
A menudo se afirma que los grandes cambios –entiéndase no sólo un cambio de rumbo sino aquellos que parecen más un rompimiento que una evolución- traerán consigo cosas nuevas y buenas, que enriquecerán, pues según: “todo cambio es para bien”.
¿Exceso de actitud positiva o perspectiva crítica? Lo cierto es que, si se atiene a lo segundo, la reacción de un ser más o menos crítico, está más cerca de la duda que de la celebración ditirámbica y jubilosa. ¿Qué trae la pandemia consigo? No esquivo el absurdo de renegar de lo inevitable, y, sobre todo, nada más infantil que pensar en el “si no hubiera…”. Sin embargo, quien ambicione la inconseguible objetividad (en aras de un ejercicio crítico) puede barruntar lo oscuro de un horizonte incierto. La pandemia apresura, de manera inclemente, el imperio de la pantalla sobre prácticamente todas las cosas, incluyendo la llamada pantalla grande.
¿Hasta dónde?, hasta donde resistirá esa dinámica de exhibición y recepción del material cinematográfico en una sala de cine como las hemos conocido. Hace casi cuatro años, el Festival de Cannes se negó a premiar con la Palma de Oro las cintas Okja, de Bong Joon Ho y The Meyerowitz Stories, de Noah Baumbach, producidas por Netflix. La voz cantante y guerrera la llevó Pedro Almodóvar, quién defendió la mística de la sala, con su oscuridad expectante que prepara el entusiasmo del fade in. ¿Cuál será el pensamiento de Almodóvar, ahora que, por condiciones que escapan a todos, la pantalla del celular se impone sobre las demás?
Ante la impresión almodovariana: la paradoja de que se premiase una cinta que no iba a ser vista en salas, el alegato de Netflix fue apelar a que su cine puede llegar a cualquiera, y que, de otra manera, muchas cintas no serían vistas en otras partes del mundo (ya se sabe los problemas, politiquería de mercaderes que afecta distribución y exhibición). “Netflix no hace cine para la pantalla grande sino para las pantallas en general”. ¿Qué se rescata o podemos deducir de esto? Lo inminente es hacer el ejercicio de replantearnos el cine, como arte, como medio de comunicación y, también –es inevitable- como fenómeno social.
Un texto como El cine y el hombre contemporáneo, del cineasta incomprendido Manuel Michel, que analiza no el arte de filmar, sino el cine como actividad que concita con fascinación a esa pluralidad gregaria que es una sociedad, parecería un acto propio de un arqueólogo, sino es que mera nostalgia o ingenuidad.
Quizá vamos demasiado prisa, ahí siguen las salas (podría pensarse); no obstante, el presente ha apurado, atizado el confinamiento al grado de reducir el arte cinematográfico a una pantallita. La objeción no es en términos cuantitativos, sino cualitativos. Vargas Llosa ha dicho con acierto que, si la pantalla se impone en el mundo de las letras, podemos despedirnos de las obras ambiciosas como Guerra y Paz, pues el futuro escritor sólo escribirá para esa pantalla, que es celeridad frenética y ante todo busca entretener; es la inmediatez.
La reflexión obligada es sobre esa pantalla origen del lenguaje cinematográfico. “…cine para todas las pantallas”, dicen, como si se tratase de un acto generoso que democratiza el acceso al arte (presumiendo que dichos productos lo sean). Pero este acceso, ¿hasta dónde puede significar banalización; descafeinar la sustancia en aras de clientes? La pregunta hay que hacerla y, más allá del curso del malestar actual, si se es honesto, intentar darle respuesta desde la actitud crítica.
La reflexión me parece pertinente sobre todo hoy que, al abrirse las salas, visiblemente se encuentran despobladas en su mayoría e, incluso, algunas de ellas han desaparecido. La desaparición puede dejar en su lugar la fugacidad. La practicidad de cargar consigo una infinidad de contenidos no conduce necesariamente a la aprehensión de todo ello. La vastedad parece imponernos un ritmo: no puedo detenerme demasiado en esto porque tengo tantos links que nunca terminaré… y realmente, nunca se terminará. La gula ansiosa que lleva a saltar de una cosa a otra como quien interrumpe los tracks de un disco que nunca termina por escuchar en su conjunto, impide –con seguridad- la reflexión profunda de uno sólo de los elementos del todo.
“Procuremos leer más despacio para leer menos con el fin de leer mejor”, decía José Emilio Pacheco rescatando la prioridad de leer bien un solo texto antes de haber fotocopiado visualmente miles de letras. Sólo ese calado profundo propicia la crítica que, a su vez, propicia la verdadera obra de arte. Y nos importa ponerlo en estos términos porque el cine, en su punto más álgido y original es, sin duda, Arte.
¿Y qué hubiera sido de Eisenstein o José Revueltas, maravillosos artistas? Maravillosos porque ambos fueron lectores y creadores de estructuras dialécticas en la narración. ¿Pero cómo hubiesen desarrollado su discurso sin contar con la plenitud creadora que posibilita la pantalla grande? ¿Hubiesen desarrollado sus teorías al igual que Griffith el lenguaje cinematográfico si no contasen con las posibilidades de esa gran pantalla, de la sala? La especulación es pertinente, porque, si vamos a ver cine de otra manera, hay que pensar críticamente cómo será esa otra forma de acercarnos al cine, y si seguirá siendo cine lo que veremos o sólo “productos visuales”, como se dice hoy.
Ante el alejamiento inevitable de las salas y la desaparición de algunas de ellas, cabe plantearse ese nuevo camino, sobre todo hoy, cuando se abren tantos caminos que parecen conducir a la futilidad.
Ser sincero no es decir todo lo que se piensa, sino no decir nunca lo contrario de lo que se piensa, y yo pienso que este artículo fue muy sustancial, y dice mucho sobre el trabajo de autor que es una persona apasionado, y tú si quieres ver más artículos de este típo, relacionados con precio bitcoin puedes leer lo aquí 🙂