
por Cecilia Andrés
Queríamos el mundo, lo queríamos entero y lo queríamos ya. No nos gustaba el estado en que lo habíamos encontrado. Demasiadas normas, demasiado engaño, tantas mentiras apiladas. Tantas muertes.
Éramos bastante ingenuos, creíamos que nos dejarían “morder el sol” y disfrutarlo. Rafael Sans lo quería, lo creía, intuía que era posible devorar un trozo y escapar a un sitio más amable, donde la libertad y el amor fueran posibles.
Volver tangible lo intangible. Debería ser sencillo, pero no lo es. Eso se aprende con los años, duramente. Después del dolor, de la pérdida, los llantos contenidos, ¿qué nos queda? ¿Cómo se derrama el llanto encima de algo ausente, un cuerpo no visto, unos huesos no enterrados frente a uno? ¿Cómo es el duelo de una desaparición?
¿Y el recuerdo? Esas grisuras que se difuminan en estratos cerebrales, ¿contienen ecos de alguien que fue una vez una piel, un latido, emociones, sentimientos, pensamientos? ¿O lo asesinan todo los milicos?
Hay débitos en mi memoria. Mi historia con Rafael, el tiempo que pasamos juntos, lo que compartimos, son algunos. No creo poder cubrirlos todos. Es una quiebra emocional e histórica, imposible de salvar.
Viajábamos muy apretados en un automóvil, unos cuerpos encima, al lado y debajo de otros. Nos dirigíamos hacia una localidad cercana para visitar a unos amigos. Estábamos próximos uno de otro pero, hasta entonces, no nos conocimos. Amor a primer contacto.
El tiempo y los amigos comunes propiciaron el resto. Largas conversaciones sobre el mundo y las maneras de arreglarlo. Paseos junto al río, idas al cine, al teatro, a recitales.
A Rafael le gustaban el cine, la fotografía, las motocicletas. Era muy joven, muy alto, tenía el cabello muy largo, castaño claro, ojos azulgrisáceos, barba. Cuando avanzaba a grandes zancadas por la calle unos y otras le gritaban Cristo o puto, según sus prejuicios, pero él parecía no escucharlos y seguía andando, aprisa, aprisa, como si no tuviera tiempo que perder en tonterías, como si supiera con certeza adonde dirigía sus pasos.
No tuvo tiempo, ahora lo sé. No el suficiente, aunque para vivir jamás alcance.
Las palabras de Spinetta, al que Rafael amaba, resuenan todavía con fuerza. Me regalaba letras de sus canciones: “Muchacha, ojos de papel, ¿a dónde vas? Quédate hasta el alba”, repetía. Hasta que, un día, sin entender mucho, sin saber por qué, me quedé.
Supongo que lo hice porque era dulce, porque no recortaba mi silueta, no pretendía ajustar mi conducta a un patrón socialmente correcto, no imponía limitaciones a mi libertad. Compartía mi locura personal. Descubría el mundo junto conmigo, peleaba contra las normas y cuestionaba también su entorno, como yo.
Su familia le dolía. Le dolían su distancia, su escaso afecto, sus normas excesivas, sus silencios. No tenía nada que ver con ellos y eso le hacía daño.
Era muy hábil con sus manos, solucionaba muchas cosas prácticas, le gustaban la aventura, el aire libre y los viajes. Tenía pocos amigos. No hablaba demasiado. En cambio, vivía, sentía, sufría y enojaba intensa, muy intensamente.
Ibamos frecuentemente a Arteón donde veíamos cine y teatro, escuchábamos música, encontrábamos amigos. A veces, él robaba flores del jardín para llevarme a casa.
Cuando le llegó el momento de hacer la colimba trató de evadirla. Hizo que le aplicaran una inyección que producía una forunculosis terrible, susceptible de admitirse como causa de excepción. Por desgracia, le correspondió hacerla en una zona militar en la cual el forúnculo no lo exentaba. Tuvo que sufrir el dolor de la enfermedad y la colimba. Fue su descenso a los infiernos. Su aspecto y actitud provocaron agresiones virulentas, humillaciones y abusos de autoridad de parte de los milicos. Cuando lo visitaba, a veces, no dejaban entrar a nadie y debíamos conformarnos todos con charlar a través de las rejas. Rafael se sentía aplastado y furioso al mismo tiempo. Las despedidas eran muy fuertes.
Una anécdota suya de ese entonces: Fiesta Patria. Desfile militar. Los soldados marchan. El contingente se observa grandioso, parece interminable, son miles. Un ejército invencible. El flujo se realiza en varias calles, al llegar a una, convenientemente alejada, apropiadamente cercana, el contingente dobla una esquina, sube con rapidez a los camiones que aguardan y es trasladado para reiniciar el desfile. Una y otra vez, interminable, inmenso, invencible. Un ejército de calesita.
Al terminar la colimba y regresar del infierno, Rafael recuperó su vitalidad y capacidad de juego. Fue humano nuevamente. Compramos una marmita, nos prestaron una carpa. Viajamos mucho a dedo. Nos escapamos para descubrir rincones que no conocíamos. Fuimos a Reta, Monte Hermoso, Buenos Aires, Córdoba.
En Rosario, vivíamos en un altillo decorado con carteles de todo tipo y tamaño. Rafael había conseguido empleo como tornero y se sentía feliz con ello.
La militancia era casi una obligación nacional en esos días. Se militaba en todas partes, condiciones, tendencias y corrientes: rojas, verdes, amarillas, pardas, bicolores o neutras.
Nosotros trabajábamos en un barrio en Zona Sur, con otros compañeros.
Un día, Rafael decidió integrarse a la Columna S N. Discrepamos. Discutimos varias veces, demasiadas, quizá. La relación se hizo difícil. Poco tiempo después, yo tuve que viajar a otra provincia para desempeñar un trabajo y Rafael tuvo un accidente en su motocicleta. Yo pasaba la semana ausente y los fines de semana dando clases. Él necesitaba apoyo y atención, y optó por regresar a casa de sus padres. Al menos, esa fue la excusa. Lenta e irremisiblemente, ocurrió la disolución de la pareja.
Durante dos años no volvimos a vernos. En ese lapso, Rafael se casó con Raquel y militaban juntos. Yo estuve alejada de Rosario, en otras provincias, mantenía otras relaciones.
Cuando regresé a Rosario, a fines de 1976, me topé con Rafael en Córdoba y Corrientes. Lo invité a casa. Quería que conociera a mi compañero y a sus hijos. Rafael aceptó y fue. Estuvo sorprendido todo el tiempo, jugó mucho con los niños, y no dejó de hablar una y otra vez acerca de la relación que mantuvimos.
No volví a verlo.
Un día, sonó el teléfono. Era Rafael. Había llegado una noche a su casa, la luz estaba encendida, había alguien esperándolo, no entró. Buscó ayuda. Le dijeron que estaba quemado, es decir, solo. Se marchó.
Ahora se encontraba en Buenos Aires. Había escapado con su compañera. Necesitaba auxilio urgente, y en esos días había muy pocos en quienes confiar la vida. Le di los datos de una amiga, alguien que lo había conocido, alguien segura.
Unos días después, llamó de nuevo. Estaba todo listo. Dejarían el país al día siguiente. Antes, me dijo, tenían que ir al dentista. Dije que para qué, que era un riesgo innecesario. Insistió. Fueron al dentista.
Al día siguiente, el teléfono volvió a sonar. Era mi amiga. No habían regresado del dentista.
No recuerdo con precisión mis reacciones de ese instante. No sé si lloré o maldije. Es una especie de recuerdo anestesiado con años de exilio, con dosis de violentas esperanzas.
Saber que alguien querido, amado… escuchado hacía apenas unas horas… ya no estaba… o estaba, y era tan terrible que… deseabas que ya no estuviera.
Entonces, la suma de tu vida se convierte en resta permanente, deuda insoluble, insalvable, un agujero negro que devora todo lo que pasa, al que no quieres asomarte, ni admitir ni…
Vives y sueñas, incapaz de calcular siquiera los incubribles débitos que tiene tu memoria.
Un día, descubres que alguien te recuerda y lo recuerda, nos recuerda. Cambia todo. Hay una cita en un café, una charla, unas conversaciones electrónicas. Entiendes que la existencia humana se prolonga mientras haya alguien en la Tierra que pueda recordarte.
Y aunque eso no basta, te da fuerza para seguir peleándole a la vida.