parte de un abanico de acción delimitado, construido biológica y culturalmente, por lo tanto, se trata de un aparato conformado con anterioridad a los individuos; estos lo aprenden de la misma manera que aprenden el cúmulo de elementos compartidos por los miembros del grupo. El reconocimiento de las formas afectivas de socialización, es el autorreconocimiento de un individuo como parte de su sociedad. Un sujeto que tiene el dominio de interpretar las relaciones sociales, es un individuo capacitado culturalmente para accionar las formas adecuadas de la expresión afectiva acorde a las estructuras sociales. La plena socialización exige el aprendizaje de una serie de valores, conocimientos, creencias, saberes y códigos que varían de cultura en cultura. Se espera de un individuo adecuadamente socializado, que reconozca las formas de dirigirse ante una situación dada (por ejemplo, la manera como reaccionamos ante la muerte y en los espacios funerarios, varía entre culturas y entre sujetos según el rol que cumplan en relación al individuo fallecido). Los códigos de conducta implican un disciplinamiento de la emocionalidad individual en beneficio del orden y la comunicación sociales. El aprendizaje de estas formas socializadas de la vida afectiva, supone adaptar los modos de sentir y la expresión de ese sentir, de percibir el entorno y a sí mismo[7].
Sin embargo, el sujeto no se encuentra esclavizado emocionalmente por la normativa social, pues en todo momento tiene la capacidad de contravenir, por la razón que sea (ya sea de manera deliberada, por una limitante personal o social, o incluso por representar una ficción mediante la actuación), las pautas de socialización afectiva demarcadas para cada contexto. Además, el sujeto no es una mera pieza transmutable en el engranaje de las relaciones de poder y de prestigio; al contrario, el reconocimiento de los valores en juego le impele a ganar una posición estructural en la sociedad de la que reconoce sus mecanismos. Tiene anhelos y expectativas de su condición y de la de los otros (Turner y Stets, 2016). De esta manera, anticiparse a las situaciones posibles o bien, actuar en consecuencia de su realidad factual, manifestando su interpretación mediante las emociones, también es un modo en que los individuos evidencian su pertenencia a un contexto sociohistórico determinado (le Breton, 2012).
Finalmente, la emocionalidad y los modos en que se manifiestan las emociones, remiten a las posibilidades humanas, pero también refieren a la individualidad de los sujetos, al lugar que ocupen en el mundo a partir de sus características interseccionales. Las emociones son esgrimidas desde un lugar de enunciación particular que tiene asiento en cada historia de vida, adecuado a los roles dentro un marco socioestructural en permanente cambio (espacial y temporalmente). Luego, las emociones son materializadas corporalmente, ya que, en sentido estricto “la emoción y la emocionalidad no se encuentran ubicadas en el sujeto o en su cuerpo, sino en la relación del sujeto con su cuerpo vivido en un contexto social dado” (Denzin, 1985; en Ariza, 2017: 68). Por lo tanto, la perspectiva socioestructural resulta una entrada analítica relevante, dado el carácter integrador de los elementos en juego en la expresión emocional y en la vida afectiva y, asimismo, permite la convivencia con otras teorías específicas para un acercamiento a los problemas sociales, que no se agotan en un ámbito subjetivo.
Consideraciones finales
Una de las características de la antropología contemporánea, entonces, es la de cuestionar la pertinencia de las teorías hegemónicas que pretenden abarcar una amplia gama de fenómenos sociales bajo el mismo tratamiento, partiendo del supuesto tácito homogeneizante de las culturas. El interés por la construcción de grandes teorías, entró en crisis a finales de los sesenta del siglo pasado y dio paso a la reflexión crítica acerca de los procesos teórico-metodológicos para llevar a cabo la labor etnográfica. Si una gran teoría buscaba lo regular y lo uniforme, la antropología de aquí en adelante se orientará a aquello que escapa a la teoría totalizadora, haciendo hincapié en la contextualización de los problemas sociales, en los sentidos de la vida social, en la explicación de las singularidades y en la indeterminación en los fenómenos observados (Marcus y Fischer, 2001).
En este escenario, los estudios antropológicos en Latinoamérica se han sumado al ímpetu del análisis de las emociones, tomando los ejes teóricos y metodológicos de la producción sajona y europea; sin embargo, se atiende sobre todo en la última década a un esfuerzo por elaborar una teoría propia que responda a las circunstancias histórico culturales específicas de este lado del mundo. Los esfuerzos por sistematizar las aportaciones, son producto principalmente del trabajo en seminarios, reuniones, congresos y coloquios internacionales, los cuales se incrementan considerablemente cada año, y hacen hincapié en las formas concretas en que en estas regiones se manifiestan, reproducen y explotan los regímenes emocionales.
Los temas prioritarios en América Latina giran en torno a la relación económica, académica y política con los países del norte global y, principalmente, a las condiciones políticas y sociales vinculadas a la violencia y a las desigualdades de nuestros países. Uno de los primeros aportes para construir un marco general de estudio de las emociones centrada en la violencia ejercida hacia las mujeres en los ámbitos público y privado, y las estructuras jurídicas que obnubilan tales fenómenos, es el estudio de Myriam Jimeno Crimen pasional. (2004). En él, se explicita la relevancia de generar una visión antropológica particular que evidencie el poder ejercido desigualmente por los sistemas políticos y jurídicos en Colombia y en Brasil, con base en criterios de género asociados a la exacerbación de los sentimientos pasionales de las mujeres, por lo que representa un avance significativo y es un referente para comprender las potencialidades sociales que trasciendan lo académico, mediante el estudio de las emociones en América Latina.
De entre los estudios hechos en México, una de las líneas más desarrolladas, ha sido en relación a los procesos migratorios, priorizando la migración transnacional, con acento en los efectos emocionales que ésta causa, tanto en los migrantes como en los otros que no se desplazan. Entre sus premisas analíticas introducen una unidad como componente afectivo para desentrañar problemas de órdenes reproductivo, político y económico (Hirai, 2009; Besserer, 2014; Ariza y D’Aubeterre, 2009; Asakura, 2014). Aunque en mucho menor medida, también se han realizado estudios de migración interna enfocando en la cuota emocional que padecen los migrantes dentro de fronteras nacionales (Rodríguez-Sánchez, 2020). Los análisis sobre emociones en nuestro país son cada vez más abundantes. Tomando en cuenta que apenas hace aproximadamente una década se comenzaron a realizar, aún se estiman preferentes las autoridades teóricas de otras partes del mundo, pero interrelacionados con propuestas locales, lo cual va conformando, poco a poco, una identidad teórica de la antropología mexicana.
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[1] Acerca del tratamiento de las emociones en las etnografías clásicas, en las que se manifiesta implícitamente su relevancia, en las que se analizó la vida afectiva de los grupos estudiados o bien, en donde hay atisbos de reconocimiento de la dimensión afectiva como objeto de estudio social o, por el contrario, en el centro del debate se sopesaba si constituían un objeto pleno para el análisis antropológico, puede consultarse Bolaños, L. P.(2014). El estudio socio-histórico de las emociones y los sentimientos en las Ciencias Sociales del Siglo XX; Bourdin, G. (2016) Antropología de las emociones; Calderón, E. (2012). La afectividad en antropología: una estructura ausente; Fernández Poncela, A. M. (2011). Antropología de las emociones y teoría de los sentimientos.
[2] Diálogo VI “Filebo”.
mexicana de las emociones en la antropologgaciones y Estudios Superiores en Antropologtalistas para trasladarlas sociales tota
[3] Posteriores a Platón y Aristóteles, los estoicos relajaron la relevancia de las emociones e incluso las consideraron adversas a la elevación moral; mientras que los epicúreos exaltaban las pasiones humanas, mas no desarrollaron ideas puntuales acerca de las emociones como tal.
[4] Conferencia magistral “La importancia de las emociones en la Investigación Social” dictada por la Dra. Marina Ariza (29 de mayo 2018). Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
[5] A. M. Fernández Poncela (2012) afirma que: […] las tendencias culturalistas de los estudios sociales, lo que hay quien llama un nuevo paradigma –derrumbamiento de las categorías sociales, globalización, individualismo, consumo y comunicación, derechos culturales- (Touraine, 2005); la crítica a la cientificidad y a los grandes metarrelatos de la modernidad (Lyotard, 1979; Reynoso, 1991) y al racionalismo o la racionalización, además de la introducción de la unidad bio-psico-social a la hora de la investigación social (Morin, 1999b); así como todo lo que tiene que ver con la comunicación y los mass media (Thompson, 1993); el consumo (Bauman, 2007; Baudrillard, 2007; Lipovetsky, 2007) y el estudio alrededor del mismo, las identidades y construcciones genéricas, sobre el cuerpo (Planella, 2006); la cultura fitness y estética (Kogan, 2005); los avances en medicina nuclear cuando una tomografía de emisión de positrones nos escanea el cerebro y colorea las emociones; la generalización de terapias (Giddens, 1994) donde habitan los especialistas pertenecientes a la tribu de los psi (Marina, 2006), la psicologización del yo y la literatura de autoayuda (Illouz, 2007,2010). Hoy se habla, por ejemplo, de universos afectivos y de afectividad colectiva (Marina y López, 2006; Fernández Christleb, 2000). En este aspecto parece que nos alejamos de la modernidad, pero no sólo en el interés hacia el tema, sino y también su tratamiento, hoy hay una nueva mirada más abierta, curiosa y comprensiva. (pág. 2)
[6] Señalamos una tercera inclinación a emplear indistintamente los términos emoción, sentimientos, afectos. Esta es la tendencia general de los estudios realizados en nuestro país.
[7] Un ejemplo cotidiano de ello, puede observarse a partir del orden jerárquico que se da en las familias, pautando la forma como han de relacionarse afectivamente los hijos e hijas, mayores y menores, los nietos y sobrinas, hacia el padre, la madre, el abuelo, la madrina, etc., y las diferentes responsabilidades y atribuciones que les son conferidas en distintos lugares del mundo.