
Etimológicamente el término “utopía” proviene del griego y, de acuerdo con la utilización del prefijo que se elija, la palabra puede dar lugar a un doble significado. Por un lado οutopia (οu, no; topos, lugar = “lo que no está en ningún lugar”) y por el otro eutopia (eu, buen; topos, lugar = “buen lugar”). “Mejor lugar” o “Lugar que no existe”. Algunos autores lo han traducido como “El mejor lugar que no existe”.
¿De dónde venimos?
Empezaré con un rodeo, no porque no quiera abordar directamente la cuestión, de por sí imbricada, que representa la materia de estas reflexiones, sino porque ello facilitará mi exposición. No está de más decir que desde hace algunos años, cuando empecé a interesarme por la ciencia ficción, ya presentía, como quizá muchos de ustedes, que lo que estaba leyendo no era solo ficción. Muchas veces estaba ante planteamientos sustanciales para cambiar la vida en el presente. La ciencia ficción, considerada por tanto tiempo un subgénero literario, es una forma de pensar, un género filosófico. De ahí que muchos de sus presupuestos, más que ficción, son propuestas utópicas para la sociedad en su conjunto. Por ello no es de extrañar que de la ciencia ficción al género utópico haya sólo un paso.
La utopía sufre un fenómeno similar al de la ciencia ficción, en sus inicios fue considerada un subgénero literario. La primera utopía reconocida, si bien no lleva ese nombre, es La República de Platón, que influenció a la Utopía renacentista de Tomás Moro. De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopía, La Citta del Sole de Tomasso Campanella, y la Nova Atlantis de Francis Bacon, entre muchas otras obras que plantean sociedades que alcanzaron un alto grado de bienestar, suelen ser islas alejadas del mundo civilizado. Encontramos la utopía, o más concretamente, el pensamiento utópico, en ámbitos como la filosofía y la política, además del literario.
Ahora bien, ¿de qué trata una utopía? En términos muy básicos la utopía es el relato de una sociedad mejor, un ejercicio prospectivo que plantea básicamente dos cosas: 1. Un lugar alejado del nuestro en el que las cosas funcionan al revés pero mucho mejor (suele ser una isla); 2. Un tiempo futuro (próximo o remoto) en este mismo lugar, pero en el que han desaparecido las injusticias y desigualdades y el orden social se ha transformado para brindar bienestar a todos sus habitantes.
En general de eso se tratan las utopías, que suelen ser -es el caso de la Utopía de Moro- enunciados críticos a las políticas de su tiempo. No es un secreto que Tomás Moro escribió la Utopía en 1516, sí, inspirado en los viajes de Américo Vespucio y el encuentro de América, pero también contra las políticas de Inglaterra. La primera parte del libro se dedica precisamente a criticar sardónicamente dichas prácticas.
Entonces, una utopía siempre planteará un lugar mejor o un futuro mejor para todos y todas, partiendo de una realidad problemática, injusta, o en crisis.
Estoy de acuerdo con la idea de que hace falta en estos tiempos, o viene haciendo falta desde hace tiempo, pensar en utopías, pero antes habrá que explicar qué entendemos por este término y por qué goza de tan mala fama.
Las crisis constantes de la vida adulta en estos tiempos pueden volvernos hoscos y pesimistas respecto del futuro, así, en abstracto. Solemos pensar que los cambios sociales que deseamos son factibles con un poco de voluntad, pero seguimos pidiendo, no sabemos concretar exigencias y muchas veces los funcionarios no quieren cooperar.
Reconozco por un lado que las ideas en abstracto por un mundo mejor (utopías abstractas) chocan de manera rotunda con las posibilidades reales de que ese mundo se concrete (utopías concretas). Pero antes de entrar a ese tema daré otro rodeo.
Utilizaré una analogía, compararemos los tiempos actuales con la Edad Media, y más precisamente con el periodo de transición de la Edad Media al Renacimiento.
La Edad Media comprende un período de mil años entre la caída del imperio Romano y el establecimiento del pensamiento religioso-cristiano-musulmán que se impuso en el mundo durante el Imperio Bizantino, generando luchas armadas, derramamiento de sangre, y llegando a la tortura y quema de personas. La Santa Inquisición quemaba vivos a quienes no profesaban la religión católica o a quienes practicaban actos no autorizados, así fuesen científicos, médicos o adivinos; las llamaron brujas y/o herejes. Época de ignorancia y supersticiones; los señores feudales se apropiaron de los medios de producción y los esclavos pasaron a ser siervos. Hacia el final de la Edad Media aproximadamente entre 1346 y 1347, Europa fue atacada por la peste negra, que rápidamente se convirtió en una pandemia que acabó con el 50 por ciento de la población europea occidental ya diezmada por el hambre, la pobreza y pésimas condiciones higiénicas.
La Edad Media termina alrededor del año 1444 con el Concilio de Florencia, cuando da inicio el Renacimiento, la llamada Edad Moderna.
La época actual, denominada “Capitalismo tardío” comparte con la Edad Media al menos tres características:
1. Los dueños de los medios de producción se han enriquecido a manos llenas generando a su paso cinturones de miseria; 2. A pesar de la cantidad de información disponible, la ignorancia crece de manera exponencial: más información no se traduce en más conocimiento, sino lo contrario; 3. Nosotros también tenemos nuestra pandemia, generada, sí, por el virus asesino, pero la crisis mundial se debió al colapso de los sistemas de salud, lo que deja muy mal parado al sistema neoliberal frente a las necesidades humanas.
Lo que no comparte nuestra época con la Edad Media es el Renacimiento. De ahí la necesidad, el hambre de utopías. El Renacimiento fue antropocéntrico en su origen, el hombre se convirtió en el centro de atención, el Humanismo en un valor universal. Ahora estamos entrando en otra etapa más cercana a lo que llaman posthumanismo, nos relacionamos a través de dispositivos, aprendemos a relacionarnos cada vez mejor entre humanos y no humanos. No, nosotros no estamos en la Edad Media. Ya no creemos en dios, o quién sabe, pero seguimos siendo creyentes, a veces cercanos a la idolatría; hemos cambiado a dios por la ciencia y la tecnología depositando nuestra fe, una vez más, en objetos ajenos a nosotros sin reparar en la manipulación humana que se necesita para que funcionen. Ni la ciencia ni la tecnología toman decisiones, ellas no pueden hacerse cargo de lo que nos corresponde, ni salvarnos de nada. Pero podemos crear mejor tecnología, eso sí, y también mejores condiciones de trabajo. Una cosa no excluye a la otra, aunque a la larga de nada servirá crear más y mejor tecnología, si las condiciones de trabajo no permiten el acceso a ella.
La Utopía en América
Uno de los acontecimientos que impulsó el Renacimiento fue sin duda el encuentro con América en 1492, que se convirtió en el proyecto utópico de mayor envergadura de todos los tiempos (sólo será comparable a la conquista y colonización de otros planetas en el futuro), ya que significó el ensanchamiento de las fronteras europeas y por lo tanto de su hegemonía, marcada por una serie de conquistas, colonizaciones y posteriores proyectos de emancipación, independencias y revoluciones que tuvieron lugar hasta mediados del siglo XX.
La construcción de América fue antes que nada un proyecto utópico. En el ensayo “La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España”, Silvio Zavala nos acerca a las cartas de Vasco de Quiroga, en las que vierte las ideas tomadas de la Utopía para introducirlas en México.
No es de extrañar que encontremos en América Latina una vigorosa corriente de pensamiento utópico en escritores y filósofos como Pedro Enríquez Ureña, La utopía de América, Alfonso Reyes, Última Tule, El no lugar, o Fernando Aínsa, Los buscadores de la utopía, por mencionar algunos.
Pero más allá de la literatura y de la filosofía, la utopía se volvió revolucionaria en el siglo XX. La Revolución rusa de 1917; La Revolución Social Española de 1936; La Revolución china de 1949; La Revolución cubana de 1953; El Mayo francés de 1968, que tuvo ecos y repercusiones por todo el mundo; La Revolución chilena popular de Allende en 1970, todas esas revoluciones fueron en su momento utópicas y todas encontraron el fracaso.
El siglo XX fue revolucionario, pero el asesinato de Allende en Chile por Pinochet, o la matanza de los estudiantes el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, son registros vergonzosos de una victoria del neoliberalismo sobre sus opositores en una lucha desigual e injusta.
El poder político, la oposición ideológica y la represión violenta fueron las armas que los neoliberales usaron contra sus detractores.
No contentos con su victoria, antes de la caída del Muro de Berlín en 1989, los portavoces del neoliberalismo económico, y sobre todo una de sus más afamadas representantes, la “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher, primera ministra de Inglaterra, incluía en sus discursos la ideología neoliberal del “No hay vuelta atrás” con frases como “Ya no iremos por sus bienes, ahora iremos por sus almas” o su famoso TINA (There Is No Alternative), pero sobre todo con sus medidas económicas: la privatización de los servicios médicos, la educación y los derechos laborales, que asestaron un duro golpe a cualquier impulso revolucionario posterior y pusieron más clavos en el ataúd de los sueños por justicia social.
El político mexicano Víctor Flores Olea trae a colación El principio de esperanza, obra cumbre del filósofo alemán Ernst Bloch. En su artículo “La necesidad de la utopía”, Flores Olea señala:
En el mundo dominante hoy, en el “orden establecido de las cosas”, el invariable argumento que se utiliza para defenderlo es precisamente que “las cosas son así, inmutables e inmodificables”: lo demás es utopía, “idealismo”, con un inocultable tono de desprecio. Tratar de cambiar la realidad es estéril pérdida de tiempo; más bien se invita al conjunto social, y a cada individuo en particular, a la obediente aceptación de lo “establecido”, al acomodo y a la disciplina. Desde el punto de vista personal y colectivo tal disciplina se ofrece como el más seguro camino del éxito y el ascenso, mientras que la disidencia, la oposición y la negación del “orden de las cosas” resultan conductas contraproducentes: la exclusión, la marginación y la devaluación social son el futuro previsible de quienes no ajustan sus vidas a lo inmediato real, al sistema de poderes existente, al sistema de dominación en turno (…) La ideología como sistema de pensamiento de la clase dominante, que es una clase alienada, encierra el interés central de presentar al mundo, el mundo alienado de hoy, como un bien absoluto y sin reparos. Tal es la falsificación a que conducen las ideologías.
Al imponerse la ideología neoliberal, también se intentó desterrar del imaginario social cualquier impulso utópico por considerarse contrario a los principios del libre mercado. Desde entonces al concepto de Utopía se le atribuyen connotaciones negativas como proyecto imposible, idea irrealizable, idealismo exacerbado, sueño guajiro.
Dónde estamos
Entramos al siglo XXI sin un mapa de ruta, desesperados y sin esperanza; arrastramos los fracasos de las utopías contemporáneas y estamos lejos de concretar los sueños y demandas legítimas de nuestros antepasados y antecesores; el futuro nos promete catástrofes, cismas ecológicos, ascenso de los totalitarismos, recrudecimiento de la violencia, creciente desigualdad social y un sinfín de etcéteras, y para colmo, quizá como un nefasto augurio o como el pago de una factura pendiente, llega la pandemia del coronavirus y pone de cabeza al mundo.
La pandemia nos enseña dos cosas: una es que sin neoliberalismo el mundo respira. El sistema capitalista puede ser detenido junto con su progreso y explotación desmesurada y eso permite que el mundo respire. Es curioso decir que el mundo respira cuando el virus asesino ataca principalmente al sistema respiratorio, parece una contradicción, pero los bosques, ríos y mares y mucha de la vida salvaje tuvieron un respiro con este impasse obligado por la crisis de los sistemas de salud.
La segunda cosa que nos enseña la pandemia es que el neoliberalismo no se acaba con ella, como creen algunos filósofos. Nada más lejos de la realidad (para desgracia nuestra). La crisis sanitaria nos reveló que se puede paralizar la economía para salvarla. Aunque salvarla implique aceptar que las desigualdades económicas son alarmantes y sostienen al sistema; que la precariedad es la materia que mantiene engrasada la máquina de hacer dinero.
Escuchar las predicciones económicas de quienes rigen los destinos de la humanidad podría hacernos caer en depresión. El mundo post-pandemia se presenta como algo muy difícil de sobrellevar.
El sociólogo francés Bruno Latour en su charla “Imaginar el mundo después del COVID-19” para el Tec de Monterrey, advierte que lo peor está por venir. Las muertes que ha causado el coronavirus son terribles, pero la crisis económica que viviremos en los próximos años podrá causar todavía muchas más muertes.
Al imponerse la ideología neoliberal, también se intentó desterrar del imaginario social cualquier impulso utópico por considerarse contrario a los principios del libre mercado.
No debería extrañarnos el pesimismo, es lo que nos vienen diciendo desde hace décadas gente como Baudrillard, Haraway, Bifo y escritores en todo el mundo.
Isabelle Stengers en el libro En tiempos de catástrofes dice que la tarea no es fácil y que incluso puede resultarnos abrumadora, ya que nunca estaremos en condiciones de cambiar las cosas:
Si la época ha cambiado, pues, debe comenzarse por afirmar que estamos tan mal preparados como puede ser posible para producir el tipo de respuesta que, lo sentimos, la nueva situación reclama. Pero no se trata de una comprobación de impotencia sino más bien de un punto de partida. Este libro se dirige a aquellos y aquellas que sienten que viven en suspenso. Entre ellos están quienes saben que habría que “hacer algo”, pero están paralizados por el sentimiento de la desmesura entre lo que pueden y lo que sería necesario, o bien se ven tentados de pensar que es demasiado tarde, que ya no hay nada que hacer, o incluso prefieren creer que todo terminará por arreglarse, aunque no puedan imaginar cómo.
Vale la pena, a estas alturas, detenernos a pensar en lo que nos plantea Stengers y que Bruno Latour pone sobre la mesa, ya que antes de emprender cualquier acción, antes de dar una respuesta apresurada a la emergencia que tenemos enfrente, habrá que hacernos las preguntas que corresponden, y una de ellas es precisamente, ¿cómo?
¿Cómo reconstruir el mundo devastado económica y emocionalmente? y ¿desde dónde retomar el proyecto social y político?
Si la vieja normalidad nos dejó un mundo de desigualdades, corrupción, y violencia extrema, es lógico que no queramos volver ahí. El mundo post-pandemia no puede seguir siendo el mismo. Puede volverse mejor o puede volverse peor, eso dependerá de nosotros, pero nunca será lo mismo.
En medio de la desesperanza, reconstruir la utopía implica asumir la certeza de que ésta no tuvo lugar, en ninguna parte, nunca, aún no. Pero también, en medio de la incertidumbre y más allá de los “lugares felices” de la imaginación, de la “edad de oro” de los mitos fundacionales, de los relatos fantásticos, del sueño dulce, del País de Jauja —en otras palabras: más acá de un “no lugar”— esa certeza utópica requiere de la experiencia práctica que la potencie y la devuelva al deseo humano. La utopía requiere más que nunca su realización. (Alejandro Ventura).
Necesitamos de las utopías, ya que queremos que el mundo se vuelva mejor, definitivamente, pero eso, así en abstracto, no es posible. Y aquí Ernst Bloch nos puede dar una pista cuando señala que muchas veces los impulsos utópicos se encuentran en el pasado, para construir el futuro hay que agarrar vuelos del pasado, ya que, sin importar la lucha que estemos enfrentando, seguramente encontraremos reminiscencias a otras personas o grupos que lo intentaron antes que nosotros y que fracasaron. Eso no es negativo, significa que algo todavía está por realizarse y que ya se ha hecho mucho trabajo al respecto, así que no venimos solos, ni somos los únicos, ni empezamos desde cero, y es necesario que después de nosotros venga más gente.
Actualidad de la Utopía
En su ya citado artículo, el diplomático mexicano Víctor Flores Olea menciona que para Bloch, “el contenido utópico de la historia es alentado por un horizonte de esperanzas no realizadas”, es decir que podemos encontrar el futuro en el pasado. Ese excedente cultural aparece como algo no acontecido y propone distinguir entre utopía y utopismos. Así establece “el concepto de lo utópico concreto, de lo anticipatorio” que sería diferente de la ensoñación utópico-abstracta:
La “utopía-concreta”, es aquella que conforme a las fuerzas sociales actuales en movimiento se apunta ya como “posibilidad concreta de ser”: sería, en otras palabras, “la esperanza y el presentimiento objetivo de lo que todavía no ha llegado a ser lo que debiera pero que contiene en sí posibilidad real de llegar a ser”.
Pensar en utopías concretas puede ayudarnos a salir del atolladero, se los digo a mis alumnos últimamente todo el tiempo. ¿Qué son las utopías concretas, dónde están?
Son aquellos proyectos sociales o culturales exitosos que no pretenden cambiar al mundo pero que han logrado mejores condiciones para grupos o comunidades. Son formas de pensar y estar en el mundo, pensemos en economías emergentes, nuevas tecnologías solares o magnéticas, nuevos espacios de convivencia. Son las comunidades que se autogobiernan en Chiapas, los movimientos sociales organizados, el reconocimiento de las trabajadoras domésticas en la Ley Federal del Trabajo. Tienen en común el impulso utópico que los anima, lejos de ser “sueños guajiros” son luchas sociales ganadas que requirieron de actores sociales comprometidos.
La utopía sufre un fenómeno similar al de la ciencia ficción, en sus inicios fue considerada un subgénero literario.
Y es que los cambios no se hacen solos. Re-imaginar el mundo requiere un salto al vacío y para eso tenemos que salir de nuestra zona de confort, desterrar la ideología imperante y las ideas totalizadoras. Por ejemplo, un buen ejercicio es dejar de pensar en cosas como “el fin de la historia”, en narrativas apocalípticas que implican una ruptura total con los problemas y “el arribo” a una tierra prometida.
Las narrativas del apocalipsis y del paraíso resultan insuficientes para emprender acciones en el mundo de hoy. Paralizan en lugar de mover a la acción y quienes realmente estén comprometidos tienen que ponerse en acción.
Como menciona Donna Haraway en Cuentos para la supervivencia terrenal, tenemos que reaprender a pensar los problemas del mundo como cosas que siguen ahí, sin resolverse. Para resolver los problemas que nos aquejan tenemos que implicarnos. Implicarse quiere decir participar voluntariamente en algo, poner el cuerpo al frente. Escribir artículos, salir a protestar, visibilizar los problemas en redes sociales y prensa, reunirnos en colectivos para dialogar y conocernos, son cosas que no cambiarán al mundo, pero representan un gran avance.
Para imaginar un mundo nuevo hay que empezar por imaginarnos juntos, como un cuerpo social. Las diferencias no deben impedir la justicia, y la justicia no debe hacer diferencias; las voluntades unidas, lo dicen las experiencias exitosas, pueden lograr lo que los individuos aislados no podemos.
La reforma más importante somos nosotros mismos. Es más fácil pensar que “las cosas son así” y quedarnos al margen. Podemos aceptar la condición de individuos pasivos, pero también existe la opción de convertirnos en ciudadanos, lo que implicaría que participemos en las decisiones que afectan a nuestra comunidad y entorno y no solamente a nuestra persona.
La construcción de la ciudadanía implica elegir una postura política, que no es lo mismo que un partido político. Podemos ser apartidistas, pero no apolíticos. La política no es exclusiva de los funcionarios públicos, ni de los partidos, es la manera en la que nos organizamos para construir la ciudad, el barrio y la comunidad que queremos.
No estaremos tan mal después de todo, y será un signo de salud, si podemos abandonar la inercia e implicarnos en proyectos colectivos, concretos y realizables, que busquen vías alternativas de desarrollo y traten sobre los temas que tenemos pendientes, que no son pocos. Es ahí donde podemos vislumbrar el porvenir de la utopía.
Referencias:
Cuentos para la supervivencia terrenal. Donna Haraway, entrevista en LalululaTV. Feb, 2020.
De cómo la utopía deviene ideal, Alejandro Ventura Comas, Universidad Popmeu Fabra
En tiempos de catástrofes, Isabelle Stengers, NED, 2017.
La necesidad de la utopía, Víctor Flores Olea, Siglo XXI, verano de 2009.
La utopía novohispana, Silvio Zavala, UNAM, 2019.
Utopías contemporáneas de América Latina, Fernando Aínsa, Cahiers du CRICAL, N°32, 2004.
Utopía, Tomás Moro, Mestas, Ediciones, 2006.
Hola Vidal.
Saludos desde Ambato – Ecuador.
Muy complacido de haber recorrido de principio a fin “El porvenir de la utopía”.
Es un texto que me ha dado muchas luces para seguir pensando en la cultura vial, que es un tema que lo estoy enfocando desde la comunicación popular.
Estoy seguro que tu aporte es una catapulta, en mi caso, para apostar por esas utopías concretas.
Ahora mismo empiezo a activar el GPS (Generación de Propuestas Sostenibles) para hacer algo de lo que me corresponde en el tránsito por esta vida.
Nuevamente gracias y hasta pronto
Byron