
John Aubrey nació en Inglaterra en 1626, pero más que inglés fue un lector curioso; le interesaba la vida de los demás como una forma de narración, y a la suya propia la narraba como corolario de una travesía abrupta y con tintes de estrépito. Envidiaba la buena fortuna de algunos nobles y por eso se entretenía describiendo los tapices y las fuentes de sus casas. Dichosos los que podían contemplar un jardín florido desde el estudio, rodeados de libros y figuras de porcelana. Dichosos los que podían imprimir sus ideas y salvarlas del trasiego de manuscritos y del inevitable olvido. Cuenta que podía dibujar a la perfección montando a caballo, lo cual le ahorraba mucho tiempo en sus viajes. Trazaba, en líneas finas y bien definidas, caminos y castillos sin apearse, dibujando al vuelo, como si fuese al mismo tiempo jinete y pintor. Vivía obsesionado con la memoria; despreciaba el olvido que acarrean los años. La imagen de una casa abandonada y en ruinas representaba la más fiel imagen de la muerte. Morir no significaba desaparecer sino ser olvidado. Aubrey hablaba de los muertos como si estuvieran a su lado, bebiendo té o libando un buen vino. Prefería la escatología a la ontología; a Diógenes que a Platón.
Marcel Schwob decía que Aubrey jamás experimentó la necesidad de establecer una relación entre los detalles individuales y las grandes ideas. Gran verdad. Para él, Hobbes no era tanto un filósofo como un hombre calvo, que vivía en la casa de la esquina. Un hombre al que se le veía andar a las nueve de la mañana y volver a casa después del almuerzo. De Desiderio Erasmo podía afirmar con soltura que no le gustaba el pescado, aunque hubiese nacido en un pueblo de pescadores. Es también célebre su juicio sobre Descartes: “Era un hombre demasiado prudente como para llevar la carga de una mujer, pero era un hombre y tenía los deseos y apetitos de un hombre y por eso mantuvo una mujer buenamoza y saludable que le gustaba y con quien tuvo hijos (creo que dos o tres).” Tal vez, y sólo tal vez, todos no seamos más que eso: sujetos inmersos en una rutina, empeñados en reconocernos como seres excepcionales, mientras sorbemos la taza de café y apuramos un trozo de pan. Aubrey pensaba que la historia se ocupaba de los grandes momentos, esos en donde, precisamente, dejamos de ser lo que somos para convertirnos, por un instante, en sujetos trascendentales. Luego todo vuelve a la normalidad y poco importa si padecemos insomnio o dormimos ocho horas seguidas.
Murió en 1697, sin fortuna y con una montaña de escritos inéditos como herencia, de ellos surgieron sus Vidas breves, obra única de la ensayística moderna por su belleza e índole heterodoxa. De sí mismo afirmó que su existencia había estado regida bajo la influencia de planetas malignos, por ello pidió no ser juzgado bajo la luz de la ciencia, sino bajo el lenguaje cifrado de la astrología.