redaccion@revistalevadura.mx
FacebookTwitterYouTube
LevaduraLevadura
Levadura
Revista de crítica cultural
  • Inicio
    • Editorial
    • Directorio
    • Colaboraciones
  • Cultura
    • Ensayo
    • Artículos
    • Entrevistas
    • Cine
    • Música
    • Teatro y Artes Vivas
    • Arte
    • Televisión
  • Política
  • Creaciones
    • Narrativa
    • Poesía
    • Dramaturgia
    • Reseñas
    • Del lector
  • Columnas
  • Levadura Tv
  • Suplementos
    • Derechos Humanos
    • Memoria
    • Ecología
    • Feminismos
    • Mariposario
    • Fotogalerías
    • Colectivos
Menu back  

Suspiria y Midsommar: dos narrativas post-cristianas

septiembre 19, 20201 ComentarioCine, Portada CulturaBy Carlos González Muñoz

La última década nos ha enseñado que el género del terror cinematográfico ha aprendido a ser algo más que el susto repentino o las atmósferas enrarecidas. El alto contenido social y político en algunas de ellas –el racismo en Run!, el bulliying en Let me in o la sexualidad adolescente en It follows, solo por mencionar algunas de las más memorables– han colocado al género como una vía sofisticada para contar historias desafiantes sobre los problemas de la sociedad del nuevo siglo. El terror, con sus fórmulas de siempre –fantasmas, vampiros, psicópatas, brujas–, no parecería el mejor medio para exponer los intereses de generaciones volcadas en temas profundamente arraigados al realismo más crudo. Las luchas feministas, la discriminación racial o de clase, el regreso de los fanatismos políticos conservadores, las nuevas sexualidades, la ecología (cómo olvidar la, yo creo injustamente devaluada, The happening, de Shyamalan) han encontrado en algunos planteamientos del cine de género una forma inusitada para plantear discusiones relevantísimas en una época en que los medios de información y los canales usuales de debate público han sido desacralizados y han perdido centralidad y credibilidad.      

            Tal es el caso de dos películas recientes, Midsommar (2019) y Suspiria (2018). Ambas, creo yo, sobresalientes, y ya la crítica especializada ha dicho por qué. No me detendré en un análisis de cada una, las capas de significado son muchas y me desviaría del punto que me interesa –y que dejará, lo sé, tantas otras cosas sin decir y tantas otras películas sin citar–: la insistencia en cierto neopaganismo que plantea más dudas que claridades para la conciencia religiosa del siglo XXI. No me parece una coincidencia la cercanía en la aparición de ambas ni que se trate de co-producciones europeas –epicentro de la crisis del catolicismo–, creo que estamos ante uno de esos raros casos en que dos grandes obras dejan entrever, desde sus intereses particulares, el momento espiritual de una época, el zeitgeist.

            Midsommar,escrita y dirigida por el norteamericano Ari Aster (responsable de la también muy notable Hereditary), presenta la historia de unos estudiantes norteamericanos de antropología que viajan a la comunidad religiosa de la cual es originario uno de ellos, en una provincia de Suecia. El lugar, que al principio parece una comuna idílica en donde son usuales las drogas alucinógenas y la abundante comida, se convierte paulatinamente en un sitio siniestro, cuyos ritos confrontarán a los estudiantes con el verdadero significado del sacrificio. Dani, la protagonista, es una mujer con carencias afectivas, codependiente del cariño de su novio, a quien ha dejado de interesarle. Sin embargo, sólo ella podrá comprender el rigor y el sentido de ese mundo ajeno que se abre ante ella a través de rituales ininteligibles y que, eventualmente, se convertirán en una radical posibilidad de liberación.

            Por el otro lado, el remake de Suspiria, toma elementos de la original, de 1977, de Darío Argento. La historia de 2019, escrita y dirigida por otro italiano, Luca Guadagnino, ocurre dentro de la academia de danza contemporánea Markos, en Berlín Occidental, a finales de los setenta, durante una época de intensa agitación política conocida como el Otoño alemán. La protagonista es Susie Bannon, una norteamericana procedente de una comunidad mormona, llega a Berlín con la esperanza de ser aceptada en la academia y ser discípula de Madame Blanc, una especie de Pina Bausch, interpretada por Tilda Swinton. Conforme se desatan los eventos que nos conducen con inquietante elegancia al final, nos enteramos de que la academia es en realidad un oscuro aquelarre con conflictos de liderazgo.

            Hay algunos elementos que estas películas comparten: en ambas, una norteamericana viaja a Europa, es recibida en un grupo religioso no tradicional, se vuelve parte fundamental de rituales ancestrales, las ceremonias en las que participa pondrán en crisis su identidad y, al final, ocurrirá una revelación sagrada. También en ambas, ocurre un descenso a la oscuridad y un enigma que va a resultar sangriento y fatal para algunos de los involucrados. Es decir, estamos frente a dos películas de terror pues, aunque de forma retorcida y ambigua, se cumplen las premisas básicas del género: el enrarecimiento, el ingreso de lo sobrenatural o lo abyecto en la vida cotidiana, la confrontación contra el ente maligno y cierta restauración del orden perdido.

            Sin embargo, hay en estas dos películas un elemento que nos permite vivir la experiencia como algo radical: no se trata de una lucha contra una representación del mal en donde triunfa el héroe –casi cualquier película de fantasmas o cualquier slasher– o en donde son devorados –literalmente devorados en casi cualquier película de zombies en done no aparezca Brad Pitt, o figuradamente, como Sinister, en donde las fuerzas diabólicas son simplemente invencibles.

Se trata de algo distinto. Son historias en donde se ha movido la brújula moral del mundo y no parecen interesadas en confrontarnos con los dos polos dialécticos fundamentales a partir de los cuáles funcionan las narraciones clásicas de terror: el bien y la luz frente al mal y la oscuridad. Del mal surgen fantasmas vengativos, psicópatas asesinos, hombres lobo, brujas, vampiros cuyo objetivo es alterar el flujo de una vida más o menos organizada, más o menos legal, para sumirla en la oscuridad. Existen obviamente casos en los que a estos seres se les ha invertido la polaridad y si no son enteramente “buenos” –como Gasparín o todos los monstruos herederos de los anormales amables que habitaban las historias de La familia Monster o Los locos Adams–, sí han llegado a ser personajes complejos, con conflictos internos –por ejemplo, algunos de los vampiros de Anne Rice llevados al cine en Entrevista con el vampiro, la criatura creada por el doctor Frankenstein o los fantasmas con problemas existenciales de Los otros. Esta lista nos puede ayudar a entender que, por más vueltas que podamos darles a los géneros, mientras no se plantee una polaridad ideológica distinta los resultados serán los mismos, y variaciones de los mismos.

            Por eso Midsommar y Suspiria destacan tanto. Su planteamiento es el de una película de terror, pero su marco ideológico ha cambiado, su función como obra de arte, en esa medida, también es distinta. En ambas, aunque podemos percibir de inicio las dicotomías clásicas bien/mal, estas se van diluyendo porque nos llevan más allá de la lógica judeo-cristiana en la que se basan todas las películas de terror. Películas de fantasmas del tipo The conjuring o todas las que implican posesiones demoníacas, plantean sin ambages la existencia del dios católico y de una serie de anti-dioses malignos, demonios. Otras películas, como Nightmare on Elm Street, Friday the 13th y todos sus clones, plantean la existencia de un mal y una oposición más o menos velada de un personaje virtuoso. Ocurre lo mismo en todas las películas basadas en la obra de Stephen King, simplemente se traslada la existencia de un mal trascendental al interior de algunas personas, como una consecuencia del sufrimiento humano –Carrie– o de los miedos profundos de la infancia –It.

En Midsommar, en cambio, el mal no se reconoce a sí mismo como tal, no proviene de seres malignos porque las personas que llevan a cabo el culto del solsticio de verano no se conciben a sí mismas dentro de los valores occidentales establecidos. No hay un bien o un mal claros, sólo el rigor de una existencia que exige sacrificios como parte de un orden social en el que la vida y a muerte, la fertilidad y la vejez forman parte de los ciclos vitales, de una racionalidad que no se explica ni se puede comprender del todo. Los personajes, típicos norteamericanos que ven por sobre el hombro las costumbres pintorescas de la periferia occidental, sufrirán terribles consecuencias por concebir la crudeza de los rituales primitivos como curiosidad folclórica o como objeto de estudio para un PhD en antropología. Estos springbreakers encontrarán algo muy distinto en la Europa profunda a aquello brutal e incivilizado que vimos en la gore e innecesaria Hostal, hace algunos ayeres. Es importante decir algo: los rituales que se retratan en la película son, algunos, retomados de la tradición –como el suicidio sagrado de los ancianos– pero se trata sobre todo de una construcción ficticia. Lo relevante es el efecto de dicha ficción y la multiplicidad de subtextos que aparecen cuando le damos un giro a la estructura judeo-cristiana desde la cual juzgamos este tipo de planteos.

            Ocurre lo mismo con Suspiria. La ingenua chica norteamericana comprobará la relación profunda entre la danza, presente también aunque de distinta manera en Midsommar, y la invocación de fuerzas sobrenaturales. Suspiria no presenta un simple aquelarre de brujas viciosos que, como lo ha contado la mitología cristiana, son servidoras y esposas del diablo, una contraparte retorcida de las monjas. Estas brujas actúan para sí mismas, en un margen de la sociedad, sin rendirle cuentas a nadie más que a su propia jerarquía femenina. La violencia de sus castigos y el uso que dan a su poder no tiene que ver con la corrupción de los inocentes ni siquiera con la maldad en estado puro que nos mostró The witch (2015), de Robert Eggers. La bruja de Eggers es un ser profundo, subterráneo, que puede desolar vidas humanas, devorar bebés, transformar doncellas en seres malvados. La oposición a esta bruja no es posible, su contrapunto es una familia miserable, cuya fe no alcanza para protegerlos ni para construir un nuevo mundo. Los símbolos de las brujas demoniacas están presentes aquí, sobre todo el macho cabrío. En The witch, la dicotomía bien/mal se presenta ya desestabilizada. Hay mal, pero no hay bien. Hay luz, pero la oscuridad es más poderosa. Suspiria va más allá. Trasciende la posibilidad, la abandona. El contexto es el de un mundo oscuro. Y adentro de la escuela de danza, las bailarinas usan su cuerpo para construir una racionalidad distinta, un lenguaje hecho con el cuerpo, una invocación que implica tanto al arte como al descubrimiento de la identidad, al margen de las mitologías sociales. Para el cristianismo, las brujas representaban una amenaza particular. No se trataba sólo de ciudadanos que se desviaban del canon religioso: eran mujeres capaces de experimentar placer con su propio cuerpo. Suspiria trabaja con estos significados y nos presenta a un grupo de mujeres paganas que buscan el sentido de su poder resistiendo a esa nueva religión de la explicación racional de los impulsos profundos: el psicoanálisis, la racionalidad laica que, de nueva cuenta, explica lo femenino como lo incompleto, lo roto, lo inestable. Hay una sombra de Lacan durante toda la película.

            Psicoanálisis y brujería conviven en Suspiria para trasladarnos a una historia en la que no se resuelve ningún combate entre el bien y el mal, sólo se traduce en corporalidad –retorcida, cambiante– o en deseo las aspiraciones de los personajes. La violencia, verdaderamente terrorífica, desestabiliza al espectador pero no hay consecuencias morales de la misma. Las mujeres de esta historia no han sido arrebatadas por el vino de Dionisio, aunque el baño de sangre ciertamente recuerde las mejores escenas de Las Bacantes de Eurípides. Insisto, hay una racionalidad que se expone al final, en una serie de capas de significado que no da tiempo de recorrer aquí.

            Midsommar y Suspiria son, por todo esto, dos ejemplos de las narrativas que nos esperan en una época de crisis religiosa. El regreso del panteísmo, la superación de los mitos con los que durante siglos se juzgaron y pervirtieron los sentidos profundos de los rituales pre-cristianos, están cobrando un nuevo significado. Y, espero, estas dos obras magníficas nos tendrán hablando del asunto un buen rato. Para todos quienes se preguntaban que seguía de los grandes relatos del cristianismo, he aquí un par de respuestas muy interesantes. Y mientras haya quien crea en los dioses, como nos informa Neil Gaiman en American Gods, éstos seguirán existiendo.

(Visited 1 times, 1 visits today)
Ari Asterartículobien y maldemoniosdiosesLuca GuadagninomaniqueísmoMidsommarSuspiriaterror
Compartir este artículo:
FacebookTwitterGoogle+
Sobre el autor

Carlos González Muñoz

(Ciudad de México, 1980). Escritor y editor. Fundador de La Cifra Editorial. Ha publicado varias novelas, entre ellas El asombro, Todo era oscuro bajo el cielo iluminado y Las almas de la mayoría. Entre los premios que han merecido sus obras está el Internacioanl Ink de Novela Digital y el “José Rubén Romero” de novela. Actualmente realiza un doctorado en teoría literaria. Correo-e: lugarcomun@msn.com

POST RELACIONADOS
El marine o de la frontera como herida
febrero 5, 2021
De públicos, consumidores y cómo sobrevivir en la esfera digital
febrero 5, 2021
La experiencia lectora
diciembre 19, 2020
Concha Michel, la inquietud y la diversidad
diciembre 19, 2020
Contracultura y cyberpunk
diciembre 19, 2020
Primero sueño en cinco tiempos
diciembre 19, 2020
1 Comentario
  1. Responder
    septiembre 29, 2020 at 7:22 pm
    cuenca de acero inoxidable

    Eres un blogger experto. Buen articulo

Leave Comentario

Cancelar respuesta

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

clear formSubmit

Buscador
Entre números
  • LEVADURA se va
    enero 11, 2021
  • ¡Se va a caer/ se va a caer/ arriba el feminismo que va a vencer/ que va a vencer!
    diciembre 30, 2020
  • Maradona, en el alma del pueblo su eterna despedida
    noviembre 25, 2020
  • El “Apruebo” chileno desde los algoritmos de las redes sociales
    octubre 26, 2020
Entrevistas
  • Entrevista a Guillermo Fadanelli
    mayo 19, 2020
  • Ópera prima de David Zonana
    mayo 19, 2020
  • Narrativargenta: Los modos de leer como posicionamientos. Que dure la desmesura
    marzo 19, 2020
ARCHIVOS LEVADURA
Comentarios recientes
  • Artemisa López Carrillo en “Escucho las células morir”: poemas de Merari Lugo Ocaña 
  • Omar en Anton LaVey: El hambre de la mentira
  • 8 Poemas y una carta de Vita Sackville-West – Poiesis/ποίησις en Virginia y Vita
  • Erika Marissa Rodríguez Sánchez – Red Nacional de Investigación en los Estudios Socioculturales de las Emociones (RENISCE) en Migrar al Mesón Estrella: el gesto de la masculinidad hegemónica (primera parte)
  • Ana en LEVADURA se va

Subscríbete a nuestra lista de correo

Revista Cultural Independiente
redaccion@revistalevadura.mx
© 2017. Revista Levadura.
Todos los derechos reservados.
Quiénes somos
EDITORIAL
DIRECTORIO
COLABORACIONES
Síguenos

Find us on:

FacebookTwitterGoogle+YouTube

 Dream-Theme — truly premium WordPress themes
Footer

Levadura