
La primera idea brota tras largas semanas de encierro, luego de infinidad de consultas en la red, de montañas de búsquedas infructuosas: cada época debe aprender a articular las nuevas formas de saber, me digo en tono de autoconvencimiento, aunque lleno de dudas e incertidumbres: ¿lo estamos haciendo bien ahora? No estoy hablando de acumular datos ni de su acceso a ellos, más bien, trato de describir un procedimiento previo. Pienso en esto mientras navego por la Biblioteca Virtual Cervantes: ¿la dificultad para acceder a la información influye en la manera en que producimos conocimiento y reflexionamos sobre él? ¿Es la búsqueda en sí el objeto de interés y no tanto el resultado de nuestras pesquisas? Estos cuestionamientos, debo aclararlo, no merman en nada mi defensa al derecho a la información.
La idea es la siguiente: más que tener toda la información, la gran pregunta es qué hacemos con ella. Jean D’Alembert tuvo el sueño desquiciado de reunir todo el conocimiento de la humanidad en un proyecto editorial: la Enciclopedia. No fue el primero, por supuesto, la idea de un conjunto de volúmenes enfocados a ordenar y clasificar todo tipo de saberes fue, de hecho, del librero parisiense A. F. Le Breton, quien a su vez se había inspirado en la Cyclopaedia o diccionario universal de las artes y de las ciencias, que el publicista inglés Ephraim Chambers había dado a la imprenta en 1728. Uno de los grandes atributos de la Enciclopedia era esa combinación que lograron D’Alambert y Diderot de crear un conocimiento enciclopédico y de ordenarlo como un diccionario (el universo entero contenido de la “A” a la “Z”). El resultado: una revolución epistémica (con aciertos y errores). La historia está llena de ejemplos de la influencia de la Enciclopedia, pero prefiero recurrir a la literatura. Cuando Cósimo, el protagonista de El barón rampante, la alucinante novela de Italo Calvino, desarrolló su afición lectora montando en las ramas de los árboles, se hizo adicto a este proyecto epistémico y le reservó el mejor lugar de sus arbolados libreros: “En la más sólida de estas estanterías aéreas alineaba los tomos de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert a medida que le llegaban un librero de Livorno”; y, como atestigua Biaggio, el hermano menor y narrador, la lectura de estos tomos lo hizo reparar de nuevo en el mundo arbóreo donde habitada desde su rebelión infantil.
Y la famosa (y apócrifa) Anglo-American Cyclopaedia (editada en Nueva York, en 1917, casi como una reimpresión de la Enciclopedia Británica de 1902), cuyo célebre volumen XLVI contenía cuatro páginas de más, según el clásico relato borgeano “Tlön, Uqbar, Orbius tertius”. En ellas se proyectaba una región y luego un planeta desde la estructura enciclopédica (geografía, historias, filosofía, literatura, etc.): “El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XLVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían el artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética”. Salta otra idea: la clasificación y el orden de datos e informaciones no impiden su lectura a contrapelo.
Doy de pronto con un video del comediante británico Sacha Baron Cohen. Es el fragmento de un discurso (como suele pasar con estos infinitos trozos de información que vuelan como asteroides en nuestras pantallas: son breves y efímeros) y ahí denuncia que ya no vivimos en democracia, sino en una suerte de autocracia, donde los algoritmos cibernéticos estimulan ad nauseam nuestros impulsos más viscerales. ¿Cuántos minutos consumimos al día en la famosa procrastinación? ¿Será posible revertir la situación y hacer de tales impulsos formas de crear modos de conocimiento?
Si el saber se organizara ahora con base en fórmulas y conductas previas (además, claro, del registro de gastos y hábitos de consumo), la aventura de la búsqueda se podría reducir a la reafirmación de preferencias: la confirmación de tendencias. No creo tampoco en la existencia de un conocimiento puro, sin ningún tipo de mediación. Sólo que no termino de resignarme a dejarle todo el trabajo a un buscador. Recreo la imagen de Virginia Woolf lidiando contra las reglas misóginas que le impedían acceder a las bibliotecas universitarias; o a sor Juana fatigando documentos en su celda mal iluminado, y añorando tener más y mejores libros. No idealizo las condiciones adversas que padecieron, resalto las estrategias que desplegaron para consolidar sus respectivas vocaciones literarias.
Se habla ahora de humanidades digitales, de nuevas formas de ordenar miles de archivos y de preservar infinidad de documentos, para disponer de ellos e interactuar en cualquier lugar (siempre y cuando haya conexión a la red y se cuente con un equipo de cómputo adecuado), y yo no puedo menos que votar a favor de su desarrollo, pero tomando la precaución de no terminar realizando una apología del soporte. Mi idea final tiene que ver con ese riesgo. Hay que atrevernos a articular nuevas formas de saber: crear una nueva forma de enciclopedia que no sea sólo el epítome de nuestra degradación social (esto es, el paso, o la caída, de ciudadanos a consumidores).