
Hace unos cuantos meses cumplí veinte años. Llegar a esta edad ha significado muchas cosas: fracasos, valiosos logros, tristezas y mucho aprendizaje que en ocasiones paso por alto, y otras veces aprecio en demasía por lo que me ha llevado hasta el día de hoy en mi trabajo, escuela y, por supuesto, la vida en su totalidad. Pero los veinte años pueden ser una etapa crítica para lo que le depara a uno en su vida. ¿Qué he sido los anteriores años? ¿Cuál es mi esencia, mi identidad? ¿Qué he realizado y qué seguiré haciendo para dejar, por lo menos, un rastro en la arena de la existencia? ¿Qué tanto he cambiado como para haber logrado seguir aquí? De pronto, hoy la brisa del viento resultó más violenta de lo normal, trayendo y alejando a su paso muchos recuerdos y sueños. Y precisamente, ahora que terminé de ver la filmografía del estudio Ghibli, entiendo un poco más, no las respuestas a las incógnitas ya mencionadas, sino la naturaleza de dichas dudas; además de cómo las piezas artísticas de este estudio son tan valiosas por la manera en la que abordan un tema tan universal y que a su vez se trata del corazón de muchos de sus filmes: la maduración personal.
A lo largo de sus veintidós películas, este maravilloso estudio ha explorado temáticas como el cuidado y preservación de la naturaleza o el génesis de la vida misma, pero sin mostrar el avance de la civilización humana como un error o un parásito que merece ser exterminado por el daño que suele causar, sino como un factor que también tiende a sus prodigios y bellezas. Ambos mundos pueden estar en armonía y sacar lo mejor de sí mismos; bien se podría decir que esa es la máxima de muchas de sus obras. No es de extrañar que esto mismo vaya bastante en paralelo con la forma en la que están escritos casi todos sus personajes y, de igual manera, el crecimiento que tienen a lo largo de los metrajes.
Lejos de la atractiva y hermosa magia que suele caracterizar al estudio por medio de seres de fantasía, brujas y castillos y mundos oníricos, la verdadera magia reside en cómo sus personajes se sienten tan reales por su crecimiento emocional en escenas de carácter tan cotidiano equiparables al mundo en el que nosotros vivimos.
Es de apreciar la labor de cada una de las personas que trabajan en dicho estudio, porque no todo se reduce a Hayao Miyazaki e Isao Takahata. A pesar de ser películas animadas, sus historias, personajes y mundos se sienten tan frescos y reales precisamente por la forma en la que están animados. Cada detalle, por más sutil que parezca, debe sentirse vivo en los metrajes. Es esta una de las principales razones por las que muchos espectadores aman estas películas. No es tan descabellado afirmar que, incluso siendo animaciones, los personajes parecieran ser interpretados por actores de carne y hueso.
La animación para nada debería ser un fin en el séptimo arte, sino un medio de expresión ampliamente rico y prácticamente sin limitaciones con sus propios méritos. Si el cine es, ya de por sí, lo más próximo a una representación viva y posible de los sueños y las memorias, la animación también lo es, pero a una potencia inimaginable que no conoce fronteras.
Siempre me ha parecido tan acertada la relación entre cine y sueños, porque dicho arte se puede sentir del mismo modo en el que visitamos nuestro mundo onírico. Como tal, el mejor lenguaje cinematográfico es aquel que es entendido y percibido como un sueño. Las películas bien pueden ser lo que son, y no necesariamente con tantos trasfondos sacados de la manga. Es la íntima conexión emocional la que hace grandes a los sueños y, por consiguiente, a las películas. Es la forma en cómo crecemos con la sustancia fílmica (y el arte en general) lo que nos hace soñar con una mejor versión de nosotros mismos y del mundo que podemos dejar.
La labor de Ghibli, contiene su base medular en esto. Las cosas no se minimizan en blanco y negro, buenos y malos. Las soluciones no son para nada fáciles y sencillas como uno quisiera. El mundo está lleno de ambigüedades y escalas grisáceas. Intereses, por si no fuera poco. Y, sin embargo, puede ser más poderoso el amor, el perdón y la justicia por un mundo estoico centrado en lo que es correcto. Por supuesto que hay momentos crueles y nefastos en la historia. Un país que tanto lo ha tenido presente es precisamente Japón, hogar de Ghibli. No obstante, y pese a ello, en esos episodios puede haber instantes tan poéticos como en La tumba de las luciérnagas. Está claro que el desenlace de la película es amargo y duro de ver, pero no por eso es repudiable en su totalidad por cómo está representado (claro está, el acontecimiento sí lo es). Se tiene respeto por el suceso y las secuelas que dejó en las personas, sin embargo, no estrictamente significa que todo haya sido malo. Algo tan minúsculo como dos hermanos conviviendo con luciérnagas tratando de aferrarse una última vez a su inocencia en medio del infierno mismo después de haberlo perdido casi todo es, tal vez, el tenue destello lumínico de esperanza que puede, al menos por un momento, calmar las olas.
Desgraciadamente, es obvio que las cosas no terminan bien para ellos. Y es tan maravilloso ese último plano en el filme debido a la ambigüedad que representa. Bien puede significar cómo es que Japón logró salir adelante ante sus errores y los de otras naciones que le dañaron, dejando hasta cierto punto atrás el doloroso pasado para fortalecerse hoy en día; o bien, puede ser cómo es que, con todo y el acelerado avance, en el camino han olvidado vidas tan valiosas como la de esos dos hermanos que tuvieron la desgracia de haber vivido y dejado el mundo en ese deprimente escenario. Quizás, inclusive, sean válidas ambas interpretaciones. Esa es la grandeza de esta película, así como de muchas otras.
El viaje de Chihiro, Kiki: entregas a domicilio, Recuerdos del ayer, El castillo ambulante, Se levanta el viento, Susurros del corazón, entre otras, son obras que, dejando de lado La tumba de las luciérnagas, van más acerca de lo que ya he estado abordando desde que comencé este escrito: el crecimiento personal y emocional. Sus protagonistas en ningún momento se muestran como ideales perfectos que todo lo pueden y lo saben. De esa manera difícilmente uno se identificaría o se sentiría conectado con ellos y, por ende, con su viaje en la historia. Todo lo contrario, estos personajes se equivocan, pasan por inseguridades, dudan en un principio de sí mismos y de lo que son capaces, se ven atemorizados por los cambios en ellos mismos y por el mundo que les rodea. Sus problemas no se resuelven por obra de un sabio anciano con fantásticos consejos, o por un chico o chica que sale de la nada como si de un mesías se tratara. Estos personajes tropiezan varias veces, pero hay una motivación que les mueve. Tan sencilla puede ser como tener a alguien como los ya mencionados, pero en una forma de compañía, porque incluso ellos pueden estar rotos. De otro modo, también puede ser una motivación que requiera de arduos esfuerzos y dedicación agotadora, pero que, siendo uno paciente, dejará sus frutos y, tal vez, nos haga mejores seres humanos.
La vida puede ser más que las conjeturas pesimistas que nos ahogan más de lo que lo hace la misma crudeza del mundo. Kiki deja de sentir tan presente su soledad e inseguridad con el apoyo de su amiga Úrsula. No es la única que pasa por ello, y eso la reconforta y fortalece al final de la película para salvar a su amigo del zeppelín y sentirse íntegra consigo misma al punto de recuperar su habilidad de volar en escoba.
Ana, en El recuerdo de Marnie, valora más el amor e interés que tienen sus padres adoptivos por ella, a pesar de su fragilidad por haber perdido a sus verdaderos padres y sentirse como una carga para los demás y odiarse a sí misma. Aprende a abrirse hacia los demás, a quererse y valorarse a sí misma. Hago hincapié en este filme porque trata algo complicado de narrar y representar: la depresión en la infancia. Y vaya que lo hace con tanto respeto y comprensión, dejando al final un mensaje muy bonito y alentador. Parte de esto es la construcción y evolución del personaje, y no una mera atracción con la que otras obras de mal gusto romantizan algo tan difícil como lo es tener el pensamiento de sentirse incapaz de todo y no tener lugar en el mundo.
Sophie, en El Castillo Ambulante, se fortalece de poco en poco una vez que comienza a sentir amor por ella misma y Howl. La confianza en ella crece y hasta pareciera que su maldición se desvanece volviéndola joven. La vejez por medio del hechizo no es sino el punto crítico de su madurez. Algo un poco similar a Chihiro. De poco en poco ella va asumiendo que debe afrontar las cosas para salvar a sus padres. Tiene que calmar su miedo, y fortalecer la seguridad en sí misma para ya no solo conseguir un trabajo en la casa de baños, sino también hacer bien dicho trabajo y de paso, seguir recordando su nombre, es decir, su esencia, en el proceso de cambio para ser mejor, más valiente y fuerte. Chihiro se siente tan real porque actúa como realmente es toda niña de diez años. En su forma de ser, así como la forma en la que está animada. Eso, el estudio con sus trabajadores lo sabe hacer en cada una de sus cintas. Es por ello que se sienten tan orgánicas en una capa tan sutil.
Pero bueno, hablar de todas estas hermosas películas se haría tan eterno y por ello, me gustaría terminar con la que posiblemente sea de las que más disfruté y que al mismo tiempo pienso no es tan conocida por muchos: Susurros del corazón.
Shisuku es un maravilloso personaje porque, a mi parecer, es la gran suma de todas las características ya descritas. Comienza a escribir una historia no para demostrarle algo al chico que le gusta, sino para darse cuenta al final que esto mismo le ha ayudado a ser mejor y valorarse más a sí misma. Del mismo modo sucede con Seiji, el chico, por medio de su sueño de fabricar violines. Ambos crecen en muchos aspectos personales, y eso los vuelve mejores personas, dispuestas a apoyarse y a tener la bonita dicha de sentir amor el uno por el otro, ya no solo por la pureza de esa emoción, sino por la seguridad en sí mismos.
Tengo veinte años, y muchas veces suelo sentir el abismo de la soledad, la constancia por la melancolía y nostalgia incluso por anhelos nunca obtenidos. Amo el cine en sus diversas formas y me encanta empaparme de él. Me ha abierto tanto las puertas a una infinidad de posibilidades y sueños. Con él he crecido en varios momentos tan críticos de mi vida. Hoy, las películas del estudio Ghibli me han avivado tanto en una etapa que me ha hecho recordar lo bella que es la infancia, incluso la adolescencia, y cómo es que todo ello me ha llevado a lo que soy hoy en día. Tener presente aquellos días en los que me pareció tan mágico conocer un lugar que me hiciese salir de mi zona de confort, aquel en el que conocí al que sería mi mejor amigo, o aquel en el que descubrí más de cerca el amor en una mujer. Rememorar que tuve tiempos muy tristes y difíciles, pero que supe anteponerme a ellos con la ayuda de mis seres queridos.
Miyazaki, Takahata, Kondo y Hisaishi tan solo son algunos de los responsables de la grandeza de este estudio fílmico que me ha hecho llorar, reír y soñar con historias que me hacen valorar inmensamente más al cine y a la vida misma. Recomiendo encarecidamente el trabajo de este increíble estudio para toda persona que alguna vez haya sentido en sus diversas formas la magia de vivir.
Leonard Cohen (cantautor reconocido a nivel mundial muy a la par de Bob Dylan), a quien tanto admiro, canta en Anthem: “There is a crack in everything, that’s how the light gets in”. Admito que suelo sentirme roto, pero precisamente por medio de mis grietas, se asoma una tenue luz proveniente de mi preciada niñez que ilumina y clarifica el modo en el que me percibo: honesto conmigo mismo y tratando de crecer al son del viento que se levanta.