
Es la noche del 31 de octubre de 1963, en la ciudad de Haddonfield en el estado de Illinois, Estados Unidos. Una comunidad tranquila y normal como cualquier pueblo, hasta esa noche.
Es la noche de Halloween. Los niños salen a pedir dulces disfrazados de sus monstruos favoritos, se escuchan risas y canciones propias de la temporada.
Nosotros vemos una casa, el hogar de una tradicional familia estadounidense. Pero no somos nosotros o por lo menos no estamos solos. Miramos a través de alguien, a lo largo de la película lo llamamos La Forma o El Boogeyman (el Coco en las tradiciones hispanas). Él y nosotros miramos a través de la ventana: una adolescente pasa un tiempo a solas con su novio aprovechando que sus padres no están; la típica joven bien portada, la chica modelo rompe las reglas esa noche: es Noche de Brujas.
Él y nosotros observamos -nosotros somos Él, no lo olvidemos-, los espectadores somos cómplices y testigos. Las luces se apagan y entramos a la cocina, agarramos un cuchillo. Sabemos lo que va a suceder y no podemos evitarlo.
El novio pasa a retirarse, se pone su playera mientras baja la escalera, observamos cómo se despide y cierra la puerta.
Subimos las escaleras, todo es oscuridad, sabemos lo que va a pasar y de algún modo no queremos ser partícipes, pero es demasiado tarde. La Forma nos tiene atrapados, nos obliga a participar… y a mirar.
Hay una máscara de payaso en el piso, la misma que usó el novio para bromear con la chica. Agarramos la máscara y nos la ponemos. Ahora lo miramos todo a través de una máscara, Él y nosotros vemos lo que sucede con la máscara puesta. No hay marcha atrás. Entramos a la habitación, una chica desnuda se sorprende al vernos, pronuncia un nombre, conoce al intruso.
Lo que sucede a continuación es el inevitable horror: alzamos el cuchillo, y la chica es apuñalada en el interior de su hogar. Al final vemos su cuerpo desnudo, sin vida, sobre el piso.
Él y nosotros nos retiramos de la habitación. Abrimos la puerta de salida. Todo transcurre en silencio.
Una pareja, los padres de la joven, pronuncian un nombre: Michael. El padre retira abruptamente la máscara, pero ya no somos parte de Él, volvemos a la seguridad de nuestros asientos, volvemos a ser nosotros y viene la aterradora sorpresa.
La Forma, El Boogeyman, el asesino es un niño de seis años que permanece inexpresivo ante nuestros ojos con un cuchillo ensangrentado en la mano. Su nombre es Michael Myers y acaba de matar a su hermana Judith.
¿Por qué describo una escena que seguramente han visto muchas veces? Porque quería que sintieran lo que sintieron los primeros espectadores que vieron la película Halloween en aquel ya lejano 1978. Quería que sintieran esa angustia, ese miedo que John Carpenter nos obligó a experimentar la primera vez que vimos su filme. Nos puso en la piel del asesino, fuimos sus cómplices y sus testigos, por un momento nosotros fuimos Michael Myers y eso nos asustó.
Halloween es un filme icónico dentro del subgénero slasher del cine de terror, posiblemente el mejor de toda la franquicia y por muchas razones.
La acción se sitúa en la Noche de Brujas en una ciudad tranquila de Estados Unidos, pero no tiene una atmósfera sobrenatural como las posteriores secuelas le atribuyeron. Bien podría estar situada en el Día de Acción de Gracias, en Navidad o Pascua; sin embargo, es en Halloween cuando tradicionalmente los monstruos caminan por la noche y esa noche en especial es cuando el monstruo que habitaba en el infante Michael Myers decidió salir a jugar.
Halloween es un filme icónico dentro del subgénero slasher del cine de terror, posiblemente el mejor de toda la franquicia y por muchas razones.
¿Por qué digo que la acción podría haberse dado en cualquier otro día? Porque erróneamente se cree que esta película es sobre el Halloween en sí y no es así, es sobre la psicopatía, sobre el monstruo que habita bajo el disfraz de humano y en esta película el monstruo es Michael Myers.
Michael es un personaje fascinante. A lo largo del filme se le llama La Forma o El Boogeyman, incluso en los créditos así se le llama. Su icónica máscara blanca sin ninguna expresión, con una apariencia de total indiferencia y sus ojos negros que reflejan un vacío absoluto, es la figura más aterradora y que mejor refleja un aspecto oscuro de la naturaleza humana.
Desde los primeros minutos de la película se deja en claro quién es Michael, su mismo psiquiatra el doctor Loomis pone las cartas sobre el asunto frente a unos psiquiatras escépticos. Michael es un ser vacío de todas las emociones humanas, es alguien que en su interior es pura maldad, pero no le creen. El niño, que permanece en silencio (permanece esperando), los ha engañado.
Michael resulta enigmático, mucho más que sus homónimos Freddy y Jason. Ellos tienen un trasfondo, pero no Michael; no sabemos cuál fue el móvil para matar a su hermana, para perseguir a Laurie Strode y matar adolescentes en la Noche de Brujas. No sabemos tampoco de dónde viene su gran fuerza, su resistencia a las balas y su implacable instinto asesino.
En secuelas posteriores se le intentó dar motivos como en “La Maldición de Thorne”, que involucraba una secta y las festividades de Samhain, pero estas secuelas son demasiado malas y esta explicación simplona.
El mismo John Carpenter se vio obligado a escribir su segunda parte en donde ya aparecía la vinculación con la festividad de Samhain y la explicación de que Laurie Strode era su hermana menor, un guion con el que el mismo Carpenter no estuvo de acuerdo y solo lo realizo por exigencias. Después ya no tuvo nada que ver en las posteriores secuelas de la saga de Michael Myers.
Tener una explicación de cualquier índole nos ayuda a querer racionalizar el terror, a querer comprenderlo y sobre todo a buscar una razón para desvincularnos con los perpetuadores de ese terror.
Rob Zombie trató de dar una explicación psicológica en sus remakes de la saga, mostrando la infancia de Michael de acuerdo con el cliché del pasado de un asesino serial; si bien la primera es una buena película, la segunda resulta ser un videoclip mediocre tipo Mtv y ninguna supera a la original de Carpenter.
Todas estas secuelas fallan porque lo más terrorífico es que Michael no necesita un motivo para matar, ninguna maldición sobrenatural, ningún parentesco: esa falta de motivos y de explicación son lo que resulta más aterrador.
Queremos darle una explicación a muchas de las cosas que nos aterran ¿Por qué esos chicos acribillaron a sus compañeros de clases? ¿Por qué un hombre común viola y asesina a una mujer en la calle? ¿Por qué esa chica bonita de buena familia mató a su novio? Tener una explicación de cualquier índole nos ayuda a querer racionalizar el terror, a querer comprenderlo y sobre todo a buscar una razón para desvincularnos con los perpetuadores de ese terror.
Porque queremos negar que como humanos somos capaces de los peores actos, queremos negar que nuestra especie tiene una oscuridad interior que nos ha empujado a cometer atrocidades a lo largo de nuestra historia. Queremos negar nuestra oscuridad.
“No se puede matar al Boogeyman…”, dicen en algún momento de la película. No se puede porque nosotros somos La Forma o El Boogeyman, en el fondo nosotros también somos monstruos que esperan el momento de surgir.
En los primeros minutos de Halloween Carpenter nos adentra a la mente de un psicópata, y después lo vemos cometiendo una racha de asesinatos en la Noche de Brujas. El monstruo escapa y asesina a varios jóvenes en una noche que supuestamente debe ser divertida, la noche en la que Él regresa a casa.
Michael es un joven estadounidense como aquellos a los que asesina en ese primer filme, los persigue y los acuchilla por… ¿existe algún motivo? No, lo hace porque es el monstruo, El Boogeyman, y esa es su naturaleza: el traer muerte y miedo. Un asesino portando una máscara inexpresiva reflejo de la falta de empatía, de todo rasgo humano dejando solo el Mal, la representación absoluta de la monstruosidad, acechando, esperando el momento.
Esta próxima noche de Samhain recuerda tener cuidado con mirar a la oscuridad, te puede devolver la mirada.