
(Novela, Argentina).
Capítulo uno
Esta novela va de la amistad.
Aunque arranque con Jimena y un pibe después de un polvo en un telo decadente porque ella decidió hace meses que llevar a alguien a su casa en la primera cita le trae mala suerte.
El pibe está contando que en la banda toca la guitarra y el piano, pero que es sólo por ahora, que en realidad lo que a él le gusta es el piano, así que está buscando guitarrista. Y bajista. Y batero.
Jimena logra dejar de pensar en que sus pies están más lejos de la cabecera de la cama que los del pibe —nunca estuvo con alguien más petiso que ella— y alcanza a escuchar el final del relato.
Entonces cae en que, al menos por ahora, el pibe no tiene ninguna banda.
En realidad, el pibe no es ningún pibe: es un hombre de cuarenta años.
Jimena se acuerda de algo que le dijo Mariana: “los chabones de cuarenta solteros son como los sachet pinchados que quedan en la góndola, boluda”.
El pibe-hombre de cuarenta años ahora está diciendo que, ya que ella estudió periodismo, podría escribir con él letras para su banda.
Jimena piensa en bostezar, decir que es tardísimo y vestirse.
Pero entonces el pibe-hombre de cuarenta años le acaricia la espalda y le dice: “eso me dijiste que estudiaste, ¿no?”. Entonces, casi como en un ronroneo, ella se escucha contestar: “estudié Ciencias de la Comunicación… hace ochenta mil años… y no tengo la más pálida idea de cómo se escribe una canción, pero podemos probar”. El pibe-hombre de cuarenta años se entusiasma, se levanta casi de un salto, y mientras saca de un bolsillo de su pantalón un papel doblado en cuatro, Jimena piensa en cómo no se dio cuenta antes de que el pibe-hombre de cuarenta años es cónico.
También piensa en cómo se va a reír Mariana cuando mañana, en el asado del dúplex de los sábados, se entere que, al final, ella terminó acostándose con un cónico.
Hace veintiséis años, en un domingo de insomnio para ambas (el de Mariana, por haberse levantado a las cinco de la tarde, el de ella por esa sensación insoportable que le había empezado a provocar mirarse a los ojos en cualquier espejo) escribieron una lista de cosas imperdonables en un hombre.
El trofeo se lo había llevado “cónico”: la cadera más ancha que los hombros.
Ahora Jimena piensa que si a esa edad se hubiera dado cuenta que lo único importante en un hombre era la capacidad de escuchar, capaz se hubiera ahorrado miles de pesos en clonazepam y sesiones de terapia.
Y que, además, habría ido a buscar a ese chico que, a los doce, después de darle su primer beso de lengua, le preguntó: “¿estás bien?”.
Este pibe-hombre de cuarenta años tampoco escucha un carajo: sigue insistiendo con lo lindo que puede ser escribir entre los dos letras de canciones para su banda inexistente. Casi como una extorsión suena lo que le está diciendo el pibe-hombre de cuarenta años: “es parte de la seducción, ¿no te parece?”. Y después baja hasta su sexo y Jimena se olvida por un rato de que el pibe-hombre de cuarenta años quiere empezar una carrera en el rock a los cuarenta años. Y de que es petiso. Y cónico.
En realidad, todos estos defectos se los va a ir olvidando a lo largo de esta novela.
Pero antes, los va a compartir con Mariana.
Capítulo dos
Diez horas después, en la terraza del dúplex, Mariana llora de risa y le grita hacia la cocina a Christian que suba otra cerveza. El asado de los sábados es algo que instauraron cuando Mariana volvió al duplex, después de lo que Christian llama “la crisis de los cuarenta” y Mariana “el enconche con el subnormal”.
Más que el encontrarse con su amiga (con “sus amigos”, en realidad, su terapeuta le dijo miles de veces que a Christian también lo conoce de toda la vida y que no está mal que muchas veces sienta más empatía con él que con Mariana —en realidad, el noventa y nueve por ciento de las veces—) lo que disfruta Jimena son las conversaciones, simultáneas y a los gritos, en las que puede pasar desde que Nahuel lo chicanee políticamente a Dani por enésima vez hasta que Luis cuente una aventura que vivió en Marruecos cuando tenía veinticinco.
Jimena no se pierde nunca el asado de los sábados.
Aunque se haya acostado a las cuatro de la mañana, como en este caso.
Lo que más la divirtió a Mariana no fue el detalle de la conicidad del pibe-hombre de cuarenta años sino escuchar la canción que a Jimena le llegó al whatsapp a los cuatro minutos de subirse a un taxi en la puerta del telo decadente:
—Cualquiera, boluda… es horrible la música que hace… ¡Vení a escuchar esto, Chris! —grita Mariana hacia la cocina de nuevo.
Jimena se arrepiente de haber hablado mal del pibe-hombre de cuarenta años con Mariana. Como le pasa con las citas fallidas desde hace más de treinta años. Primero, porque Mariana se lo va a contar a todo el mundo. Y segundo, porque ella ya empezó a olvidarse de los detalles y a convencerse de que el pibe-hombre de cuarenta años, en realidad, le gusta.
—Boluda, le voy a pedir amistad… —dice Mariana sacando su celular del bolsillo de atrás del jean—. ¿Cómo era el FB del chabón?
Jimena piensa en contestarle que no lo sabe, pero eso sería completamente inverosímil: le contó varias veces a Mariana que lo conoció en el cumpleaños de otro productor del canal y que al día siguiente él le mandó solicitud de amistad, y empezó por ponerle “me encanta” en todas sus publicaciones hasta que le tiró un “hola, ¿cómo estás?” por inbox. Después fueron cuatro chateos esporádicos y desabridos en los que se enteró de que el pibe-hombre de cuarenta años trabaja en seguros y combinaron el encuentro que terminó hace catorce horas en ese telo decadente.
Pero el sexo no estuvo mal: el relato para Mariana tendría que haber empezado y terminado en eso, piensa Jimena.
—¿Vos tenés vaso, Jime? —pregunta Christian con un pie en el zócalo que separa la escalera de la terraza.
—¿Cómo es el apellido, boluda? —insiste Mariana sin dejar de chequear sus notificaciones.
—Mari… —dice Christian al notar la cara de Jimena—. No seas ploma…
Mariana dirige hacia Christian su característico gesto de “qué hambre” y mira los ojos de Jimena buscando complicidad. Jimena extiende un vaso, Christian le sirve y se pone a controlar la parrilla.
—¡Pero qué pasa, boluda! —dice Mariana en medio de una carcajada—. Dijiste “es cónico”, ahora quiero chusmearle las fotos.
—¿Las cosas en el canal cómo están, Jime? —dice Christian tratando de cambiar de tema.
—Bastante mal —dice Jimena—. Me vienen rebotando cualquier nota que muestre mínimamente algo de lo que está pasando. Una locura todo, yo qué sé… —agrega agradecida por la intención de su amigo de salvarla.
—Boe —casi grita Mariana—. Otra vez van a terminar hablando de política… ¿cuándo van a entender que ya fue todo? ¡Ah, acá está el chabón! —dice contenta y manda la solicitud de amistad.
—Mariana… —dice Jimena tratando de sonar lo más superada posible—. Olvidate, no lo voy a volver a ver —toma un trago de cerveza despreocupadamente, como si con eso pudiera lograr que su amiga no note que ya quedó con el pibe-hombre de cuarenta años para verse de nuevo dentro de dos noches.
—Boluda: estás enganchada —dice Mariana entre sorprendida y enojada—. ¿Cuándo fue la última vez que no quisiste sacarle el cuero a un chabón conmigo?
Jimena la mira.
Se acuerda de todas las noches de Mariana llorando en el futón de su casa por “ese Hernán”.
Se acuerda de su amiga destrozada, despertándola a la madrugada con cualquier excusa. Por ejemplo: para preguntarle en qué lugar del freezer estaba el pote de helado de dulce de leche guindado que había traído de lo de “ese Hernán” porque a él no le había gustado; como si no hubiera sabido que la noche anterior había arrojado ese pote por el balcón hacia el tacho de la calle tratando de imitar a los globetrotters. La imitación, además, había resultado fallida: un desparramo de helado sobre el empedrado, un ciclista con casco soltando insultos hacia el balcón de Jimena, un policía llegando atléticamente desde la esquina. Y Mariana muerta de risa, borracha —como todas las noches—, bajando a los tirones el black out de su living.
Seis meses antes, Mariana había estado rendida a los pies de un tipo impresentable; completamente entregada, algo inédito en ella: ni siquiera a los diecisiete Jimena la había visto vulnerada por una historia de amor. Pero aún en ese estado alterado, Mariana se había burlado con ella de las orejas de “ese Hernán”, había dicho que se reía “como una fucking hiena, boluda” y lo había imitado cientos de veces hablando por teléfono con la madre (“¿Seeee, Carmenciteeeee?”).
Ni con tal metejón Mariana rompió la fraternidad que las une desde Segundo Año de la secundaria: el pormenorizado cuereo sobre el físico, las capacidades intelectuales y las demostraciones emotivas de cualquier varón que figurara en algún capítulo de sus vidas.
Así que Jimena suspira, busca el celular en la cartera y mientras dice “perate”, busca la foto del pibe-hombre de cuarenta años en la playa de Punta del Diablo, en la que sabe que se nota perfectamente su conicidad.
A los diez minutos todavía están llorando de risa, después de nombrar a unos cuantos pibes que no fueron más que una noche en sus historias, y de acordarse de las sandalias franciscanas de un candidato de Jimena que conocieron a los dieciocho en un veraneo en Villa Gesell.
—¡“Culito”! —dice Mariana y se ríe todavía con más ganas—. Un pibe que los amigos le decían “Julito”, Chris, creo que nunca te conté —dice hacia la parrilla—. Y nosotras al toque lo empezamos a llamar “Culito”, qué genialidad…
Christian da vuelta los chorizos y asiente: miles de veces escuchó esta historia.
Jimena se empieza a reír más despacio: de golpe vuelve a recordar que la que decretó que Julio sería “Culito” y que un estudiante de Antropología era un plomazo, fue Mariana. También se acuerda de que a ella, Julio, le gustaba. Bastante, le gustaba. Y de que hace un par de años, Julio estuvo de invitado en el canal por ser decano de una universidad del conurbano y que, a pesar de que le volvió a parecer atractivo, no se animó a saludarlo por miedo a que él se acordara de la última vez que se habían visto: Mariana y ella sentadas en el cordón de una vereda con una botella de cerveza, acompañadas por un punk que Mariana había conocido en el Parakultural y gritando “¡Culitoooo, culitooooo!”. La escena había terminado con una última mirada de Julio a sus ojos. Una última oportunidad de mandar a la mierda a Mariana y perderse con él por Paseo 109 hacia la playa.
Pero ella había elegido quedarse con Mariana.
Ahora, Jimena se sirve más cerveza y suelta:
—Pero este tipo me gusta, ¿estamos, Mari?
Mariana la mira intrigada mientras le da un beso al Chavo y otro a Luis que acaban de aparecer en la terraza detrás de Nahuel.
—Reina, ¿para qué tenés celular si no lo escuchás? —dice Luis mientras termina de toser y le da un abrazo a Christian.
—Uh, es verdad —dice Mariana mirando la pantalla—. Lo tengo silenciado porque la rompepelotas de mi jefa está meta mandar mensajes en el grupo. Ni un domingo respeta, esta tipa.
—¿Qué quiere? —dice Jimena mientras suspira y accede al pedido gestual de Nahuel de hacerle masajes.
—Nada, que le confirmemos quién va a compartir la habitación con ella en Iguazú.
—¿Te vas de viaje, reina? —pregunta Luis mientras recibe su Campari de manos del Chavo y traga un ibuprofeno que traía en la mano.
—Parece, ¿no? —dice Christian mientras pincha los chorizos, y aunque es evidente que intentó sonar divertido, Jimena le nota un tono de preocupación.
Quizás por eso, y aunque sabe que ella también es incapaz de controlar el descontrol de Mariana, suelta un:
—Yo tengo unos días que me deben en el canal y unas millas acumuladas. ¿Qué te parece si me mando y en el tiempo que te quede hacemos alguna excursión, Mari?
—Vacaciones juntas… como el verano de Culito… ¡Me gusta! —dice Mariana levantando los dos pulgares.
Fioruchi es el título de su nueva novela, que saldrá con el sello editorial Tutuca, en La Plata, Argentina, en 2020. Estos capítulos son un adelanto para Revista Levadura.
Foto de portada: Isaumir Nascimento