
Uno dice memoria y parece que habla del pasado, pero la memoria está en el aquí y ahora, eso que llamamos memoria es un valor vivo, como el ganado en pié o la onza troy.
Esta pandemia no ha hecho más que opacar relumbres y acicatear los detalles. Naturalmente asociamos memoria a recuerdo, abriendo un abanico que recorre desde los detalles de asuntos íntimos hasta los que quedaron grabados de la vida pública o política.
A ver si nos vamos entendiendo, el pasado, lo anterior, la frase “…no mires para atrás…”, no son más que los desgastados artilugios de los exprimidores de limones ya exprimidos que lucran con el olvido.
Es ese acopio de imágenes, sensaciones, percepciones sensoriales, que son capturas de vida no vivida sino por vivir, nadie puede decirnos que el tiempo corre para adelante, que hoy es antes que mañana, que el futuro está después del presente. Esta pandemia puso patas para arriba el estar en la vida, es la memoria la que nos permite proyectar un futuro puente entre algo que llamábamos “normalidad” y ese otro algo que llamamos “nueva normalidad”. A pura memoria se inventa el camino.
Parecería entonces que la memoria tiene la forma de una trama sensorial donde se imprime una imagen. ¿Pero se imprime un conjunto organizado, con cierta forma de relato articulado o es más bien un archipiélago de recuerdos, citas, sensaciones, pensamientos, mini peliculitas o retazos de sueños? ¿Islas Flotando en qué mares? Y además, ¿por qué esas islas y no otras?
Uno elige de alguna manera su memoria, que no es más ni menos que el todo, no solo lo que se recuerda (lo que volvemos a pasar por el corazón) sino también lo que olvidamos. Ese archipiélago se conecta con vida concreta, construye las decisiones de un ser humano. Es de seres humanos mantener con vida la memoria. Se la escucha, es imposible que no esté viva, esto la experimentamos en el teatro sin ir más lejos.
Los inicios de los métodos y sistemas de formación actoral coinciden con los primeros estudios y ensayos de psicología. Es bien conocida la influencia que Theódule Ribot y sus estudios sobre la memoria, tuvieron sobre Konstantín Stanislavsky y sus primeras investigaciones. Ribot clasificaba la memoria en tres rubros, por así decirlo, uno la memoria fáctica y consciente aquella que recuerda lo hablado ayer o el recorrido del bus.
Otra la del cuerpo, aquí se alojan ciertas destrezas como saber andar en bicicleta, en cuanto nos subimos, así hayan pasado años, logramos mantener el equilibrio y hacer rodar la bicicleta.
Finalmente la sensorial, recordamos olores, texturas, sueños, impresiones. Éstas últimas son imágenes sensoriales que quedan impresas, estampadas en la memoria y casi siempre son acompañadas por una emoción.
Eran los tiempos de un cambio de paradigma en la actuación europea, donde se conjugaron autores como Anton Chéjov, con la irrupción de nuevos públicos, la fotografía y la luz eléctrica.
Empezaban a ganar la escena personajes incompletos, que desconocían sus propios deseos, de diálogos donde se dice poco y se oculta mucho, burgueses parecidos a nosotros pero con mucho menos psicoanálisis encima.
Ya no servían para actuar los especialistas en roles que manejaban cierto modos del habla y el gesto que les permitía llevar adelante un catálogo de “tipos”.
Hace falta la memoria, que no es un arcón de recuerdos en desuso, para estos actores será su campo de trabajo. Parte de su trabajo era construir una memoria que alimente, que sostenga la producción de una subjetividad verosímil para el realismo.
Se escuchaba decir a algunos directores de teatro que su trabajo era “poner de pié” la obra o dotar de vida el texto.
La memoria es combustible que sostiene la energía de la escena, mantener al espectador activo conectando lo que percibe con su identidad y su comunidad, tejiendo la trama de aquello que conmueve.
Quizás el trabajo del actor y del director es construir memoria, algo que estampe retazos de vidas, a transformarse en pequeños exabruptos de un islote del archipiélago de la memoria colectiva.