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Enmarañados en la red

agosto 19, 20201 ComentarioAristarquía, Portada CulturaBy Víctor Barrera Enderle
Iris Murdoch. Foto: Archivo

En la vorágine de las lecturas desordenadas (la forma más radical de acercarse al cosmos de la literatura), aparecen de pronto faros que iluminan entre la niebla. No guían, sugieren posibles caminos. La decisión de andarlos depende de uno mismo. Aunque es probable, como sugería Stendhal, que en literatura siempre optemos a la postre por el “sendero equivocado”, el más largo y sembrado de dudas y sospechas; el menos seguro y, al mismo tiempo, el más fascinante.  Quizá uno de los trechos más escabrosos sea el que conduce, de manera circular, al asunto del lenguaje. Así, de pronto di con un libro cuya lectura fue como asomarse a un abismo y verse a uno mismo en el fondo como reflejado por un espejo cóncavo. Jake Donaghue, el protagonista y narrador de Under the Net (1954), la alucinante primera novela de Iris Murdoch, deambula de manera errática por el Londres de la posguerra. Es un escritor en ciernes que malvive de traducir a un autor francés de medio pelo, Jean-Pierre Breteuil, y, por lo regular, pernocta donde lo sorprende la noche, trayendo sus papeles de un lado a otro. Donahue ha publicado un libro, The Silencer, suerte de diálogo platónico en torno al lenguaje y su incapacidad referencial. Esa obra primeriza recogía sus charlas con Hugo Belfounder, hombre práctico que triunfa, muy a su pesar, en los más diversos negocios (desde la pirotecnia hasta las producciones cinematográficas); Annandine, uno de los personajes creados por Donaghue termina afirmando que toda teoría es una huida y que, en rigor, vivimos bajo la red del lenguaje (como, de hecho, está traducido al español el libro: bajo la red, bajo su influencia, bajo su poder). El resto de la novela de Murdoch se encargará de llevar hasta el límite esa perturbadora aseveración.

La autora había reflexionado en torno al lenguaje desde sus años estudiantiles, cuando fue alumna de Wittgenstein. Desde el ámbito filosófico, el tema era (y es) un problema central: ¿podemos apelar a la realidad por la vía de las palabras? Desde la literatura, que ha vivido desde su origen en el ojo del huracán del lenguaje, el problema era un poco a la inversa: ¿podemos construir otra realidad por medio de frases, oraciones y figuras retóricas? En algún difuso punto intermedio ambas se cruzan y se retroalimentan.

En una entrevista televisiva con el periodista y conductor británico Bryan Magee realizada en 1977, Murdoch explica las diferencias entre el lenguaje filosófico y el literario. El primero, sostiene la escritora, busca responder, por lo común, a una sola pregunta; el segundo explora todas las posibilidades. La literatura, le contesta a Magee, es más natural (al menos más cercana al temperamento y contradicciones humanas): “Cuando volvemos a casa y ‘contamos cómo nos fue’, estamos configurando artificiosamente el material en forma de narración”, su deducción resulta categórica y no puedo menos que reproducirla aquí: “Así que, en cierta forma, como usuarios de palabras, todos existimos en una atmósfera literaria; vivimos y respiramos literatura; todos somos literatos; estamos empleando constantemente el lenguaje para dar forma interesante  a experiencias que originalmente quizá, parecieran aburridas o incoherentes…”

 La imagen con la cual sintetiza esta idea es demoledora y se me quedó grabada en la cabeza: estamos permanentemente construyendo formas de una masa de escombros sin sentido, como alfareros desesperados. Tratamos de comunicarnos y cada cual emite mensajes que se convertirán en otra cosa para quien los reciba. Ese parece ser nuestro sino (y sin duda es uno de los pilares de la literatura). Estamos enredados, enmarañados, en esta red que es el lenguaje. ¿Es una condena (como sospechaba Kafka) o es una posibilidad?

Murdoch sostiene que, a pesar de nuestra condición discursiva, seguimos siendo sujetos morales, es decir, que, si bien vivimos en las palabras, también actuamos y nuestras acciones tienen repercusiones en otras personas. Así, justo cuando sentimos que caemos al vacío, nos hace aterrizar en el terreno de la conciencia. “Es importante recordar que el lenguaje mismo es un medio moral”, afirma mirando a la cámara, y por si quedara alguna duda, remata: “la vida está empapada de moral; la literatura está empapada de moral”. La razón es simple, aunque profunda: el escritor o la escritora no puede escapar a la emisión de juicios, porque la materia prima de la literatura es la conducta de los seres humanos. Yo extiendo esa reflexión a la propia lectura: leer es, al mismo tiempo, un acto moral y crítico (sustentado en el goce, por supuesto; pero que nos hace transitar de lo público a lo privado y viceversa, y en ese tránsito nuestras conductas se ven afectadas).

En otro de los pasajes de Bajo la red, Donaghue señala que “comenzar una novela es como abrir la puerta a un paisaje neblinoso; ves muy poco, pero hueles la tierra y sientes el soplo del viento…”. Justo eso experimenté al iniciar la lectura y al transitar por sus páginas. Estamos enmarañados en la red del lenguaje, pero podemos abrir una brecha para, al menos, tratar de actuar conforme a lo que sentimos y pensamos.

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Sobre el autor

Víctor Barrera Enderle

Ensayista y crítico literario. En 2005 obtuvo el Certamen Nacional de Ensayo "Alfonso Reyes", y en 2013, el Premio de Ensayo "Ezequiel Martínez Estrada". Su último libro es "Nadie me dijo que habría días como éstos".

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1 Comentario
  1. Responder
    agosto 23, 2020 at 9:15 pm
    Alma Minerva Leal Benavides

    Si. Soy muy exigente con lo que leo, no tanto con lo que escribo. Pero lo que me maravilla es que el hombre empezó con números la escritura en un acto de comercio. Y los escribientes eran una casta. Los Reyes eran dictadores porque dictaban las órdenes que querían dar al pueblo. Hoy en día no sé, todavía hay Reyes y escritores. Para qué y para quién escriben?

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