Rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa: cada vez que se me aparece una flor, sea en un jardín, en un sueño o en un libro (al final es lo mismo) desfila en mi mente ese aforismo de la mano de Stein. Y es que para mí esa frase, confusa en un principio y en un final, me evoca ontologías: a partir de la flor, uno entiende que una cosa es lo que es, porque no puede ser otra.
Sin embargo creo también que una flor no es siempre la misma flor, es decir, la flor que ví/leí ayer, no es la misma que veo/leo hoy, aunque en forma sea la misma. La flor de la que se habla en la literatura del XIX en Francia difiere de la que se habla en México ese mismo siglo. El zeitgeist cambia, y con él, las cosas que lo integran. Lo anterior esto me conduce a una pregunta: ¿si todo cambia a partir de su espíritu de los tiempos, si una flor se define a partir del contexto en el que se enuncia, cómo era la flor de la modernidad? A la cuestión Erdosain responde: de cobre.
La primera vez que aparece la afamada rosa de cobre artliana, es en su novela Los siete locos. Erdosain encarga a los hermanos Espila la fabricación de una rosa de cobre. Para su fabricación es necesario someter a una rosa (que para fines de entendimiento llamaremos común) a un proceso de galvanización. Todo esto con el único fin de distribuirla para su venta y obtener ganancias considerables.
Ahora bien, ¿por qué una rosa y no otra flor? Me parece que la rosa es por antonomasia el símbolo de la belleza, si se habla desde el campo semántico de las flores. Si se reemplazan los pétalos de la rosa común por pétalos de metal, la belleza se traslada de lo natural a lo artificial. Y es por tanto una muestra pequeña del paisaje moderno: los árboles se han sustituido por rascacielos, la tierra por asfalto, las estrellas por luces. La ciudades crecen y la posibilidad de acceder a la naturaleza es cada vez menor. El horizonte del ciudadano moderno cambió, y también su concepción de paisaje: en eso estriba la belleza de la ciudad.
Por una parte la flor es lanzada a la sociedad moderna, y se convierte en víctima de una transformación que inhala su organicidad y exhala acero. Es sometida a procesos de producción para convertirla en atractiva y consumible en la sociedad industrializada. La flor de metal era una innovación, y como toda innovación, tiene en sus entrañas novedad, o sea, moda, o sea, transitoriedad. Con eso se integra a todo aquello que antes de la modernidad era sólido, pero que ahora, siguiendo a Berman, se desvanece en el aire.
La flor, al pasar por este procedimiento, sigue conservando su forma de flor, sin embargo pierde su floricidad, es decir, eso que hace que sea una flor: pierde su olor, su color, pierde su polen y con ello la capacidad de reproducirse, y pierde también su habilidad de morir. De manera que la rosa de cobre que inventa Erdosain, no es más una flor, sino la carcasa metálica de una flor. La flor de metal es artificialidad, vacío, oquedad.
En cierta medida, esa flor es una representación del hombre moderno: La modernidad lo atiborra de artificios, lo sumerge intencionadamente en un pensamiento industrial, monótono, maquinal para despojarlo de su esencia, y su inteligencia, y con ello de su humanidad. Así el hombre se convierte en un ser artificial, cuyo cuerpo es un armadura vacía. Similar a lo narrado por Calvino en el caballero inexistente, esa armadura en movimiento, pero que carece de caballero.
Por otra parte la flor también es quebrantamiento, transgresión, desobediencia, violación de la normalidad. En ese gesto flota la locura de Erdosain, pues aunque su objetivo es el del grueso de la población moderna (dinero), su vía para alcanzarlo es la transgresión. Erdosain oscila en el delito: comienza con el robo sin sentido a la empresa para la que trabaja, y continúa con sus aires de inventor: en la flor de metal se consolida el carácter delictivo del personaje, su intención de violentar lo natural lo lícito, lo que el poder en turno impone como normalidad.
En este sentido, menciona Piglia, para Arlt el dinero es una máquina de producir ficciones, o mejor, es la ficción misma porque siempre desrealiza al mundo: primero porque para poder tenerlo hay que inventar, falsificar, estafar, “hacer ficción” y a la vez porque enriquecerse es siempre la ilusión.
Erdosain se pone su único traje, se perfuma de hastío, recorre en transporte público, con flor de metal en mano por las calles hasta el sitio donde nos ha citado (que bien podría ser un parque, un café, una estación del metro, cualquier sitio pero no una biblioteca), se acerca a nosotros, se arodilla y nos hace entrega de su flor como un fragmento de ciudad. Arlt a través de Erdosain se nos presenta como el galán de la modernidad.